EN EL 103 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO
PRESENTAMOS A CONTINUACIÓN EL PRIMER CAPITULO DE SU LIBRO "CRISIS
DE LA DEMOCRACIA DE AMÉRICA EN
LA REPÚBLICA DOMINICANA" (1964)
CAPITULO PRIMERO : A LA MUERTE DEL
TIRANO
A mediodía del
31 de mayo de 1961 estaba en San Isidro del Coronado, en las afueras de San
José de Costa Rica, en el comedor del Instituto de Educación Política. Acababa
de comer y hablaba con uno de los profesores haciendo tiempo mientras llegaba
la hora de iniciar las clases de la tarde, cuando llegó un tropel de
estudiantes —a la cabeza de ellos un dominicano apellidado Llauger Medina—
gritando que habían muerto a Trujillo. Minutos después me comunicaban de la
oficina que el Embajador de Honduras en Costa Rica quería hablarme por
teléfono. Era para confirmarme la noticia.
Esa misma tarde,
mientras los muchachos del Instituto desfilaban con banderas y cartelones por
las calles de San José y organizaban un mitin en el Parque Central —en el cual hablamos
uno de los estudiantes, José Figueres y yo—, desde la casa de don José Figueres
hablé por teléfono con Ángel Miolán, que se hallaba en Caracas, y le pedí que
se trasladara a San José cuanto antes y que convocara a la capital de Costa Rica
a todos los representantes del Partido Revolucionario Dominicano que estuvieran
en capacidad de viajar.
El partido se
había organizado desde 1939 en secciones, una por cada lugar donde hubiera
afiliados suficientes; cada sección estaba compuesta por los afiliados de ese
lugar y era dirigida por un comité seccional, pero todas las secciones se hallaban
bajo la dirección superior del Comité Político. En el momento de la muerte de
Trujillo, yo presidía el Comité Político y Ángel Miolán era el secretario
general. Miolán se movilizó sin perder
un minuto, se puso en contacto telefónico con varias seccionales y salió hacia
Costa Rica vía Panamá. En Panamá, la oficina de la compañía aérea le comunicó
que había órdenes de no vender pasajes a los dominicanos que pretendieran
viajar por el Caribe hasta tanto no se aclarara la situación que se había
producido en Santo Domingo con motivo de la muerte de Trujillo. Miolán pudo
averiguar que en las normas de la empresa la vía Panamá-Costa Rica no figuraba
dentro de la zona del Caribe sino en la de América Central, y logró que le
dieran paso hacia San José. Pero otros delegados seccionales no pudieron viajar
y sólo alcanzaron a hacerlo dos que tenían pasaportes norteamericanos: Ramón
Castillo, secretario de la seccional de Puerto Rico, y Nicolás Silfa, que tenía
igual cargo en la seccional de Nueva York.
Los obstáculos
para viajar impidieron, pues, que en San José de Costa Rica nos reuniéramos más
líderes del Partido Revolucionario Dominicano. Si no recuerdo mal, el 4 de
junio estábamos ya Miolán, Silfa, Castillo y yo discutiendo la salida de la
crisis que se le presentaba a nuestro país con la desaparición de Trujillo.
Desde el primer momento mi opinión fue que había llegado la hora de entrar en
el país, y a medida que fueron llegando los compañeros, hallaba que cada uno
tenía las mismas ideas. Todos estuvimos de acuerdo en que había llegado la
oportunidad de mover a las masas dominicanas hacia un destino mejor, y no
podíamos dejar pasar esa coyuntura.
Pero sucedía que
poco antes, el 19 de mayo, y allí mismo, en San José de Costa Rica, el Partido
había llegado a un acuerdo con Vanguardia Revolucionaria Dominicana para actuar
juntos en cualquiera acción llamada a liquidar la tiranía trujillista, y ese
acuerdo nos obligaba a consultar con la dirección de Vanguardia Revolucionaria
antes de dar un paso. Llamamos a Horacio Julio Ornes a San Juan de Puerto Rico.
Ornes no podía salir inmediatamente hacia San José debido a los obstáculos para
viajes de dominicanos que residieran en el Caribe, ya explicados, y eso nos
hizo perder tiempo; todavía perderíamos más, pues a su llegada a San José, Ornes
alegó que tenía que consultar con sus compañeros de Puerto Rico, y por último,
tras varias llamadas telefónicas a San Juan, concluyó en que su partido no
aprobaba el plan nuestro. Los líderes de Vanguardia Revolucionaria creían que
ir al país era traicionar la revolución.
En todas esas
actividades se perdieron ocho días; pero al fin, el 13 de junio cablegrafiamos
al doctor Joaquín Balaguer, Presidente de la República Dominicana, y al
Presidente de la Comisión de la Organización de Estados Americanos que se hallaba
en Santo Domingo, diciéndoles que si se daban garantías suficientes el Partido
Revolucionario Dominicano trasladaría su equipo dirigente a la República
Dominicana. Ambos contestaron inmediatamente; Balaguer, diciendo que daba garantías,
y el Presidente de la Delegación de la OEA informando que había hablado con
Balaguer, y que éste le había asegurado que el PRD tendría garantías para
actuar.
Desde luego, el
Gobierno dominicano no tenía otra salida. En el libro Trujillo: causas de una
tiranía sin ejemplo, cuya segunda edición estaba imprimiéndose en esos momentos
en Venezuela, yo decía textualmente las siguientes palabras (págs. 178-179):
“[...] debido a que Trujillo resumió en su persona todas las debilidades
históricas dominicanas, y debido a que sus condiciones personales fueron
decisivas en la creación y en el mantenimiento de esa vasta empresa llamada el
régimen trujillista, esa empresa depende vitalmente de la propia persona de
Trujillo. Tal dependencia es el punto débil de la tiranía, que no perdurará un
día más allá de aquel en que Rafael Leónidas Trujillo pierda el poder o dé la
vida.
Las
circunstancias históricas que lo produjeron a él como ser psicológico, militar,
político y económico, no se han reproducido ni se reproducirán en ninguno de
sus herederos; ninguno de ellos, por tanto, podrá actuar como él”.
La imposibilidad
de que la tiranía se mantuviera saltaba a la vista de cualquiera que hubiera
estudiado con seriedad las características del régimen. El 31 de mayo, en el
mitin que había tenido lugar en el Parque Central de San José de Costa Rica,
afirmé que en Santo Domingo no iba a repetirse el caso de Nicaragua, donde la
muerte del tirano no significó cambios sustanciales en el sistema porque los
hijos de Anastasio Somoza siguieron gobernando el país como si nada hubiera sucedido.
Por otra parte, presumía que Joaquín Balaguer iba a verse en una situación
difícil y sería forzado a presidir la liquidación del trujillismo. Yo había
estudiado despaciosamente el problema de las castas dominicanas y tenía la
convicción de que a la muerte de Trujillo se produciría en forma inevitable; la
agrupación de los de “primera” para luchar por el poder; y por la forma
retraída en que Balaguer se había comportado toda su vida frente a ese sector
social, entendía que él no estaría con ese grupo, al cual no pertenecía ni por nacimiento
ni por inclinación, pero al mismo tiempo, para no ofrecer flancos vulnerables a
los ataques de ese grupo, tendría que comenzar inmediatamente a desmovilizar la
maquinaria de la tiranía.
Esos
razonamientos se aplicaban a una persona que estaba jugando un papel de primera
fila en la crisis dominicana, no a la crisis en sí.
Al estudiar la
crisis con independencia de los factores humanos que podían ser determinantes,
encontraba que la crisis estaba en el choque de fuerzas nacionales e
internacionales, de las cuales las que tenían mayor poder entonces —al mediar
el mes de junio de 1961— eran las de tipo internacional; y esas fuerzas
obligaban a la totalidad del régimen dominicano —no sólo al Gobierno civil
encabezado por Balaguer sino también al poder militar encabezado por Ramfis
Trujillo— a ofrecer y mantener las garantías que pedíamos. Si esta suposición
era correcta —y los hechos demostraron que lo era—, el Gobierno dominicano no tenía
salida: estaba forzado a darle garantías al Partido Revolucionario Dominicano,
y con esas garantías el PRD movilizaría al Pueblo para llevarlo a conquistar su
libertad y a hacer su revolución.
En el orden
nacional, a la muerte de Trujillo no se advirtió movimiento alguno en el país.
Ramfis Trujillo, el hijo del tirano, que se hallaba en Europa cuando su padre
fue muerto a tiros en la Avenida George Washington de la capital dominicana,
voló a Santo Domingo y tomó el mando militar. Ya en el mando, se dedicó a
satisfacer apetitos de venganza mediante la cacería de los que habían
participado en la conjura que le costó la vida a su padre, y a ir sacando del
país la mayor cantidad posible de dólares. El país, mientras tanto, se hallaba
paralizado por una crisis económica aguda que tenía su origen primario en la
crisis económica norteamericana de 1957, pero que se había agravado en
territorio dominicano por dos razones: por el derroche de dinero que había
hecho Trujillo en edificaciones suntuosas, no reproductivas, para la Feria de la
Paz, y por las sanciones que se le habían impuesto a la República en la
Conferencia de Cancilleres de San José de Costa Rica celebrada en agosto de
1960.
A esa crisis
económica se había sumado la crisis política producida por la muerte del
tirano, y todo ello junto afectaba a las fuerzas armadas, base del poder de
Ramfis Trujillo. El heredero militar del régimen necesitaba una victoria
internacional que le permitiera ofrecer a sus soldados un porvenir seguro; y la
única victoria internacional posible era el levantamiento de las sanciones
americanas. Ahora bien, ¿cómo podían levantarse esas sanciones si se mantenía
el régimen dictatorial? Y para dar pruebas de que el régimen dictatorial iba a ser
liquidado, ¿qué mejor precio podía pagar Ramfis que el de ofrecer garantías a
un partido democrático, cuyos líderes eran conocidos y respetados en toda
América?
Sobre la crisis
internacional de orden político que padecía el régimen dominicano, y que tan
favorable era a los designios del PRD, había una crisis norteamericana en el
suministro de azúcar. Los Estados Unidos se habían cerrado a sí mismos el
mercado azucarero dominicano mediante una resolución que mandaba no comprar
azúcar a países que se hallaran bajo gobierno dictatorial. La medida se había
tomado para boicotear el azúcar cubano, pero como todavía Fidel Castro no había
declarado que Cuba era un país comunista, resultaba difícil, ante la opinión
pública internacional e incluso ante un sector importante de la opinión pública
norteamericana, aplicar la resolución sólo a Cuba y no a la República
Dominicana, país exportador de azúcar que se hallaba gobernado por una tiranía
más vieja que la de Castro y además declarada por la Organización de Estados
Americanos fuera de la ley internacional desde el intento de asesinato del
presidente RómuloBetancourt realizado por Trujillo.
Los Estados
Unidos, pues, no compraban azúcar dominicano; pero sucedía que en esos meses de
1961 las reservas del dulce que tenían los Estados Unidos iban en descenso, las
cosechas de remolacha no eran buenas, la producción de azúcar en países de Asia
y de América libres de tiranías amenazaba bajar. Washington, pues, veía la
liberalización dominicana como una solución no sólo a un problema político que afectaba
su posición ante América Latina, sino además como una necesidad de tipo
económico que tenía reflejos serios en los consumidores norteamericanos. Al
mismo tiempo, sucedía que Ramfis Trujillo, y con él su madre y sus hermanos, eran
dueños del ochenta por ciento de los ingenios de azúcar dominicanos —entre
ellos, de los dos más grandes del mundo—, y la familia Trujillo quería el poder
pero quería más el dinero; de manera que entre conservar el poder político en
la República Dominicana y obtener dólares vendiendo su azúcar en los Estados
Unidos, Ramfis Trujillo titubeaba; y nosotros, los dirigentes del PRD, que nos
dábamos cuenta de su situación, aprovechábamos ese titubeo.
¿Para qué lo
aprovechábamos? ¿Para lanzarnos a la lucha por el poder?
No; y este no,
simple pero rotundo, requiere una explicación. El estado de agitación política,
de malestar económico, de debilidad de las estructuras sociales en que dejaba
Trujillo el país requería una conducta muy limpia de parte de los que quisieran
conducir el Pueblo dominicano hacia una liquidación gradual, cuidadosa y no
sangrienta de los remanentes de la tiranía, lo cual no podía lograrse sin
transformar todo el ambiente dominicano. Se requería ante todo preguntarse con verdadera
honestidad, y responderse con igual honestidad, qué se buscaba.
Si se iba a la
lucha por el poder, podían usarse en ese momento dos fuerzas: la de las armas
que estaba en manos de los militares, y la de la presión exterior, que sólo
Washington podía manejar. Usar a los militares requería conspirar, y de la conspiración
podían surgir algunos generales con el poder político en la mano; además,
conspirar era una infamia y nosotros no habíamos luchado tantos años para caer
en infamias. Usar a Washington era renegar de los principios que nos habían
situado desde hacía largos años en el campo de la revolución democrática. La
revolución democrática tenía que ser básicamente nacional, hecha por las
fuerzas del país. Como demócratas, podíamos aceptar ayuda de los demócratas norteamericanos,
estuvieran o no en el poder, de la misma manera que la aceptábamos de los
demócratas latinoamericanos; pero no podíamos atar nuestra conducta a la de
ningún gobierno extranjero, por amistoso que se mostrara con nosotros.
Nuestros fines
no podían ser la lucha por el poder sino la movilización del Pueblo, y sabíamos
que eso no podíamos hacerlo ni en un mes ni en seis. Al mismo tiempo podíamos tratar
de hacer la revolución desde el poder, pero no como partido político sino como
parte de un régimen de unión nacional, y eso, como veremos en otro capítulo, no
fue posible, por lo cual nuestra función quedó en la primera parte, y para
cumplir esa parte —es decir, la de movilizar al Pueblo— no necesitábamos sino
de nuestras propias fuerzas.
Esa movilización
del Pueblo requería conocimiento del estado de ánimo general, conocimiento de
la psicología de nuestras masas sector por sector, conocimiento del punto
exacto en que se hallaba cada uno de esos sectores en términos de evolución
económica, social y política, conocimiento de las aspiraciones de cada sector y
de su capacidad para la lucha.
Nosotros
creíamos saberlo y en consecuencia trazamos una línea que debía seguirse
estrictamente: ir despertando al mismo tiempo la conciencia social del Pueblo y
su conciencia política e ir matando simultáneamente el miedo nacional, el miedo
que se había metido en los huesos de la generalidad de los dominicanos; y hacer
eso dirigiéndonos en primer término a las grandes masas porque pensábamos que
eran las que menos deformación habían sufrido bajo las presiones de la tiranía
y las que más necesitaban liderazgo. A nuestro juicio, las clases medias
estaban deformadas por la fuerza demoledora del trujillismo y se lanzarían a la
conquista del poder tan pronto pudieran hacerlo.
La tarea era
dura porque de antemano nos restábamos la ayuda de la juventud de los tres
sectores de la clase media —la alta, la mediana y la pequeña—, y la juventud de
la clase media es el alma de los movimientos políticos renovadores en la
América Latina. Sin embargo nosotros, los encargados de trazar los rumbos
políticos del Partido Revolucionario Dominicano, habíamos visto claro a pesar
de hallarnos en el exilio hacía un cuarto de siglo —y algunos, como Ángel
Miolán, durante más de un cuarto de siglo—, y tuvimos razón, pues la juventud
de la clase media había trazado su camino antes del 30 de mayo de 1961 y lo
había prolongado entre ese día histórico y el 5 de julio, fecha del arribo del
PRD a la República Dominicana; y ese camino, aunque la juventud dominicana
creía todo lo contrario, no iba a ser el del Pueblo.
Pues había
sucedido que en los últimos dos años del trujillato la juventud de los tres
sectores de la clase media dominicana se había lanzado a la lucha contra la
tiranía; y lo había hecho estimulada, tal vez más que por otra cosa, por el ejemplo
de la victoria que había alcanzado en Cuba Fidel Castro contra Fulgencio
Batista. Cada joven dominicano de la clase media se sintió hechizado con la
ilusión de bajar de una montaña vencedor de Trujillo, aclamado por los pueblos de
América. Y sucedía que esa revolución cubana no era la que el Pueblo dominicano
estaba en capacidad de respaldar.
A mediados de 1961, las grandes masas dominicanas no
tenían idea de lo que era la justicia social, no tenían idea de por qué ellas
pasaban hambre, sufrían enfermedades y eran ignorantes y esclavas. Entre la
caída de Gerardo Machado en 1933 y la de Fulgencio Batista en 1958, los cubanos
habían tenido una escuela política de veinticinco años, y toda Cuba concurrió a
ayudar a Fidel en su lucha contra Batista. En la República Dominicana, el
Pueblo no había participado en la batalla anti trujillista.
En muy alta
proporción, los jóvenes de las clases medias dominicanas eran hijos de
veteranos trujillistas, de abogados, arquitectos, ingenieros, comerciantes y
finqueros que habían hecho fortuna con los favores de Trujillo.
En Santo Domingo
se daba un eco de la eterna respuesta de la historia a los conflictos políticos
y sociales: los hijos se rebelaban contra los padres. Muchos de los padres de
esos jóvenes hallaron en la rebelión de sus hijos contra el trujillato —en las
prisiones, torturas y exilios de sus hijos— la justificación necesaria para seguir
usufructuando el poder a la caída del trujillismo. Un buen ejemplo para probar
esa afirmación es el licenciado Rafael F. Bonnelly.
La juventud que
había conspirado desde 1959 se organizó clandestinamente en el llamado
Movimiento 14 de Junio, que después se denominó Agrupación Política 14 de
Junio. El nombre, por sí sólo, da idea de la influencia que tenía la imagen de
Fidel Castro en esos jóvenes; pero no se piense que por eso tales jóvenes eran
comunistas. Todavía Castro no se había proclamado comunista. La juventud
dominicana de la clase media admiraba en Fidel al héroe que había derrocado a un
tirano y al líder extremadamente nacionalista, no al jefe de una revolución
marxista-leninista.
Cuando los
delegados del Partido Revolucionario Dominicano llegaron al país, muchos de los
líderes catorcistas* estaban presos, entre ellos el de más categoría, el doctor
Manuel Tavárez Justo, y el movimiento se mantenía en forma clandestina.
La delegación
del Partido Revolucionario Dominicano llegó a Santo Domingo el 5 de julio de
1961, es decir, a los treinta y cinco días de haber sido muerto Trujillo por
los arrojados conspiradores del 30 de mayo.
La presencia de
los delegados del PRD en tierra dominicana dio al Pueblo la sensación de que
habían aparecido líderes que iban a protegerlo contra sus tiranos; y los más
valientes jóvenes, hombres y mujeres de los barrios que forman el cinturón de
hambre de la vieja Santo Domingo de Guzmán, se lanzaron a la lucha. Ese hecho tuvo tanta importancia en la
historia dominicana, que merece —y yo diría que requiere— unos párrafos para
explicarla, pues aunque han pasado algunos años desde entonces, todavía el
sector dominicano que escribe la historia no se ha dado cuenta de lo que
significa el 5 de julio de 1961 como hora inicial de la formación de una
conciencia en las masas dominicanas.
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