No puedo evitar que los rastros de un viaje aventurero hace ya tiempo por el Asia Central se materialicen en la memoria cuando a menudo escucho, leo y veo las noticias sobre un país distante, Afganistán, convertido en el escenario bélico donde se hace realidad la tesis aquella del choque de las civilizaciones.
Treinta y cinco años atrás, esas tierras agrestes eran meras menciones en los libros de historia, la frontera de la Europa imperial tanto por el oriente como por el occidente. En su recorrido conquistador hacia el este, Alejandro Magno y sus ejércitos de griegos y de cuantas nacionalidades había avasallado retornaron desde allí al Mediterráneo. El empuje colonizador británico, que como una tromba avanzaba desde la península malaya y el subcontinente indio, perdió brío apenas traspuso el Paso Khyber, en la frontera afgana-paquistaní. Acomodado en la vastedad asiática, Afganistán dormitaba en su independencia ancestral en medio de la Guerra Fría hasta la invasión soviética en 1979.
Derrotado otro ejército invasor esta vez con la ayuda norteamericana, los talibanes implantaron un régimen teocrático. Al abrigo del islamismo más radical se enraizó allí Al Qaeda y se fraguó el atentado a las torres gemelas de Nueva York. Los antiguos aliados se convirtieron en enemigos y los enemigos en amigos. Curiosamente, el conflicto soterrado entre las dos grandes ideologías cedió el paso a otro con ramificaciones tanto o más complejas y profundas: el Occidente versus el fundamentalismo islámico. Rusia y Estados Unidos son aliados en una guerra que se libra en Afganistán, pero en la que todo el mundo es campo de batalla como ha quedado evidenciado tras atentados terroristas en Moscú, Nueva York, París, Londres, Madrid, Bali, Yemén y tantos otros puntos repartidos por el globo.
Cuando traspuse la frontera en autobús público desde Meshad, en el nordeste de Irán, hasta Herat, estaba lejos de sospechar que poco tiempo después la violencia se abatiría con furor por todo el territorio afgano hasta estos días. Había obtenido el visado de rigor en Teherán y recuerdo que el puesto fronterizo no era más que una caseta desvencijada. Al llegar poco después del mediodía, todos los pasajeros hubimos de esperar que los agentes de migración terminaran de zamparse unos trocitos de cordero que como islotes flotantes se asomaban en un caldo incoloro. A media tarde estábamos en la principal ciudad del occidente afgano, desprovista casi por completo de automotores. Las calles eran ocupadas mayormente por carromatos tirados por caballos enjaezados con cordeles de colores subidos. Era pleno verano y el calor se combatía con las sandías jugosas y de rojo encendido que eran vendidas por todos lados. El mejor hotel del pueblo no pasaba de un dormitorio común y corriente, pero en sintonía con la estrechez financiera de estudiante trotamundos, a merced de cualquier medio de transporte colectivo y albergue en la ruta terrestre de Londres a Delhi, desde la metrópolis hasta la otrora capital colonial.
Mi primer choque frontal con una realidad cultural diferente ocurrió cuando fui a un banco a cambiar dólares por moneda local. No me sorprendió la sencillez de la casa del capitalismo sino la cajera, enfundada en un burka que la cubría por completo salvo por una rejilla al nivel de los ojos y por donde escapaban las miradas y las pocas palabras del inglés indispensable. Sería la mujer quien sufriría toda la severidad de los talibanes, condenada a las cuatro paredes de la casa como único lugar aceptable para el sexo femenino. El burka se convirtió en traje obligatorio en los lugares públicos y se excluyó a las mujeres de la escuela, universidad y del ejercicio de casi todas las profesiones.
Afganistán era y es una sociedad tribal, con la mayoría pastún en el tope de la escala social. El pastoreo constituía entonces una de las principales actividades económicas. En mi viaje, los rebaños de cabras y ovejas guardados por pastores solitarios o varios jóvenes y hasta niños eran parte del paisaje, un cuadro de arena, vegetación escasa, colinas de piedra y un sol que se negaba a dar sombra porque parecía que desde el amanecer estaba en el cénit. Las comidas eran un ejercicio de sobriedad, casi siempre limitadas a un shish kebab montado sobre arroz amarillo y acompañado de pan ázimo, delgado y marcado por las piedras sobre las cuales lo cocían. Uno de estos hornos operaba en una acera, e iluminaba con su fuego cautivo el pedazo de noche a su alrededor.
Los afganos que veía eran taciturnos, como si estuviesen siempre cansados. Se diferenciaban poco, o por lo menos eso pensaba, enfundados en un chaleco sobre un camisón que caía sobre unos pantalones bombachas. El turbante ancho remataba el atuendo y empequeñecía la barba infaltable. En mis apuntes de ese viaje leo que la costumbre era comprar la esposa y que para reunir la suma requerida se precisaba trabajar y ahorrar por lo menos 15 años, dado lo bajo del salario. Que a la larga jornada de trabajo en el campo seguía, como descanso, una pipa cargada de hachís.
Los 1050 kilómetros de Herat a Kabul, la capital, fueron toda una experiencia, desde la compra del boleto hasta el autobús en sí, una máquina que nunca vio tiempos buenos, calurosa y con asientos solo aptos para traseros bien provistos. La hora de partida estaba prevista para que la mayor parte del trayecto se recorriese de noche y no bajo el sol inclemente. La carretera, aún la única que podría llamarse como tal, forma un semicírculo, con Kandahar a mitad de camino, y así evita el corazón del desierto y las escarpadas montañas del centro. Me intrigó que el autobús se detuviese al borde de la vía de doble sentido sin una razón aparente. Habíamos solo dos extranjeros, los únicos que al caer la tarde y durante aquella parada del autobús en el medio de la nada no nos postramos en la arena con el rostro hacia Meca para cumplir con el ritual musulmán de oraciones. Casi todos llevaban una pequeña alfombra, algo común en los musulmanes cuando viajan como ya había comprobado en un tren en Turquía.
Excepto por señas, no había manera de entenderse con el resto de los pasajeros. No que hicieran falta palabras para saber el uso de una especie de bacín que se pasaba de mano en mano para depositar la saliva en exceso generada por un vegetal que la mayoría masticaba. Posteriormente supe que se llamaba "nasuar" y que servía como estimulante. Debió el chofer haber hecho un uso intenso del mismo porque solo él estuvo al frente del volante durante todo el trayecto.
Originalmente y gracias al ingenio de los afganos, la importante vía de comunicación fue construida en partes iguales por los soviéticos y los norteamericanos, empeñados en ganar influencia en un país cuya importancia geopolítica data desde la época en que era paso obligado en la ruta de la seda. He visto innúmeras veces esa misma carretera en las noticias, transitada por equipo bélico pesado, blindados y transportes. Parte de la misma estuvo vedada a las tropas foráneas por el peligro de ataques enemigos. Aún hoy en día hay secciones especialmente peligrosas por los explosivos detonados por control remoto al paso de los vehículos militares. Con frecuencia son atacados los tanqueros cargados de combustible para suplir las tropas y la población civil.
A Kandahar llegamos ya entrada la noche. Cabecera de la provincia del mismo nombre, es junto a Helmand uno de los territorios más hostiles para las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que mayormente se nutre de efectivos norteamericanos. Las bombas terroristas abundan y a pesar de las continuas ofensivas, los talibanes regresan y recuperan el terreno perdido sin presentar batallas abiertas en las que indiscutiblemente serían arrollados por el poderío bélico y superioridad en armamentos de los soldados extranjeros, que cada vez se apoyan más en el ejército regular afgano al que han formado a imagen y semejanza.
Era otro Kandahar el de entonces y la escasa vida nocturna se desarrollaba alrededor de donde se detuvo el autobús para darnos tiempo a cenar. Había allí varias casas de té y lugares donde podía comprarse el ubicuo shish kebab. También un mercado, ya cerrado pero aún con algunos locales iluminados. Caminé por los alredores cuidando de no extraviarme y perder el automotor donde estaba mi reducido equipaje.
Al amanecer llegamos a Kabul. Kilómetros antes me había despertado la animación que se vivía en los alrededores y el ruido del tránsito. Con el cuerpo molido me decidí a buscar el alojamiento que aconsejaba mi guía estudiantil de viaje, que resultó ser una especie de comuna compartida por unos cuantos jipis norteamericanos y unos pocos europeos aventureros. Los huéspedes estábamos repartidos en una casona antigua y un par de bungalós con un patio en el centro como lugar de reunión. El comedor, sin sillas ni mesas, consistía en un salón que daba también a ese patio, cubierto el suelo con una alfombra y almohadones sobre los que nos echábamos. El menú consistía siempre en té, una pizza vegetal y, ¿cómo podía faltar?, shish kebab de cordero. En las noches refrescaba, y si alguien quería bañarse debía avisar previamente al camarero, cocinero, conserje y todólogo, un afgano siempre dispuesto, quien encendía entonces unos leños para calentar el tanque de agua que alimentaba la ducha.
El atractivo de Kabul para la horda de jipis y aventureros estaba en las drogas, sobre todo el hachís cuyo consumo formaba parte de la cultura local. Ejemplo era una pareja con la que compartía el hotel y que había venido desde Alemania en una destartalada furgoneta Volkswagen. A prima noche lucían como dos zombis, con los ojos vidriosos, la mirada perdida e incapaces de articular palabras. Y así durante los cinco días que permanecí en la capital afgana, uno para recoger la visa india y el resto porque era la fiesta nacional y la frontera cerraba por las celebraciones.
Desde mi visita hasta el presente, Afganistán no ha conocido la paz. Cruzar el país de este a oeste como lo hice, es ahora un imposible, sobre todo para un extranjero. La embajada norteamericana, a cuyo centro de información iba a diario a leer los periódicos, la veo en las fílmicas convertida en un objetivo militar e imagino que las medidas de seguridad contrastan con las facilidades de aquella época, sin patrullas militares en las calles, jipis en sandalias merodeando por el mercado y la posibilidad de tomar el té en cualquier lado. Mis recuerdos serán parte de un equipaje que probablemente nunca más viajará en un Afganistán libre de violencia.
Por Anibal de Castro,DL-
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