MORAL Y LUCES

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domingo, 10 de diciembre de 2017

Maceo, el titan de bronce, momento al de caer abatido en combate


“El que sea cubano y tenga valor, que me siga”


Monumento a Antonio Maceo en la plaza que lleva su nombre en Santiago de Cuba. Foto: Archivo.

Hacia el otoño de 1896, se habían agudizado las contradicciones entre el gobierno de la República en Armas y el general en jefe del Ejército Mambí, Máximo Gómez. La petulancia de Rafael M. Portuondo Tamayo, secretario interino de la Guerra, llevó el conflicto hasta un punto de no retorno y Gómez convocó a Maceo para encontrarse en Las Villas. Llevaba una determinación: renunciar.

Con impasible indiferencia el gobierno observaba el sacrificio en Pinar del Río, sin socorros ni otro auxilio que su propio esfuerzo; pero Maceo no daba tregua al general Valeriano Weyler ni margen a Estados Unidos, que acechaba a la sombra, a la espera de que se debilitara el empuje revolucionario. En el segundo semestre, el Titán de Bronce había conseguido reactivar la campaña tras los desembarcos de Leyte Vidal, con 200 fusiles y 300 000 cartuchos, y Juan Rius Rivera, con 920 fusiles, 450 000 cartuchos y un cañón neumático. Entre los expedicionarios se hallaba Panchito Gómez Toro, el hijo de Gómez que Martí llevó consigo en su viaje a Costa Rica, aquel que con apenas 14 años de edad impresionó al Apóstol durante su estancia en La Reforma por su profunda vocación bolivariana y sentido quijotesco de la justicia. Tenía 20 años. Maceo lo abrazó como a un hijo.

El 2 de noviembre, Maceo recibió la nota de Gómez. Dos cartas de Eusebio Hernández y el coronel Juan Masó Parra, le permitieron comprender la gravedad de la situación. No podía creerlo. Preocupado, acudió de inmediato al llamado del Generalísimo pese a que su permanencia en Pinar del Río resultaba vital.

Para trasladarse a Las Villas, en repetidas ocasiones intentó atravesar la trocha Mariel-Majana, de 32 km de largo. En uno de los intentos cayó desplomado del caballo; poco tiempo después abrió los ojos. “Dijo que había sido un vahído, y se lo achacó a la humedad de la noche y a que había dormitado unos minutos después de haber chupado una caña. Alguien ha especulado que el motivo fue un sueño premonitorio en el que había visto a su esposa cubierta por un velo y a todos sus hermanos muertos en la guerra”[1].

Consiguió un bote para cruzar por la boca del Mariel con 20 compañeros, el 4 de diciembre. Dejó atrás su escolta y 150 hombres que lo acompañaron hasta la trocha. Hosco y taciturno, prosiguió por aquella ruta incierta. Nunca le pareció una noche tan corta, ni imaginó que del otro lado lo esperaba el comandante Francisco Cirujeda, jefe del batallón no. 7 de San Quintín, quien operaba entre Punta Brava y el Camino a Vueltabajo, en los límites con el Mariel: “Acaban de asegurarme que Maceo intenta pasar solo por la trocha inmediata a Mariel […]” —había notificado el 1ro de diciembre Cirujeda a su superioridad [2].

Sobre las 9:00 a.m. del 7 de diciembre de 1896, Maceo llegó a la finca de San Pedro de Punta Brava, en Bauta, donde lo aguardaban unos quinientos habaneros. Llegó enfermo y con fiebre. Desde su hamaca puntualizó un plan dirigido a atacar Marianao y otros suburbios capitalinos. Sobre las 2:55 p.m. fueron sorprendidos. A las voces de “¡Fuego, fuego en San Pedro!”, se sucedió una nutrida balacera que provocó desorden total en el campamento. Encolerizado, Maceo trató de incorporarse de la hamaca y, al no poder hacerlo, pidió a su ayudante que le tendiera la mano. Ante la confusión observada pidió un corneta para ordenar el toque a degüello y levantar la moral combativa. No apareció ninguno. Demoró 10 minutos en vestirse y ensilló su caballo, tal y como acostumbraba a hacer en vísperas de un combate.

La fuerza enemiga se parapetó tras unas cercas de piedra que dominaban el área con su fusilería. Maceo decidió realizar un movimiento envolvente por ambos flancos para desalojarlos del parapeto y batirlos en el potrero aledaño. Se interponía una cerca de alambres y comenzaron a picarla. La maniobra fue descubierta y un aguacero de proyectiles no les dejó terminar la faena. Al inclinarse sobre su caballo, una bala impactó sobre el lado derecho del rostro de Maceo y le seccionó la carótida junto al mentón. Un chorro de sangre brotó por la herida y manchó su chamarreta; se mantuvo dos o tres segundos erguido, soltó las bridas, se le desprendió el machete y se desplomó.

Se acercaron el general de división Pedro Díaz Molina, oficial de máxima graduación en San Pedro, después del Titán de Bronce; el brigadier José Miró Argenter, jefe del Estado Mayor del 6to cuerpo; los coroneles Máximo Zertucha, médico del lugarteniente general; Alberto Nodarse Bacallao, su ayudante de campo durante la invasión, y el comandante Juan Manuel Sánchez Amat, jefe de la escolta del Cuartel General, quien al verlo desmoronado sostuvo su cuerpo exánime y le preguntó consternado: “¿Qué le pasa, general?”.

No respondió. Había perdido el habla y estaba pálido, sin sangre en el rostro; la condición mortal de la herida segó su vida en apenas un minuto. Miró Argenter salió impulsado del lugar, sin mirar atrás, ignorando los gritos de Zertucha que le pedía ayuda para cargar el cadáver. Tras unos segundos de incertidumbre, el galeno tomó la misma decisión y se retiró asustado, desmoralizado. Tres días más tarde, se acogería al indulto español; luego solicitaría reincorporarse a la contienda. Pedro Díaz igualmente se marchó; los tres con el mismo argumento: iban por refuerzos que nunca llegaron.

Muerte de Maceo, pintura de Armando García Menocal.

Alberto Nodarse, ingeniero, arquitecto de profesión y experimentado agrónomo, que había recibido ya siete heridas de bala, lideró junto a Juan Manuel Sánchez la resistencia que plantó la escolta del Cuartel General a campo descubierto para tratar de retirar el cadáver que pesaba 209 libras. Sus movimientos atrajeron el fuego español y el lugar se convirtió en un infierno. Después de gran esfuerzo, lo montaron en un caballo que fue fusilado enel campo enemigo. Sánchez trajo el suyo e intentaron alzar el cuerpo de Maceo; pero una descarga cerrada hizo impacto en las dos rodillas del bravo comandante y fue neutralizado. Bañado en sangre por la copiosa hemorragia provocada por dos proyectiles que le fracturaron el húmero y las costillas, Nodarse tuvo que desistir, ya casi desfallecido. Agotados todos los recursos tras más de dos horas de combate, se hizo insostenible la posición; los últimos mambises se retiraron gravemente heridos.

Al conocer la tragedia, Panchito, con un brazo en cabestrillo acudió —según expresó— “…a morir al lado del general” [3].

Caía la tarde, cuando en medio del clima de abatimiento y confusión reinante, el teniente coronel Juan Delgado —joven de Bejucal que se unió al contingente invasor a las órdenes de Gómez y ascendió hasta mandar el regimiento de Caballería de Santiago de las Vegas—le preguntó qué hacer al coronel Ricardo Sartorio Leal, jefe de la brigada Oeste de La Habana: “Delgado, los generales se han marchado, nuestra responsabilidad ha cesado” —fue la respuesta que recibió. Indignado y resuelto, el habanero arengó a los presentes: “Es una vergüenza para las fuerzas cubanas que los españoles se lleven el cadáver del general Maceo, sin hacer nada por rescatarlo. Prefiero la muerte antes de que el general Máximo Gómez sepa que estando yo aquí, los españoles se han llevado el cadáver del general. El que sea cubano y tenga valor, que me siga” [4].

Dieciocho valientes, entre ellos Ricardo Sartorio, quien acompañaba a Maceo desde Mangos de Baraguá, y el coronel Alberto Rodríguez Acosta, joven matancero que mandaba el regimiento de infantería de la brigada Oeste de La Habana, se sumaron a Delgado en la hombrada de rescatar de territorio enemigo al Titán de Bronce y a Panchito. Fue tan fuerte su embestida, que la guerrilla que despojaba a sus cadáveres de las pertenencias, abandonó el lugar sin imaginar la prenda que dejaban. Esa noche los insurrectos lavaron los cuerpos de los dos héroes y los velaron. Decidieron esconderlos en la finca Cacahual, propiedad de Pedro Pérez, tío del teniente coronel Juan Delgado.

Cabalgaron toda la noche. Sobre las 4:00 a.m. llegaron a Santiago de las Vegas. Delgado llamó a la puerta. Creyendo que eran los españoles, Pedro Pérez abrió con cierto temor. En voz baja, con los dos cadáveres depositados sobre la yerba, su sobrino le dio la encomienda: “Aquí te entrego estos dos cadáveres. Ellos son Antonio Maceo y el hijo de Máximo Gómez. Entiérralos secretamente antes de que llegue el día y no digas a nadie dónde están hasta que no se termine la guerra; entonces, si Cuba es libre, lo comunicas al presidente de la República, si no, al general Máximo Gómez” [5].

Pedro Pérez cumplió su promesa y guardó el secreto con celo extraordinario, aún en medio de las penurias que debió sufrir durante la reconcentración.

Paradójicamente, Pedro Díaz tuvo la bochornosa actitud de aceptar el ascenso al grado de mayor general que —a propuesta de José Miró Argenter, quien tergiversó los hechos— Gómez aceptó conferirle “…como gracia especialísima y por el hecho de haber rescatado con valor heroico […] el cadáver del ilustre Lugarteniente General Antonio Maceo” [6].

Fue un golpe terrible. Entre 1895 y 1896, habían muerto seis de los jefes más valiosos y radicales de la revolución: José Martí, Guillermón Moncada, Flor Crombet, Francisco Borrero, José Maceo y Serafín Sánchez. Para cerrar este año fatal perecían el lugarteniente general y, muy poco después, José María Aguirre. Varios de los nuevos cuadros, en algunos casos de probada competencia militar, estuvieron muy por debajo de la entereza y proyecciones ideológicas demandadas para la construcción de una patria nueva o, peor aún, distantes del sufrimiento y la miseria del pueblo humilde del que se nutrieron las filas del Ejército Mambí.

“José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Gerardo Machado o José de Jesús Monteagudo, que demostraron su capacidad militar en la revolución, fueron el reverso ideológico de Antonio y José Maceo, Crombet, Moncada, Borrero, Sánchez y Aguirre. Sin ellos al general en jefe le esperaba una tarea de titanes: expulsar a España de Cuba” [7].

Gómez quedó destrozado. Al efecto ultrajante de la actitud del Consejo de Gobierno, se sumaba la muerte de Panchito y de su viejo compañero. Y aquel viejo soldado con el pellejo curtido por tanta pelea; de pronto, comenzó a llorar. “Otra gran desgracia, la más terrible que podía caer sobre mí. Cuánta verdad expresó el que tuvo la ocurrencia de decir: ‘Nunca los males vienen solos’” —registró el 16 de diciembre en su diario. Y el 28, en la intimidad de su hamaca, vertió su dolor: “¡Triste, muy triste, más que triste desgraciado ha sido para mí el año 96! Me deja acongojado y maltrecho. […] hoy, en este día, en estos instantes, siento en mi alma la más honda pena y casi me siento abrumado por una pesadumbre que hago esfuerzo por soportar” [8].
Notas:

[1] Leal, Eusebio: Legado y memoria, Ediciones Boloña, La Habana, 2009.
[2] Pérez, Francisco: La guerra en La Habana. Desde enero de 1896 hasta el combate de San Pedro, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1976.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Gómez, Bernardo: “La tumba de Maceo y Panchito Gómez Toro: un secreto bien guardado”, Carteles, vol. XVIII, no. 41, La Habana, 9 de octubre de 1932.
[6] Llaverías, Joaquín y Emeterio Santovenia (compiladores): Actas de las Asambleas de Representantes y del Consejo de Gobierno durante la Guerra de Independencia (1896-1897), Academia de la Historia de Cuba, La Habana, 1930.
[7] Torres-Cuevas, Eduardo y Oscar Loyola Vega: Historia de Cuba (1492-1898). Formación y liberación de la nación, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 2002.
[8] Gómez Báez, Máximo: Diario de campaña (1868-1899), Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1968.


(Tomado de La Jiribilla)

domingo, 25 de septiembre de 2016

Quien fue Rubén Martínez Villena...

Querido Rubén


Rubén Martínez Villena.
Rubén Martínez Villena.
La publicación de un epistolario parecería un acto violatorio de la intimidad de quien, fallecido ya, no está en condiciones de defender su pequeño espacio personal. Es probable que para aquellos que vivieron con el propósito de ser útiles, esta consideración ética carece de sentido. De ese modo, sigue conversando con nosotros desde su humanidad más entrañable, la que todos compartimos en el amor, la enfermedad, la muerte que avanza sobre nosotros, la participación política y, como lo supieron Cervantes y Martí, la mezquindad humana.
La casualidad puso en mis manos los tres tomos del epistolario de Rubén Martínez Villena, el hombre que fue voz y mirada. El tiempo trascurrido, la vida errante y las precauciones impuestas por la clandestinidad han dejado cráteres en una documentación valiosísima para conocer al hombre y su tiempo. Las cartas más numerosas son las enviadas a Asela, su compañera en la vida y en las luchas de entonces. Algunas están dirigidas a amigos y unas pocas a responsables partidistas.
Siempre me ha fascinado la figura deslumbrante de Villena. Muchos evocan sus ojos. Así lo hace Carpentier en El recurso del método cuando el Estudiante se enfrenta al Primer Magistrado. Amenazado, este último derrama una retórica incontenible, espoleado ante la mirada silenciosa de su antagonista. Poco a poco ante la fuerza del alma, el dictador se derrumba. En la polémica provocada por un artículo con ribetes despectivos publicados por Jorge Mañach, Rubén dice que romperá sus versos. No es del todo cierto. Escribirá algunos cuando la necesidad interna lo apremie. Hará mucho más. Como proclamaron sus coetáneos surrealistas, su vida toda se convertiría en un acto poético.
En su correspondencia aparecen poderosísimas imágenes. Lo han enviado a aliviar su tuberculosis a un sanatorio en el Cáucaso. Está solo, aislado por no saber ruso, torturado por no tener noticias de cuanto sucede en Cuba y en el mundo. Por la desidia de algunos burócratas que agrava los obstáculos impuestos por la clandestinidad y la censura machadista, las cartas no encuentran camino seguro y llegan de manera irregular. La impotencia lo devora. Mejora pero no sana. El pulmón derecho está destrozado y las cavernas comienzan a aparecer en el izquierdo. Se refugia en el paisaje. Cae la nieve. Todo se cubre de un manto de cal. Es una hermosa vestidura para algunos árboles resistentes. Otros, subtropicales, se doblan y encogen bajo el manto pesado.
Son tan frágiles como él, escribe a Asela. En su correspondencia alude a amigos no identificados. No quiero pasar por alto su simpática alusión a Charito Guillaume, nombrada por él como la heroína de la Comuna de París, Louise Michel. Después de triunfo de la Revolución, involucrada en los trabajos de la FMC, Charito no se cansaba de evocar las luchas obreras de antaño y, en particular, las del Sindicato de la Aguja, en defensa del «derecho a la silla» para las dependientas del comercio. Por lo demás, leal a sus amigos, Rubén no olvida a los contertulios de antaño, los poetas Andrés Núñez Olano y el narrador Enrique Serpa. Mucho menos lo hizo con José Manuel Acosta, pionero de la fotografía cubana, y su esposa Esperanza Sánchez, quienes le brindaron decisivo apoyo en su temporada en Nueva York, antesala del viaje a la URSS.
La capacidad aglutinadora y el liderazgo natural de Rubén se volcaron hacia el empeño por construir el país soñado. Perteneció a la generación de la primera vanguardia, caracterizada por colocar al intelectual en lugar visible y eficaz en la sociedad cubana, reacción radical ante el repliegue de sus predecesores, decepcionados por la frustrante intervención norteamericana en la Isla.
Rubén empezó por aglutinar a los soñadores en las tertulias del café Martí, antecedentes del grupo minorista. Entró en la lucha cívica con la Protesta de los Trece. Se vinculó con el Movimiento de Veteranos y Patriotas. Emprendió con José Antonio Fernández de Castro la ingenua aventura floridana con el propósito de hacerse piloto y promover un alzamiento contra los desafueros de Alfredo Zayas. Fue abogado de Mella y encaró con audacia suicida al dictador Machado. Entonces, se entregó a la causa del proletariado.
Padeció el reproche mezquino por parte de algunos camaradas. Clandestino, con pasaporte falso, regresó a Cuba con la sombra de la muerte acechante. Pensador lúcido, sabía que la transformación de la sociedad era el camino para el verdadero crecimiento ético del ser humano y que esa batalla la librarían, inevitablemente, hombres y mujeres imperfectos, lastrados, por el egoísmo y el afán de lucro inspirados por el capitalismo. Comprendió también que la condición neocolonial de nuestros países propiciaba diseñar un programa revolucionario propio. Añoraba retomar el contacto directo con las masas desde el corazón de los sindicatos obreros. Gravemente enfermo, no pudo hacerlo. Apenas alcanzó a ver a su hija. Simbólicamente, su última aparición pública se produjo con motivo del regreso de las cenizas de Mella. Devorado por la tisis, ya su voz no se escuchaba. A veces, el gesto importa más que la palabra.
En octubre conmemoramos el gesto emancipador de La Demajagua y la jornada de la cultura cubana. Antes de los festejos, se impone el recogimiento y la evocación de un largo proceso. La historia de nuestra cultura demuestra que hay que soñar en grande para construir la nación. Así fue con Varela y Heredia. Siguió ocurriendo con las generaciones sucesivas. Durante la república maltrecha, Rubén juntó en un mismo haz, visión profética, realismo, poesía y amor, pilares de resistencia y siembra de futuro.
(Tomado de Juventud Rebelde)

sábado, 20 de junio de 2015

Ante la tumba de Máximo Gómez

Por: René González Barrios

maximo gomez baez
Máximo Gómez Báez (18 de noviembre de 1836 – 17 de junio de 1905) fue uno de los principales oficiales del Ejército Libertador cubano durante la Guerra de los Diez Años y el General en Jefe de las tropas revolucionarias en la Guerra del 95. Este 17 de junio, en el aniversario 110 de su muerte, se le rindió homenaje ante su tumba, en el Cementerio de Colón, de La Habana. Estas fueron las palabras del Presidente del Instituto de Historia de Cuba, René González Barrios.
Con respeto sagrado, y admiración profunda, rendimos tributo a la memoria de uno de los próceres más relevantes de la historia americana, a una de las vidas más transparentes, lúcidas y virtuosas, que brotara de las entrañas de la noble Quisqueya, y que esta, bondadosa, ofreciera como ofrenda de hermandad a su vecina Cuba.
Hace 110 años el pueblo habanero despidió, anegado en lágrimas, al hombre símbolo que servía de escudo, bandera, e inspiración, a todos los cubanos, fallecido un día como hoy. El generalísimo Máximo Gómez Báez encarnaba la Patria, y en su cuerpo delgado, músculo todo de cubanía y patriotismo, veían sus contemporáneos el rostro múltiple del martirologio cubano, al hombre que compartió glorias y sinsabores con todos los grandes: Céspedes, Aguilera, Agramonte, Vicente, Calixto, Maceo y Martí. Él los resumía.
Las honras fúnebres para despedir al ser amado, fue la ceremonia luctuosa más imponente que conociera la isla hasta entonces. Gómez dejaba su impronta de paz, mesura y cordura política, y a la vez, un inmenso vacío: marchaba el consejero exacto de nuestros destinos, y la más profunda y auscultadora mirada de nuestra realidad.
Pocos conocieron como él la psicología y cultura de nuestro pueblo, pensaron en el futuro de la Patria, y alertaron sobre la necesidad de la unidad, y la educación, como armas para enfrentar el ingerencismo y las ambiciones expansionistas del gobierno de Estados Unidos sobre la Isla. Al respecto, el 8 de mayo de 1901 reflexionaba al patriota puertorriqueño Sotero Figueroa:
“El triste pasado ya lo conocemos, y en el presente abierto tenemos el libro de nuestras tristezas para leerlo. Lo que tenemos que estudiar con profundísima atención, es la manera de salvar lo mucho que aún nos queda de la Revolución redentora, su Historia y su Bandera.
“De no hacerlo así, llegará un día en que perdido hasta el idioma, nuestros hijos, sin que se les pueda culpar, apenas leerán algún viejo pergamino que les caiga a la mano, en el que se relaten las proezas de las pasadas generaciones, y esas, de seguro les han de inspirar poco interés, sugestionados como han de sentirse por el espíritu yankee”.
Más que una alerta, parecería una profecía, escrita para los cubanos de todos los tiempos.
Tuvo el Mayor General Máximo Gómez Báez, el indiscutible don del magnetismo. Su mística figura resaltaba por su educación, austeridad, sencillez y modestia. En la guerra, fue impetuoso y temerario. En la paz, un humilde trabajador agrícola que con sus propias manos sacaba a la tierra el fruto de la vida para el sustento de su prole.
Como jefe, despertó entre sus contemporáneos, opiniones diversas. Idolatrado, admirado, respetado y querido, era a la vez temido. Aquel veterano y excepcional militar que confesara que en la vida no había “…odiado más que una cosa: la Guerra…”, fue rara simbiosis: un tierno corazón cubierto en delicada coraza de acero. La impactante figura del hermético general se transformaba en colosal ternura, ante la presencia de niños y mujeres. Quizás por su delicadeza de espíritu, a lo largo de las contiendas independentistas, se hizo acompañar siempre por poetas.
Uno de ellos, el puertorriqueño Francisco Gonzalo Marín, su ayudante, presenció el bochornoso incidente en que un miembro del Consejo de Gobierno ofendiera a Gómez tildándolo de extranjero. Bajo un árbol, instantes después, escribió el sentido poema “En días aciagos”.
Tiene de Hidalgo el ímpetu divino,
del noble Sucre el idealismo ciego,
la egregia estirpe del titán andino
y la serena intrepidez de Riego.

De su vida en el épico destino
Belona misma, con buril de fuego,
le marcó con la fé de un girondino
y la bravura heráldica de un griego.

La Gloria es un poema de dolores
en que la Ingratitud, genio atrevido,
escupe manchas y se lleva flores…

¡Nada le importe a quien la Gloria ha ungido,
que siempre a los que fueron redentores
les escupió la frente un redimido!

Llamado por la tropa “el chino”, “el viejo”, “el prieto”, o “el Generalísimo”, aquel hombre, “…aproximación de Don Quijote…” como el mismo se hiciese llamar en una ocasión, llevaba consigo un arma singular que ordenaba con silenciosa precisión: su mirada.
Sus pequeños y vivaces ojos producían centellantes llamaradas de fuego, muchas veces irresistibles para quienes sintieron su peso abrumador. Un simple gesto con ellos, un guiño, un parpadeo, eran expresiones extraverbales, bien identificadas por los hombres de su Estado Mayor. Su mirada, ordenaba silenciosa. Era un fulgurante rayo de fuego que según las circunstancias, alumbraba esplendorosamente o quemaba. Historiadores y contemporáneos, dejaron constancia de ello.
Su joven ayudante de la guerra del 95, Comandante Miguel Varona Guerrero, apuntaba que aquel hombre ejemplar, enemigo de la ostentación y la espectacularidad, “…siempre buscó la verdadera jerarquía humana en el fondo del alma de los individuos a quienes trataba…”
Genio mortal, duro en la batalla, llenó de amor filiar su hogar, con toda la ternura de su abrasadora mirada. Aquellos pequeños y achinados ojos tuvieron el privilegio de una visión intensa de un mundo complejo y cambiante. Vieron mucho. Cruzaron relampagueantes destellos con gigantes de Cuba y América, con hombres de pueblo de toda la amplia gama del espectro social y escudriñaron en lo más hondo de las entrañas del pueblo cubano, su psicología y esencia misma.
Los tiempos que corren nos exigen volver a Gómez; al político, al humanista, al educador, al intelectual, al hombre ético de vida ejemplar. El estudio de su obra, debería convertirse en un referente de obligatoria consulta para la defensa de nuestra soberanía y proyecto de nación. En el altar de la Patria, está él, incansable, como faro y guía de la más pura y noble Cubanía.

sábado, 23 de mayo de 2015

José Martí: De La Playita a Dos Ríos

Por: Luis Toledo Sande

Esta plumilla de Miguel Alexis Machado Valdés (1977-2003) recuerda la profecía de Martí en carta en versos a su amigo uruguayo Enrique Estrázulas: “¡Que ya verán mi cabeza/ Por sobre mi sepultura!”
Esta plumilla de Miguel Alexis Machado Valdés (1977-2003) recuerda la profecía de Martí en carta en versos a su amigo uruguayo Enrique Estrázulas: “¡Que ya verán mi cabeza/ Por sobre mi sepultura!”
…y a la vida futura con permanente utilidad de la virtud
El 25 de marzo de 1895, “en vísperas de un largo viaje”, como escribió desde Montecristi a la madre, José Martí se sabía “en el pórtico de un gran deber”. Lo expresó en otra de sus despedidas escritas ese día, la dirigida al dominicano Federico Henríquez y Carvajal, a quien le dijo: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”. Hacía todo para ocupar su sitio en la contienda, que había estallado el 24 de febrero de acuerdo con el plan que él decisivamente contribuyó a trazar como fundador y guía, Delegado, del Partido Revolucionario Cubano.
En la misma carta alude a criterios —no necesariamente nacidos todos de iguales intenciones— sobre si debía incorporarse a la gesta o permanecer en el exterior; pero él no duda: “Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Nada de vocación suicida, como algunos han conjeturado, ni concesión a quienes intentaran acusarlo de rehuir el peligro.
De lleno en el cumplimiento del deber, no tenía que responder a murmuraciones. Lo henchía un altísimo sentido de la responsabilidad y, por tanto, de los cuidados que sabía ineludibles para que la guerra fuera eficiente no solo en la táctica. Era vital que también lo fuese en los principios y las virtudes indispensables para que la república mereciera los sacrificios que costaría fundarla.
Poner la patria por encima de la vida propia no significaba renunciar inútilmente a vivir. Aunque, “hasta muertos, dan ciertos hombres luz de aurora” —como sostuvo a propósito de Sebastián Lerdo de Tejada—, se es especialmente útil estando vivo, y cuando era niño juró “lavar con su vida el crimen” de la esclavitud, no “con su muerte”, como a veces se ha citado erróneamente. Morir sería, en todo caso, una contingencia más de la lucha, y no la temía, ni la buscaba. Por más que hasta filosóficamente el final de la existencia física le fuera familiar, en 1879, en las honras fúnebres al poeta Alfredo Torroella, terminó exclamando: “¡Muerte, muerte generosa, muerte amiga! ¡ay! ¡nunca vengas!”

Pensar en la patria

Tampoco procuraba imponerse autoritariamente para hacer valer su voluntad, que por ese camino, aun siendo la mejor del mundo, encallaría en formas del egoísmo: “Quien piensa en sí, no ama a la patria; y está el mal de los pueblos, por más que a veces se lo disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes pone al curso natural de los sucesos”. Ejemplo de voluntad activa y sacrificio propio, no de voluntarismo autoritario, el 20 de octubre de 1884 le escribió a Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.
Si la patria le imponía, contra su más firme deseo, alejarse de la lucha armada, él acataría la decisión. De su actitud dio muestras desde que fundó el mencionado Partido, organización política entre cuyos fines sobresalía impedir, desde los preparativos de la nueva gesta, la prosperidad del caudillismo que se entronizó en otras tierras de América y en la misma Cuba contribuyó al fracaso de la Guerra de los Diez Años. A Henríquez y Carvajal le dijo: “De mí espere la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”.
Como no apuesta a morir, le expresó al mismo amigo: “Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas”, y como la patria no es cuestión de títulos personales, por muy grandes virtudes que se tengan, en la citada carta a Gómez planteó: “La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia”.
Su aspiración de servicio no solo a Cuba, sino a nuestra América toda, y al mundo, debía encarar desafíos tremendos: de fuera, en primer lugar, las voraces ambiciones de la nación imperialista que crecía en el Norte; de dentro, obstáculos varios, entre ellos los intereses de los poderosos. Estos, que, salvo honrosas excepciones, preferían tener un amo extranjero, yanqui o español, que les premiara sus servicios lacayunos, negaban su apoyo a la independencia y procurarían someter a sus compatriotas pobres empleando recursos similares a los implantados por la metrópoli colonial.
Valoraba esos males cuando en las Bases del Partido escribió que el objetivo cardinal de la organización era “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
Con motivo del aniversario 120 de su muerte, a esos peligros y a otros —vistos en relación con la actitud y las ideas de Martí para conjurarlos—, Bohemia ha venido publicando en lo que va de año textos sobre el tramo final de la vida del héroe. Este artículo se ciñe a su decisión de llegar a Cuba, y permanecer en ella, para contribuir a darle a la guerra una institucionalización que la hiciera fuerte y lo más breve posible. En esto lo guiaban su perspectiva humanitaria y el afán de no dar tiempo a que los Estados Unidos pusieran en práctica las maquinaciones orquestadas por sus gobernantes para apoderarse de Cuba.
Había protagonizado una ingente campaña unitaria para lograr una guerra emancipadora a la altura de los tiempos y de los peligros que urgía enfrentar, y sabía que debía estar en el campo de operaciones para cuidarla. Si a inicios de 1895 pudo ya salir de Nueva York e iniciar un intenso periplo rumbo a Cuba, no lo interrumpiría a mitad del camino para regresar al sitio donde las circunstancias lo habían obligado a permanecer.

Hacia la plenitud

“Todo me ata a New York, por lo menos durante algunos años de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno”, le confesó a Manuel Mercado en carta del 22 de abril de 1886. Desde allí debía desplegar entonces la conspiración y la organización revolucionarias. En 1895, otros —como el propio Gómez, deseoso de cuidar la vida de quien había logrado lo que nadie en la unidad de las fuerzas patrióticas—, podían creer que él no debía participar en la guerra; pero no podrían impedírselo.
Para cumplir su propósito se valió incluso de una falsa información difundida en The New York Herald, y de la cual el 9 de marzo se hizo eco el periódico dominicano Listín Diario: Gómez y Martí se hallaban en Montecristi, pero esos diarios propalaron que ya estaban en Cuba. Martí —ha escrito el investigador Ibrahim Hidalgo Paz— valoró “la repercusión que tendría esta noticia”, y “con fuerza irrebatible” argumentó “que su presencia en el campo insurrecto” era “una necesidad política, razonamiento que sus futuros compañeros de expedición se vieron obligados a aceptar”.
Sus cartas del 25 se basaban, pues, en esa decisión, que en la noche del 11 de abril de 1895, después de una travesía llena de peligros, le permitió desembarcar junto a Gómez y otros compañeros expedicionarios —Paquito Borrero, Ángel Guerra, César Salas y Marcos del Rosario—, por “La Playita, al pie de Cajobabo”. Así lo anotó en su Diario de campaña, empleando el nombre con que hoy los pobladores de la zona siguen identificando aquel paraje; y en el mismo Diario testimonió el significado que para él tuvo el desembarco: “Dicha grande”.
Desde ese momento, y hasta su caída en Dos Ríos el 19 de mayo, vivió lo que tuvo por más venturoso de su existencia: “Es muy grande, Carmita, mi felicidad, sin ilusión alguna de mis sentidos, ni pensamiento excesivo en mí propio, ni alegría egoísta y pueril”, le escribió el 16 de abril a Carmen Miyares, para añadir: “Solo la luz es comparable a mi felicidad”.
Tal sentimiento de plenitud se explica en carta de entre el 15 y el mismo 16 de abril a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, sus colaboradores en la emigración: “Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado, y arrastrando la cadena de mi patria, toda mi vida. La divina claridad del alma aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar explican la constancia y el júbilo con que los hombres se ofrecen al sacrificio”.
El 18 de mayo, en su carta póstuma a Manuel Mercado, con términos que precisan aún más lo escrito a Henríquez y Carvajal, expresó que disfrutaba la satisfacción de estar “todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
Trasmitía su felicidad a los combatientes que lo oían hablar y lo veían marchar por las montañas con una resistencia que asombró al curtido general Gómez. También conversaba con los niños de la zona. Algunos de ellos, ancianos ya, lo testimoniaron en un libro entrañable: Martí a flor de labios, de Froilán Escobar. Uno, ciego desde años antes de ser entrevistado, declaró que él quería a sus ojos, porque habían visto a Martí. Lo vieron en la plenitud de su personalidad, que le permitía disfrutar la hermosura del paisaje, como se aprecia en esa página de su Diario en la cual plasmó la impresión de su alma estética ante la naturaleza de la patria: “La noche bella no deja dormir”.
Todo le daba fuerzas para encarar los desafíos que la revolución debía vencer, entre ellos las trabas de las contradicciones militarismo-civilismo heredadas de la Guerra de los Diez Años y de la Asamblea de Guáimaro. Esta, en 1869, abonó una civilidad que era indispensable asumir y desarrollar, sin poner estorbos innecesarios a la eficacia de las armas. No es casual que para proclamar la creación del Partido, en 1892, Martí escogiera el 10 de abril, fecha que rendía homenaje y superación a la imperfecta pero fundadora Asamblea, cuna de la Cuba republicana.
Nota de Martí para Máximo Gómez del 18 de mayo de 1895. Tal vez su último texto escrito.
Nota de Martí para Máximo Gómez del 18 de mayo de 1895. Tal vez su último texto escrito.

Vórtice fundacional

La primera tarea que Martí se planteó en campaña fue precisamente lograr la asamblea que crease la nueva República en Armas, contra la cual operaban prejuicios que venían de aquellas contradicciones. El 5 de mayo tuvo una fuerte evidencia de esa realidad: la tesitura de Antonio Maceo en La Mejorana. Sobre esa entrevista se han hecho especulaciones de todo tipo, aunque lo fundamental está plasmado en los diarios de campaña de Gómez y del propio Martí, y en las cartas escritas por este último a raíz de los hechos.
En esas páginas están claramente expresadas la admiración de Martí por Maceo y la discrepancia del héroe de Baraguá con el plan concebido por aquel. La envergadura de la divergencia, y el peso de un héroe como Maceo, le confirmaron a Martí la importancia de cuidar hasta el último detalle la campaña que él —así lo expresó en carta del 13 de noviembre de 1884 a Mercado— había preparado “como una obra de arte”. Ya en el terreno de operaciones ratificó, firme, que solo la asamblea constituyente tendría autoridad para decidir si él debía estar dentro o fuera de Cuba.
Lo más probable era que, limpiamente orientada y ordenada con toda la seriedad que se requería, y con Martí presente, la asamblea no confiara la dirección de la República a otro que a él, a quien las tropas mambisas llamaban el presidente. Sabía, incluso por reacciones del propio Gómez, que ese título suscitaba prejuicios, y expresó que lo rechazaba, porque no estaría bien ni en él ni en nadie. Pero no rechazaba de antemano una misión, y era capaz de crear nuevos títulos para una revolución nueva. Lo había demostrado cuando, para el mayor cargo en el Partido, que se le confió a él, escogió un título humilde y democrático: Delegado.
Con admiración, en la semblanza que el 23 de agosto de 1893 le dedicó a Gómez enPatria, narró que para entregarle al general el cargo de jefe del ramo de la guerra en el Partido —merecido rango para el cual había sido electo por votación entre relevantes veteranos mambises: lo más democrático en los preparativos de una guerra—, había ido a verlo “junto a su arado”. Y recordó evidencias de la humildad del hogar de Gómez, de su familia, y de su identificación con los pobres: “Para estos trabajo yo”, sostuvo el viejo combatiente frente a un “gentío descalzo”, y él lo citó en la semblanza.
Martí representaba una guerra de carácter popular, y ese mismo carácter esperaba del ejército de patriotas que la librarían. No le era indiferente ningún detalle, como que un héroe —ni siquiera alguien a quien admiraba por ser tan extraordinario, corajudo y fiel a la patria como Antonio Maceo— tuviera en campaña una silla de montar adornada con estrellas de plata.
Quien echaba su suerte “con los pobres de la tierra”, concibió métodos organizativos en función de los cuales escribió páginas como la circular fechada el 26 de abril: “Los poderes creados por el Partido Revolucionario Cubano, al entrar este en las condiciones más vastas y distintas en que le pone la guerra en el país, deben acudir al país y demandarle, como lo hace, que dé al gobierno que lo ha de regir formas adecuadas a las nuevas condiciones”.
Para ello, añadió, el Partido acudía “a todo el pueblo cubano revolucionario visible, y con derecho a elección”, que en las circunstancias de la guerra era “el pueblo alzado en armas, y a cada comarca de él pide un representante, para que reunidos, sin pérdidas de tiempo, los de las comarcas todas acuerden la forma hábil y solemne de gobierno que en sus actuales condiciones debe darse la revolución”.
Buscaba una solución política superior: no lo que podría entenderse como un “gobierno civil”, ni concesiones al militarismo. Lo ratificó en La Mejorana: “Insisto en deponerme”, no ante ninguna voluntad o capricho individual, sino “ante los representantes que se reúnan a elegir gobierno”. Procuraba cerrar puertas al caudillismo; pero las sicologías individuales, trenzadas con el peso de las jerarquías, aun bien ganadas, suelen generar complicaciones.
En carta del 30 de abril escribió: en Gómez “ha ido cuajando el pensamiento natural, que es el de reunir representantes de todas las masas cubanas alzadas, para que ellos sin considerarse totales y definitivos, ni cerrar el paso a los que han de venir, den a la revolución formas breves y solemnes de república y viables, por no salirse de la realidad, y contener a un tiempo la actual y la venidera”. Pero, en La Mejorana, Maceo declaró no querer “que cada jefe de operaciones” mandara “el suyo, nacido de su fuerza: él mandará los cuatro de Oriente: ‘dentro de 15 días estarán con Vds.—y serán gentes que no me las pueda enredar allá el doctor Martí’”.

Raíz y permanencia

La discrepancia es clara, pero —fuera de ciertos textos— una revolución verdadera no se hace sin desavenencias; y Martí no transigía en lo que entendía vital: “Mantengo, rudo: el Ejército, libre,—y el país, como país y con toda su dignidad representado”, porque “la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército”, no debían quedar “como secretaría del ejército”.
En esas miras debe situarse lo que el 18 de mayo le escribe a Mercado: “seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
Además de echar abajo desde la raíz ciertas conjeturas, de entonces y posteriores, según las cuales se preparaba para salir del país, esa declaración se corresponde con lo fundamental: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,—la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios”.
Antes que su propia autoridad, estaba para él la necesidad de que la patria contara con una estructura de poder válida para librarla de caudillismos y otras aberraciones. A Mercado le dice: “Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen. Me conoce. En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución”.
Los años de la incansable y ejemplar faena que lo llevaron a dirigir a sus compatriotas, no lo hacían creerse con derechos especiales para imponer su voluntad, aunque supiera que en ella estaba el mejor camino para la patria. El 14 de mayo, afanado en lograr la celebración de la asamblea, escribió en su Diario: “Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo”.
Táctica, ética y estrategia lo afirmaban en un juicio que había expresado en Patria el 3 de abril de 1892, en vísperas de la fundación del Partido Revolucionario Cubano: “Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere”. No bastaba que las ideas valieran: era necesario que las abrazara el pueblo. Por eso no cejó ni en su prédica para abonar las ideas emancipadoras, ni en la búsqueda de estructuras y formas de dirección que las sustentaran.
Sabía que en ese camino estaban la fuerza de la revolución, y de su propio pensamiento. No actuaba por demagogia oportunista, y sometió a prueba tanto sus criterios como la consistencia del proyecto que tanto esfuerzo le había costado poner en marcha. Firme y optimista, escribió en su última carta a Mercado con respecto a su voluntad de deponer ante la asamblea, sin temer a los riesgos, la autoridad que había ganado: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Deponer la autoridad no significaba abandonar la lucha ni ceder irresponsablemente el terreno que él debía cubrir. Solo la muerte lo sacó de la lucha; y desde el mismo día de esa tragedia —tan costosa para la patria, pero de la cual emergió él lleno de luz— no ha cesado de cumplirse su profecía: su pensamiento, lejos de desaparecer, ha seguido ganando en el valor de su claridad, y de su ejemplo, refrendado con cada acto de su vida. Si Maquiavelo, interpretando la política al uso, afirmó que el príncipe tiene el corazón en los labios, Martí demostró vivir con los labios en el corazón.
De la serie Imágenes en el tiempo, de Agustín Bejerano (1964). Col. de Araceli García-Carranza.
De la serie Imágenes en el tiempo, de Agustín Bejerano (1964). Col. de Araceli García-Carranza.
(Publicado en el número del 15 de mayo de 2015 de la revista Bohemia).

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