El PLD Un Partido Nuevo en América [Libro del Profesor Bosch] (Resumen,primera entrega)
Publicado por movimiento30junio
Juan Bosch,
FRAGMENTO.
¿POR QUÉ SE HA ESCRITO ESTE LIBRO?
Por varias razones. Una de ellas es proporcionarles a los miembros del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) que ingresaron en él años después de haber sido fundado el conocimiento de las causas de su fundación, porque ese conocimiento fortalece en ellos su sentimiento partidista; otra razón es la necesidad de dejar constancia, para que lo tomen en cuenta, de manera especial los que piensan que el PLD es un partido del tipo del Reformista Social Cristiano (PRSC), o del Revolucionario Dominicano (PRD), que en nuestro país hay por lo menos una organización política que ha creado normas de organización absolutamente nuevas, que no eran conocidas en la República Dominicana pero tampoco en otros lugares de América, lo que quiere decir que la manera como se ha organizado y funciona el PLD ha sido una creación política puramente nacional.
Lo que acaba de ser dicho no es un alarde ni cosa parecida, y si alguien piensa que en un país como el nuestro, de conocido retraso en todos los órdenes, no puede darse una muestra de desarrollo político como el que pretendemos haber alcanzado los fundadores del PLD, lo invitamos a leer este libro, en el cual se expone de manera detallada el proceso que se siguió para organizar el partido descrito en las páginas de Los orígenes del PLD.
Fue precisamente el atraso político del pueblo dominicano que produjo, como reacción ante ese atraso, la necesidad de crear un partido que debía operar como formador de cuadros, de hombres y mujeres nuevos en su posición ante los problemas que afectan al pueblo; o dicho de otra manera, hombres y mujeres capaces de enfrentar los males nacionales con la seriedad y la asiduidad con que lleva a cabo sus tareas la monja católica en un país africano o de América.
Los orígenes del PLD fueron escritos en una serie de artículos que ahora figuran como capítulos; cada artículo se publicaba semanalmente en Vanguardia del Pueblo, el órgano del Partido de la Liberación Dominicana, y al compilar esos artículos en un volumen se hace fácil enviar ejemplares a países de la lengua española e incluso a centros urbanos norteamericanos donde haya concentración de hispanohablantes, lo que se hará con un propósito político: dar a conocer la existencia en la República Dominicana de un partido cuyo esquema organizativo puede ser reproducido en países del Tercer Mundo, todos los cuales avanzarían en el orden político reproduciendo el PLD. Hacer lo posible para que eso suceda es un deber que nos ordena cumplir la entrañable fraternidad que une a todos los iberoamericanos.
Este libro servirá también para que los comentadores de la política nacional aprendan a distinguir la diferencia que hay entre los líderes y los caudillos, conceptos que la casi totalidad de esos comentadores ignoran cuando se refieren al autor de Los orígenes del PLD calificándolo de caudillo. El caudillo es el que manda; el líder es el que dirige.
En un partido de organismos no puede haber caudillos ni mayores ni menores, porque en los organismos se toman decisiones por votación, no por imposición de una persona.
Naturalmente, en el libro cuya introducción se hace con estas líneas no se puede explicar toda la complejidad de la vida del PLD; eso sólo se explica militando en sus filas o haciendo un curso que la dirección del Partido de la Liberación Dominicana puede organizar para quienes deseen conocer en todas sus manifestaciones cómo funciona nuestro partido, siempre, desde luego, que los que deseen participar en ese curso demuestren, de manera convincente, que lo que se proponen es aprender del PLD lo que el PLD puede enseñar para beneficio de otros partidos, no los que quieran hallar en el PLD lo que no se les ha perdido.
Juan Bosch
Santo Domingo, R.D.,
23 de junio de 1989.
Los orígenes del Partido de la Liberación Dominicana no se hallan a la distancia de los 15 años transcurridos desde el día 15 de diciembre de 1973, fecha en la cual se llevó a cabo su fundación; en realidad son más lejanos, nada menos que 34 años —un tercio de siglo— antes de ese día, pues fue en el 1939 cuando se inició la etapa política de mi vida, que comenzó con la fundación del Partido Revolucionario Dominicano, que no fue obra mía como ha dicho alguien sino de un médico nacido en la República Dominicana pero llevado a Cuba cuando tenía 2 años. Ese médico se llamaba Enrique Cotubanamá Henríquez y era hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, lo que deja dicho que era hermano de Pedro y Camila Henríquez Ureña, pero nacido de un segundo matrimonio de su padre pues Salomé Ureña de Henríquez, la madre de los Henríquez Ureña, había muerto en 1898.
El Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, a quien sus amigos y familiares llamaban Cotú, no olvidaba que había nacido en la República Dominicana, donde su padre y sus hermanos mayores eran figuras de gran prestigio intelectual y político, y en Cuba leía la revista Carteles en la cual se publicaron cuentos míos en 1936 y 1937. En esos años los cubanos vivían los sacudimientos políticos que produjeron la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado y la caída del dictador, ocurrida al comenzar el mes de septiembre de 1933. Entre los efectos de esos sacudimientos estuvo la creación del Partido Revolucionario Cubano, que fue bautizado con el mismo nombre que tuvo el que había fundado José Martí para organizar con él la Guerra de Independencia iniciada en febrero de 1895.
El Partido Revolucionario Cubano de los años posteriores a la caída de Machado era conocido por la denominación de auténticos que se les daba a sus miembros, y en su creación jugó un papel de cierta importancia el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, a quien le tocó redactar la parte doctrinaria de esa organización política.
Todo lo dicho en el párrafo anterior sirve para explicar por qué el Dr. Henríquez bajó cierto día del año 1938 a los muelles de la capital dominicana adonde había llegado en uno de los barcos cubanos que hacían la ruta Habana-Santiago de Cuba-Santo Domingo y se dirigió a la casa de un familiar al que le preguntó mi dirección. La respuesta que le dieron fue que yo estaba viviendo en San Juan de Puerto Rico, y unos meses después el Dr. Henríquez se presentó en la Biblioteca Carnegie, donde yo trabajaba en la transcripción de todo lo que había escrito Eugenio María de Hostos.
(Esa transcripción se hacía en maquinilla de escribir con el propósito de organizar la producción literaria del gran pensador puertorriqueño que iba a ser publicada en la colección de sus obras completas).
Lo que el Dr. Henríquez fue a tratarme, o mejor sería decir, a proponerme, fue que yo debía dedicarme a la creación de un partido político cuya finalidad sería liberar a la República Dominicana de la dictadura trujillista. Ese partido, explicó, se llamaría Revolucionario Dominicano como el de Cuba se llamaba Revolucionario Cubano. Entre las cosas que dijo la que me impresionó fue su oferta de escribir todo lo que se refiriera a la base ideológica o doctrinaria del Partido Revolucionario Dominicano. Yo le oía sin hacer el menor comentario y mucho menos preguntas porque lo que él decía era para mí tan novedoso como si el Dr. Henríquez hablara en una lengua extraña.
No quería ser político
Yo no quería ser político. Para mí la política era lo que me había llevado a abandonar mi país, pues tal como lo dije en una carta dirigida a Trujillo, fechada en San Juan de Puerto Rico el 27 de febrero de 1938, cuatro o cinco meses antes de recibir la visita del Dr. Henríquez, de seguir viviendo en la República Dominicana, “además de no poder seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político”, y aclaraba: “…yo no estoy dispuesto a tolerar que la política desvíe mis propósitos o ahogue mis convicciones y principios. A menos que desee uno encarar una situación violenta para sí y los suyos, hay que ser político en la República Dominicana. Es inconcebible que uno quiera mantenerse alejado de esa especie de locura colectiva que embarga el alma de mi pueblo y le oscurece la razón: el negro, el blanco, el bruto, el inteligente, el feo, el buenmozo: todos se lanzan al logro de posiciones y de ventajas por el camino político.
¿Cómo es posible que no se comprenda que la política no es arte al alcance de todo el mundo? La marcha de la sociedad la rigen los políticos; ellos deben ser seis, siete; así es en todos los países y así ha sido siempre; nosotros involucramos los principios universales y exigimos que las mujeres, los niños y hasta las bestias actúen en política. Yo, que repudiaba y repudio tal proceder, vivía perennemente expuesto a ser carne de chisme, de ambiciones y de intrigas. Yo no concibo la política al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de humanidad”.
Tan fuerte era mi repudio a la actividad política que se ejercía en la República Dominicana, que en otro párrafo de esa carta le decía al dictador: “Yo sé que he salido de mi tierra para no volver en muchos años, porque considero que la actual situación será de término largo y porque sé que fuera de un cargo público yo no tendría ahora medios de vida en mi país, y no podría estar en un cargo público absteniéndome de hacer política”.
El criterio que exponía en esa carta se lo expuse también al Dr. Henríquez, sin mencionarle el hecho de que yo le había escrito a Trujillo diciéndole lo que significaba para mí la política tal como ella se aplicaba en mi país, y la mayor parte del tiempo que usamos en hablar de ese tema la consumió él explicándome la diferencia que había entre la política que se ejercía en Cuba y la que se llevaba a cabo en la República Dominicana. Precisamente, decía el Dr. Henríquez, para que el pueblo dominicano pudiera aprender en la práctica diaria qué es la política y cómo debe ejercerse, era absolutamente necesario librar al país de la tiranía trujillista.
Esa entrevista con el hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal me dejó tan impresionado que pocos días después empecé a buscar información acerca de cómo había organizado José Martí su Partido Revolucionario Cubano, y lo que llegué a saber fue poco, o mejor sería decir muy poco. Lo que me interesaba era tener una idea precisa de lo que había que hacer para formar hombres que al mismo tiempo que tuvieran una idea clara de lo que debía ser la política dominicana supieran cómo actuar para sacar del poder a Trujillo y a sus colaboradores más cercanos. Nada de eso fue tratado en la conversación que sostuve con el Dr. Henríquez, y por mucho que busqué, en la Biblioteca Carnegie no hallé un libro que pudiera ayudarme a aclarar mi concepto de lo que era la política.
Una cosa piensa el burro…
Como desde mi niñez había leído en la casa de mi abuelo materno la historia del Cid Campeador y en la mía el Don Quijote, y como mi padre destacaba siempre que se hablaba de episodios históricos de algún país, sobre todo si se trataba de uno europeo, la importancia de los jefes militares no sólo en las guerras sino también en actividades civiles, yo crecí con una idea fija, aunque no sabía por qué, acerca del papel que juega en cualquier país la persona que ahora llamamos líder, y en la conversación que mantuve con él, o sería más apropiado decir que él mantuvo conmigo, le pregunté al Dr. Henríquez quién, a su juicio, debía o podía ser el líder de ese partido que él me proponía fundar, y su respuesta fue que debía ser yo, a lo que respondí diciendo que yo no tenía las condiciones que se requerían para dirigir un partido político; que a mi juicio el líder debía ser el Dr. Juan Isidro Jiménez Grullón, que llevaba un nombre conocido en todo el país porque su abuelo, que tenía el mismo nombre, había sido presidente de la
República dos veces, y su bisabuelo lo había sido una vez; le expliqué que el Dr. Jiménez Grullón estaba viviendo en Nueva York pero que yo le pediría que viajara a Puerto Rico para hablar con él sobre la posibilidad de fundar el Partido Revolucionario
Dominicano. El Dr. Henríquez halló que lo que yo decía tenía sentido, y en la noche de ese mismo día, mientras el buque cubano en que había llegado a San Juan de Puerto Rico navegaba de retorno a Cuba, le escribí al Dr. Jiménez Grullón pidiéndole que se llegara a San Juan donde tenía algo importante que tratarle.
Cuando el Dr. Jiménez Grullón llegó a San Juan yo le tenía preparada una conferencia que debía dar en el Ateneo Puertorriqueño, el lugar donde se reunían los intelectuales más conocidos de la isla borinqueña. Allí había dado yo una titulada Mujeres en la vida de Hostos. La del Dr. Jiménez Grullón sería sobre la situación política de la República Dominicana, y al decirla se lució porque era un orador natural que sabía usar las palabras y además sabía manejar las manos cuando tenía que moverlas para reforzar con sus movimientos lo que iba diciendo. Con esa conferencia el nieto del jefe del partido que llevó su nombre (el jimenista, popularmente conocido como el de los bolos) quedó presentado a los intelectuales de Puerto Rico, primer escalón, pensaba yo, de la escalera que debía conducirlo al liderazgo del futuro Partido Revolucionario Dominicano, si ese partido era creado como lo proponía el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez.
El Dr. Henríquez volvió a Puerto Rico y en esa segunda ocasión le presenté al Dr.Jimenes Grullón. Con la presentación quedaba yo libre de seguir ocupándome en tareas políticas, al menos, así lo creía, pero el campesino dominicano de esos años repetía con frecuencia un refrán: “Una cosa piensa el burro y otra el que lo está aparejando”, y el que aparejaba al burro de la historia dominicana tenía planes diferentes a los míos; tan diferentes que de buenas a primeras Adolfo de Hostos, hijo de Eugenio María de Hostos, entró en el salón de la Biblioteca Carnegie, donde bajo mi dirección dos mecanógrafas copiaban los trabajos de Hostos, y me dijo: “Prepárese para ir a Cuba a dirigir la edición de las obras completas.
El concurso de su publicación ha sido ganado por una editorial cubana. Por su trabajo allá se le pagarán 200 dólares mensuales”. En la vida de algunos seres humanos se dan hechos que parecen fortuitos y no lo son, pero es al cabo de algún tiempo cuando los protagonistas de esos hechos advierten que no fueron casuales. Por ejemplo, un año antes de mí llegada a La Habana rodeado de varios bultos en los que iban las copias mecanográficas de todo lo que Eugenio María de Hostos había escrito —al menos, todo lo que se había reunido hasta el año 1937— yo no conocía al Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez y ni siquiera tenía noticias de su existencia; y sin embargo cuando descendí la escalera del vapor Iroquois para llegar al muelle junto al cual había atracado el buque de ese nombre, allí estaba él esperándome, y mientras aguardábamos la bajada del equipaje el Dr. Henríquez me dijo que había contratado para mi uso, en una pensión, una habitación con baño y servicio sanitario, que en el alquiler estaba incluida la comida y que la casa donde se hallaba la pensión estaba cerca de la suya; que él me acompañaría en el viaje del muelle a esa casa y me visitaría al día siguiente para llevarme al lugar donde él vivía, al cual iríamos a pie porque la distancia entre las dos casas era corta, y en efecto, así era, y por ser así al segundo día de mi llegada a La Habana estaba yo en los altos de una casa de piedra situada frente al mar, en el paseo llamado Malecón. Delante de mí, separado de él por un escritorio, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez leía unos papeles en los cuales se describía lo que sería el Partido Revolucionario Dominicano, incluyendo un esbozo de sus futuros estatutos, y con esa lectura comenzaba una etapa nueva en mi vida, la del aprendiz de la teoría y la actividad política.
Yo tenía que dedicarle la mayor parte del tiempo al trabajo que había ido a hacer en La Habana: la edición de las obras completas de Hostos. La casa editora, llamada Cultural, S.A., tenía sus talleres en un barrio muy separado del Vedado, y sobre todo de la parte del Vedado donde estaba viviendo, que era el Malecón, y viajar dos veces al día al lugar donde se componían y se imprimían los libros de Hostos y retornar dos veces a la pensión donde estaba viviendo me consumía diez horas diarias salvo los sábados y los domingos, de manera que sólo podía ver al Dr. Henríquez esos dos días, y no siempre porque él tenía sus tareas, las propias de un médico, pero también sucedía que una que otra vez cuando llegaba a su casa él o sus familiares estaban recibiendo visitas; de todos modos, cuando disponía de su tiempo, lo que él decía o era siempre de carácter político o de temas que se relacionaban con la política. Por ejemplo, contaba, para dármelos a conocer, episodios de las luchas políticas de Cuba, sobre todo de las más recientes, o de las de México, y en tales casos destacaba con claridad la diferencia que había entre la política de esos dos países y la de la República Dominicana, y al exponer el contraste que había entre la actividad política de Cuba y de México con la de la República Dominicana iba creando en mí una conciencia política similar a la que sobre una materia cualquiera, fuera Física, fuera Matemática o fuera Literatura creaban en esos tiempos los maestros de bachillerato en las mentes de sus estudiantes; pero además, sucedía que la sociedad cubana, en todas sus clases y capas de clases sociales, estaba viviendo una etapa de fervor político porque eran muchos los sectores populares que reclamaban una elección de diputados constituyentes para elaborar la Constitución que en la historia del país se conocería con el nombre de la Constitución de 1940.
Proceso de desarrollo político
En septiembre de 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia por tropas alemanas —el ejército nazi de Adolfo Hitler—, acontecimiento de proporciones mundiales que conmovió a todos los cubanos y en mi caso provocó una reacción tan violenta que estuve varios días sacudido por un estado de indignación que no podía controlar. Las noticias que publicaban los periódicos cubanos y que difundían las estaciones de radio eran alarmantes porque en ellas se describían las barbaridades que estaban ejecutando en Polonia las tropas hitlerianas. A mí me parecían los hechos que estaban sucediendo en la patria de Chopin una repetición de lo que hasta poco tiempo antes había sucedido en España, y la sangrienta guerra civil española estaba relacionada en el mundo de mis sentimientos con Trujillo y su dictadura, lo que era un indicio de que, al menos en el terreno emocional, yo estaba convirtiéndome en un militante anti trujillista, y sabía que en el origen de esa militancia estaba la prédica del Dr. Henríquez, a quien a esas alturas yo le llamaba, como sus familiares y amigos, Cotú a secas.
La simultaneidad de la guerra en Europa con la campaña para elegir diputados constituyentes puso la atmósfera política en un alto grado de actividad. Hasta el limpiabotas de los muchos que había siempre en el Parque Central, cuando le prestaba servicio a alguien conocido ponía como tema de cambio de palabras, si no de conversación, el de la guerra mundial o el de las elecciones a diputados a la Asamblea Constituyente, de manera que todo el que tuviera cierto nivel de conocimiento de lo que estaba ocurriendo en el mundo y en Cuba —y esos eran la mayoría de los cubanos—acababa cambiando impresiones de carácter político lo mismo con personas conocidas que con las desconocidas que compartían un lugar común, por ejemplo, el asiento de un ómnibus, el de un tranvía o la vecindad de mesas en un restaurant o en el sitio donde entraba a tomarse un café, un refresco o un jugo de naranja (zumo, dicen los españoles).
En mi caso los cambios de impresiones sobre los dos temas eran frecuentes y se llevaban a cabo en niveles relativamente altos pues sucedía que cuando llegué a Cuba era ya conocido en los círculos de escritores porque la revista Carteles, que para 1939era la más leída*, había publicado cuentos míos —y esa publicación fue lo que movió al Dr. Henríquez a buscarme, primero en Santo Domingo y después en Puerto Rico— y al llegar a Cuba Carteles le dio publicidad a mi presencia en La Habana, de manera que pocos meses después yo frecuentaba las reuniones de escritores, periodistas, pintores y actores teatrales, en las cuales los temas de conversación eran siempre mayoritariamente los de la política cubana y la política internacional. De la última eran parte las noticias de lo que sucedía en la República Dominicana, por lo menos de los hechos que llegaban a conocimiento de los cubanos, hechos que en alguna medida se parecían a los que el pueblo cubano había vivido —y en cierto sentido estaba viviendo— hacía poco tiempo, razón por la cual yo iba adquiriendo desarrollo político debido a que los juicios que hacían los intelectuales de Cuba acerca de los sucesos mundiales, cubanos y dominicanos, equivalieron para mí a cátedras de ciencias políticas en una universidad muy bien calificada.
Bohemia sobrepasaría a Carteles hasta el extremo de que pasó a vender 500 mil ejemplares semanales años después, a mediados de la década de los 40.
Buscando dominicanos anti trujillistas El Dr. Henríquez estaba casado con la hermana de uno de los líderes más importantes del Partido Revolucionario Cubano y su casa era punto de reunión de miembros y dirigentes de ese partido con la mayor parte de los cuales establecí relaciones de amistad, de manera que en pocas semanas acabé siendo, en el orden político, tan conocedor de la política cubana como cualquiera de ellos, pero eso no significa que había relegado a un segundo plano los problemas dominicanos; al contrario, dediqué mis ratos libres a averiguar dónde vivían algunos dominicanos con los cuales pensaba que debía iniciarse la organización de ese Partido Revolucionario Dominicano que proponía el Dr. Henríquez.
Los dominicanos residentes en Cuba a quienes yo me proponía ver para invitarlos a organizar el partido eran Lucas Pichardo, Pipí Hernández y los hermanos Mainardi, de todos los cuales supe que vivían en La Habana por informaciones de las personas que visitaban la casa del Dr. Henríquez. A Lucas Pichardo lo conocía y antes de salir del país sabía que él estaba en Cuba, pero no lograba localizarlo en La Habana; a Pipí
Hernández no lo conocí en Santo Domingo pero sí a sus familiares, y por ellos estaba enterado de que vivía en Cuba. En cuanto a los hermanos Mainardi, no los conocía pero sabía que eran militantes anti trujillistas. El Dr. Henríquez, que había solicitado un puesto de médico en uno de los barcos de la Compañía Naviera Cubana que viajaban a Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico con el único propósito de darle vida al plan de crear el Partido Revolucionario Dominicano, no conocía a ninguno de los dominicanos exiliados en Cuba y por esa razón no podía ayudarme en la tarea de localizar con algunos de ellos, por lo menos, a los que vivían en La Habana.
Mi preocupación por dar con algún dominicano terminó súbitamente cuando estando en una librería en busca de una colección de versos de Federico García Lorca entró un dominicano de apellido Brea que me había sido presentado en Santo Domingo hacía años por Lucas Pichardo. Brea había salido del país antes que yo; se fue como polizón, es decir, escondido en la bodega de un buque de carga que se dirigía a un puerto alemán, y era un tipo humano tan peculiar que aunque hacía mucho tiempo que no lo veía lo reconocí en el instante en que pasó ante mis ojos; al mismo tiempo él me reconoció, y quizá antes de que pasaran 30 segundos después de habernos visto estaba yo preguntándole si sabía dónde vivía Lucas Pichardo. Lo sabía, y como era tan cerca de la librería que podíamos ir a su casa en pocos minutos, fuimos allá y tuve la suerte de encontrar a Lucas, que había formado familia, pues además de casarse con una cubana ésta le había dado un hijo que en ese momento tenía apenas dos años.
Lucas me dijo que Virgilio Mainardi vivía fuera de La Habana, en un lugar llamado El Pino; que no sabía donde vivía Rafael Mainardi pero su hermano Virgilio podía decírmelo; que otro hermano de Virgilio y Rafael residía en Guantánamo, a más de mil kilómetros de La Habana, y en cuanto a Pipí Hernández, no tenía su dirección pero yo podía verlo en la Universidad porque estaba haciendo allí unos trabajos de reparación no sabía de qué.
Ni Lucas Pichardo ni Pipí Hernández quisieron participar en la organización del Partido Revolucionario Dominicano, el primero porque alegó que carecía de las condiciones que a su juicio debía tener un militante político y el segundo porque era trotskista. Ambos iban a morir muchos años después de 1939 a causa de su oposición a la tiranía trujillista. A Pipí Hernández lo asesinó en La Habana un agente cubano de Trujillo y Lucas Pichardo y su hijo fueron fusilados en el año 1959 cuando llegaron al país con los expedicionarios del 14 de junio. Lucas Pichardo fue quien me presentó, pocos días después de haberlo visitado en su casa, al Dr. Romano Pérez Cabral, un médico dominicano que vivía hacía muchos años en La Habana, cuyo consultorio fue el local donde se llevaron a cabo las reuniones del Partido Revolucionario Dominicano que eran habitualmente semanales y nocturnas. El Dr. Pérez Cabral me presentó a otro dominicano, Alexis Liz, hombre de excelentes condiciones, que aceptó, tan pronto se lo pedí, trabajar por la organización del partido que años después sería conocido del pueblo dominicano por las siglas de su nombre —PRD—.
Alexis Liz conocía a dos dominicanos que vivían en La Habana: eran José Franco y Belisario Heureaux, hijo de Lilís. El primero aceptó ser miembro del Partido pero el tipo de trabajo que desempeñaba le impedía participar en las reuniones que, como dije hace poco, eran en su mayoría semanales.
(Continuara...)
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