MORAL Y LUCES

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viernes, 29 de junio de 2012

JUAN BOSCH :A LA MUERTE DEL TIRANO


                               EN EL 103 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO

PRESENTAMOS A CONTINUACIÓN  EL PRIMER CAPITULO DE SU LIBRO  "CRISIS DE LA DEMOCRACIA DE AMÉRICA EN LA REPÚBLICA DOMINICANA" (1964)

CAPITULO PRIMERO :  A LA MUERTE DEL TIRANO

A mediodía del 31 de mayo de 1961 estaba en San Isidro del Coronado, en las afueras de San José de Costa Rica, en el comedor del Instituto de Educación Política. Acababa de comer y hablaba con uno de los profesores haciendo tiempo mientras llegaba la hora de iniciar las clases de la tarde, cuando llegó un tropel de estudiantes —a la cabeza de ellos un dominicano apellidado Llauger Medina— gritando que habían muerto a Trujillo. Minutos después me comunicaban de la oficina que el Embajador de Honduras en Costa Rica quería hablarme por teléfono. Era para confirmarme la noticia.

Esa misma tarde, mientras los muchachos del Instituto desfilaban con banderas y cartelones por las calles de San José y organizaban un mitin en el Parque Central —en el cual hablamos uno de los estudiantes, José Figueres y yo—, desde la casa de don José Figueres hablé por teléfono con Ángel Miolán, que se hallaba en Caracas, y le pedí que se trasladara a San José cuanto antes y que convocara a la capital de Costa Rica a todos los representantes del Partido Revolucionario Dominicano que estuvieran en capacidad de viajar.
El partido se había organizado desde 1939 en secciones, una por cada lugar donde hubiera afiliados suficientes; cada sección estaba compuesta por los afiliados de ese lugar y era dirigida por un comité seccional, pero todas las secciones se hallaban bajo la dirección superior del Comité Político. En el momento de la muerte de Trujillo, yo presidía el Comité Político y Ángel Miolán era el secretario general.  Miolán se movilizó sin perder un minuto, se puso en contacto telefónico con varias seccionales y salió hacia Costa Rica vía Panamá. En Panamá, la oficina de la compañía aérea le comunicó que había órdenes de no vender pasajes a los dominicanos que pretendieran viajar por el Caribe hasta tanto no se aclarara la situación que se había producido en Santo Domingo con motivo de la muerte de Trujillo. Miolán pudo averiguar que en las normas de la empresa la vía Panamá-Costa Rica no figuraba dentro de la zona del Caribe sino en la de América Central, y logró que le dieran paso hacia San José. Pero otros delegados seccionales no pudieron viajar y sólo alcanzaron a hacerlo dos que tenían pasaportes norteamericanos: Ramón Castillo, secretario de la seccional de Puerto Rico, y Nicolás Silfa, que tenía igual cargo en la seccional de Nueva York.
Los obstáculos para viajar impidieron, pues, que en San José de Costa Rica nos reuniéramos más líderes del Partido Revolucionario Dominicano. Si no recuerdo mal, el 4 de junio estábamos ya Miolán, Silfa, Castillo y yo discutiendo la salida de la crisis que se le presentaba a nuestro país con la desaparición de Trujillo. Desde el primer momento mi opinión fue que había llegado la hora de entrar en el país, y a medida que fueron llegando los compañeros, hallaba que cada uno tenía las mismas ideas. Todos estuvimos de acuerdo en que había llegado la oportunidad de mover a las masas dominicanas hacia un destino mejor, y no podíamos dejar pasar esa coyuntura.
Pero sucedía que poco antes, el 19 de mayo, y allí mismo, en San José de Costa Rica, el Partido había llegado a un acuerdo con Vanguardia Revolucionaria Dominicana para actuar juntos en cualquiera acción llamada a liquidar la tiranía trujillista, y ese acuerdo nos obligaba a consultar con la dirección de Vanguardia Revolucionaria antes de dar un paso. Llamamos a Horacio Julio Ornes a San Juan de Puerto Rico. Ornes no podía salir inmediatamente hacia San José debido a los obstáculos para viajes de dominicanos que residieran en el Caribe, ya explicados, y eso nos hizo perder tiempo; todavía perderíamos más, pues a su llegada a San José, Ornes alegó que tenía que consultar con sus compañeros de Puerto Rico, y por último, tras varias llamadas telefónicas a San Juan, concluyó en que su partido no aprobaba el plan nuestro. Los líderes de Vanguardia Revolucionaria creían que ir al país era traicionar la revolución.
En todas esas actividades se perdieron ocho días; pero al fin, el 13 de junio cablegrafiamos al doctor Joaquín Balaguer, Presidente de la República Dominicana, y al Presidente de la Comisión de la Organización de Estados Americanos que se hallaba en Santo Domingo, diciéndoles que si se daban garantías suficientes el Partido Revolucionario Dominicano trasladaría su equipo dirigente a la República Dominicana. Ambos contestaron inmediatamente; Balaguer, diciendo que daba garantías, y el Presidente de la Delegación de la OEA informando que había hablado con Balaguer, y que éste le había asegurado que el PRD tendría garantías para actuar.
Desde luego, el Gobierno dominicano no tenía otra salida. En el libro Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo, cuya segunda edición estaba imprimiéndose en esos momentos en Venezuela, yo decía textualmente las siguientes palabras (págs. 178-179): “[...] debido a que Trujillo resumió en su persona todas las debilidades históricas dominicanas, y debido a que sus condiciones personales fueron decisivas en la creación y en el mantenimiento de esa vasta empresa llamada el régimen trujillista, esa empresa depende vitalmente de la propia persona de Trujillo. Tal dependencia es el punto débil de la tiranía, que no perdurará un día más allá de aquel en que Rafael Leónidas Trujillo pierda el poder o dé la vida.
Las circunstancias históricas que lo produjeron a él como ser psicológico, militar, político y económico, no se han reproducido ni se reproducirán en ninguno de sus herederos; ninguno de ellos, por tanto, podrá actuar como él”.
La imposibilidad de que la tiranía se mantuviera saltaba a la vista de cualquiera que hubiera estudiado con seriedad las características del régimen. El 31 de mayo, en el mitin que había tenido lugar en el Parque Central de San José de Costa Rica, afirmé que en Santo Domingo no iba a repetirse el caso de Nicaragua, donde la muerte del tirano no significó cambios sustanciales en el sistema porque los hijos de Anastasio Somoza siguieron gobernando el país como si nada hubiera sucedido. Por otra parte, presumía que Joaquín Balaguer iba a verse en una situación difícil y sería forzado a presidir la liquidación del trujillismo. Yo había estudiado despaciosamente el problema de las castas dominicanas y tenía la convicción de que a la muerte de Trujillo se produciría en forma inevitable; la agrupación de los de “primera” para luchar por el poder; y por la forma retraída en que Balaguer se había comportado toda su vida frente a ese sector social, entendía que él no estaría con ese grupo, al cual no pertenecía ni por nacimiento ni por inclinación, pero al mismo tiempo, para no ofrecer flancos vulnerables a los ataques de ese grupo, tendría que comenzar inmediatamente a desmovilizar la maquinaria de la tiranía.
Esos razonamientos se aplicaban a una persona que estaba jugando un papel de primera fila en la crisis dominicana, no a la crisis en sí.
Al estudiar la crisis con independencia de los factores humanos que podían ser determinantes, encontraba que la crisis estaba en el choque de fuerzas nacionales e internacionales, de las cuales las que tenían mayor poder entonces —al mediar el mes de junio de 1961— eran las de tipo internacional; y esas fuerzas obligaban a la totalidad del régimen dominicano —no sólo al Gobierno civil encabezado por Balaguer sino también al poder militar encabezado por Ramfis Trujillo— a ofrecer y mantener las garantías que pedíamos. Si esta suposición era correcta —y los hechos demostraron que lo era—, el Gobierno dominicano no tenía salida: estaba forzado a darle garantías al Partido Revolucionario Dominicano, y con esas garantías el PRD movilizaría al Pueblo para llevarlo a conquistar su libertad y a hacer su revolución.
En el orden nacional, a la muerte de Trujillo no se advirtió movimiento alguno en el país. Ramfis Trujillo, el hijo del tirano, que se hallaba en Europa cuando su padre fue muerto a tiros en la Avenida George Washington de la capital dominicana, voló a Santo Domingo y tomó el mando militar. Ya en el mando, se dedicó a satisfacer apetitos de venganza mediante la cacería de los que habían participado en la conjura que le costó la vida a su padre, y a ir sacando del país la mayor cantidad posible de dólares. El país, mientras tanto, se hallaba paralizado por una crisis económica aguda que tenía su origen primario en la crisis económica norteamericana de 1957, pero que se había agravado en territorio dominicano por dos razones: por el derroche de dinero que había hecho Trujillo en edificaciones suntuosas, no reproductivas, para la Feria de la Paz, y por las sanciones que se le habían impuesto a la República en la Conferencia de Cancilleres de San José de Costa Rica celebrada en agosto de 1960.
A esa crisis económica se había sumado la crisis política producida por la muerte del tirano, y todo ello junto afectaba a las fuerzas armadas, base del poder de Ramfis Trujillo. El heredero militar del régimen necesitaba una victoria internacional que le permitiera ofrecer a sus soldados un porvenir seguro; y la única victoria internacional posible era el levantamiento de las sanciones americanas. Ahora bien, ¿cómo podían levantarse esas sanciones si se mantenía el régimen dictatorial? Y para dar pruebas de que el régimen dictatorial iba a ser liquidado, ¿qué mejor precio podía pagar Ramfis que el de ofrecer garantías a un partido democrático, cuyos líderes eran conocidos y respetados en toda América?
Sobre la crisis internacional de orden político que padecía el régimen dominicano, y que tan favorable era a los designios del PRD, había una crisis norteamericana en el suministro de azúcar. Los Estados Unidos se habían cerrado a sí mismos el mercado azucarero dominicano mediante una resolución que mandaba no comprar azúcar a países que se hallaran bajo gobierno dictatorial. La medida se había tomado para boicotear el azúcar cubano, pero como todavía Fidel Castro no había declarado que Cuba era un país comunista, resultaba difícil, ante la opinión pública internacional e incluso ante un sector importante de la opinión pública norteamericana, aplicar la resolución sólo a Cuba y no a la República Dominicana, país exportador de azúcar que se hallaba gobernado por una tiranía más vieja que la de Castro y además declarada por la Organización de Estados Americanos fuera de la ley internacional desde el intento de asesinato del presidente RómuloBetancourt realizado por Trujillo.
Los Estados Unidos, pues, no compraban azúcar dominicano; pero sucedía que en esos meses de 1961 las reservas del dulce que tenían los Estados Unidos iban en descenso, las cosechas de remolacha no eran buenas, la producción de azúcar en países de Asia y de América libres de tiranías amenazaba bajar. Washington, pues, veía la liberalización dominicana como una solución no sólo a un problema político que afectaba su posición ante América Latina, sino además como una necesidad de tipo económico que tenía reflejos serios en los consumidores norteamericanos. Al mismo tiempo, sucedía que Ramfis Trujillo, y con él su madre y sus hermanos, eran dueños del ochenta por ciento de los ingenios de azúcar dominicanos —entre ellos, de los dos más grandes del mundo—, y la familia Trujillo quería el poder pero quería más el dinero; de manera que entre conservar el poder político en la República Dominicana y obtener dólares vendiendo su azúcar en los Estados Unidos, Ramfis Trujillo titubeaba; y nosotros, los dirigentes del PRD, que nos dábamos cuenta de su situación, aprovechábamos ese titubeo.
¿Para qué lo aprovechábamos? ¿Para lanzarnos a la lucha por el poder?
No; y este no, simple pero rotundo, requiere una explicación. El estado de agitación política, de malestar económico, de debilidad de las estructuras sociales en que dejaba Trujillo el país requería una conducta muy limpia de parte de los que quisieran conducir el Pueblo dominicano hacia una liquidación gradual, cuidadosa y no sangrienta de los remanentes de la tiranía, lo cual no podía lograrse sin transformar todo el ambiente dominicano. Se requería ante todo preguntarse con verdadera honestidad, y responderse con igual honestidad, qué se buscaba.
Si se iba a la lucha por el poder, podían usarse en ese momento dos fuerzas: la de las armas que estaba en manos de los militares, y la de la presión exterior, que sólo Washington podía manejar. Usar a los militares requería conspirar, y de la conspiración podían surgir algunos generales con el poder político en la mano; además, conspirar era una infamia y nosotros no habíamos luchado tantos años para caer en infamias. Usar a Washington era renegar de los principios que nos habían situado desde hacía largos años en el campo de la revolución democrática. La revolución democrática tenía que ser básicamente nacional, hecha por las fuerzas del país. Como demócratas, podíamos aceptar ayuda de los demócratas norteamericanos, estuvieran o no en el poder, de la misma manera que la aceptábamos de los demócratas latinoamericanos; pero no podíamos atar nuestra conducta a la de ningún gobierno extranjero, por amistoso que se mostrara con nosotros.
Nuestros fines no podían ser la lucha por el poder sino la movilización del Pueblo, y sabíamos que eso no podíamos hacerlo ni en un mes ni en seis. Al mismo tiempo podíamos tratar de hacer la revolución desde el poder, pero no como partido político sino como parte de un régimen de unión nacional, y eso, como veremos en otro capítulo, no fue posible, por lo cual nuestra función quedó en la primera parte, y para cumplir esa parte —es decir, la de movilizar al Pueblo— no necesitábamos sino de nuestras propias fuerzas.
Esa movilización del Pueblo requería conocimiento del estado de ánimo general, conocimiento de la psicología de nuestras masas sector por sector, conocimiento del punto exacto en que se hallaba cada uno de esos sectores en términos de evolución económica, social y política, conocimiento de las aspiraciones de cada sector y de su capacidad para la lucha.
Nosotros creíamos saberlo y en consecuencia trazamos una línea que debía seguirse estrictamente: ir despertando al mismo tiempo la conciencia social del Pueblo y su conciencia política e ir matando simultáneamente el miedo nacional, el miedo que se había metido en los huesos de la generalidad de los dominicanos; y hacer eso dirigiéndonos en primer término a las grandes masas porque pensábamos que eran las que menos deformación habían sufrido bajo las presiones de la tiranía y las que más necesitaban liderazgo. A nuestro juicio, las clases medias estaban deformadas por la fuerza demoledora del trujillismo y se lanzarían a la conquista del poder tan pronto pudieran hacerlo.
La tarea era dura porque de antemano nos restábamos la ayuda de la juventud de los tres sectores de la clase media —la alta, la mediana y la pequeña—, y la juventud de la clase media es el alma de los movimientos políticos renovadores en la América Latina. Sin embargo nosotros, los encargados de trazar los rumbos políticos del Partido Revolucionario Dominicano, habíamos visto claro a pesar de hallarnos en el exilio hacía un cuarto de siglo —y algunos, como Ángel Miolán, durante más de un cuarto de siglo—, y tuvimos razón, pues la juventud de la clase media había trazado su camino antes del 30 de mayo de 1961 y lo había prolongado entre ese día histórico y el 5 de julio, fecha del arribo del PRD a la República Dominicana; y ese camino, aunque la juventud dominicana creía todo lo contrario, no iba a ser el del Pueblo.
Pues había sucedido que en los últimos dos años del trujillato la juventud de los tres sectores de la clase media dominicana se había lanzado a la lucha contra la tiranía; y lo había hecho estimulada, tal vez más que por otra cosa, por el ejemplo de la victoria que había alcanzado en Cuba Fidel Castro contra Fulgencio Batista. Cada joven dominicano de la clase media se sintió hechizado con la ilusión de bajar de una montaña vencedor de Trujillo, aclamado por los pueblos de América. Y sucedía que esa revolución cubana no era la que el Pueblo dominicano estaba en capacidad de respaldar.
A mediados de 1961, las grandes masas dominicanas no tenían idea de lo que era la justicia social, no tenían idea de por qué ellas pasaban hambre, sufrían enfermedades y eran ignorantes y esclavas. Entre la caída de Gerardo Machado en 1933 y la de Fulgencio Batista en 1958, los cubanos habían tenido una escuela política de veinticinco años, y toda Cuba concurrió a ayudar a Fidel en su lucha contra Batista. En la República Dominicana, el Pueblo no había participado en la batalla anti trujillista.
En muy alta proporción, los jóvenes de las clases medias dominicanas eran hijos de veteranos trujillistas, de abogados, arquitectos, ingenieros, comerciantes y finqueros que habían hecho fortuna con los favores de Trujillo.
En Santo Domingo se daba un eco de la eterna respuesta de la historia a los conflictos políticos y sociales: los hijos se rebelaban contra los padres. Muchos de los padres de esos jóvenes hallaron en la rebelión de sus hijos contra el trujillato —en las prisiones, torturas y exilios de sus hijos— la justificación necesaria para seguir usufructuando el poder a la caída del trujillismo. Un buen ejemplo para probar esa afirmación es el licenciado Rafael F. Bonnelly.
La juventud que había conspirado desde 1959 se organizó clandestinamente en el llamado Movimiento 14 de Junio, que después se denominó Agrupación Política 14 de Junio. El nombre, por sí sólo, da idea de la influencia que tenía la imagen de Fidel Castro en esos jóvenes; pero no se piense que por eso tales jóvenes eran comunistas. Todavía Castro no se había proclamado comunista. La juventud dominicana de la clase media admiraba en Fidel al héroe que había derrocado a un tirano y al líder extremadamente nacionalista, no al jefe de una revolución marxista-leninista.
Cuando los delegados del Partido Revolucionario Dominicano llegaron al país, muchos de los líderes catorcistas* estaban presos, entre ellos el de más categoría, el doctor Manuel Tavárez Justo, y el movimiento se mantenía en forma clandestina.
La delegación del Partido Revolucionario Dominicano llegó a Santo Domingo el 5 de julio de 1961, es decir, a los treinta y cinco días de haber sido muerto Trujillo por los arrojados conspiradores del 30 de mayo.
La presencia de los delegados del PRD en tierra dominicana dio al Pueblo la sensación de que habían aparecido líderes que iban a protegerlo contra sus tiranos; y los más valientes jóvenes, hombres y mujeres de los barrios que forman el cinturón de hambre de la vieja Santo Domingo de Guzmán, se lanzaron a la lucha.  Ese hecho tuvo tanta importancia en la historia dominicana, que merece —y yo diría que requiere— unos párrafos para explicarla, pues aunque han pasado algunos años desde entonces, todavía el sector dominicano que escribe la historia no se ha dado cuenta de lo que significa el 5 de julio de 1961 como hora inicial de la formación de una conciencia en las masas dominicanas.

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