Clásicos
Pasajes
de la guerra revolucionaria
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Prólogo
Desde hace tiempo, estábamos pensando en cómo hacer una historia de
nuestra Revolución que englobara todos sus múltiples aspectos y facetas;
muchas veces los jefes de la misma manifestaron —privada o públicamente— sus
deseos de hacer esta historia, pero los trabajos son múltiples, van pasando
los años y el recuerdo de la lucha insurreccional se va disolviendo en el
pasado sin que se fijen claramente los hechos que ya pertenecen, incluso, a
la historia de América. Por ello, iniciamos una serie de recuerdos personales
de los ataques, combates, escaramuzas y batallas en que intervinimos. No es
nuestro propósito hacer solamente esta historia fragmentaria a través de
remembranzas y algunas anotaciones; todo lo contrario, aspiramos a que se
desarrolle el tema por cada uno de los que lo han vivido.
Nuestra limitación personal, al luchar en algún punto exacto y delimitado
del mapa de Cuba durante toda la contienda, nos impidió participar en
combates y acontecimientos de otros lugares; creemos que, para hacer
asequible a todos los participantes en la gesta revolucionaria la tarea de
narrarla y, al mismo tiempo, hacerlo ordenadamente, podemos empezar con el
primer combate, o sea, el único en que participara Fidel que fuera adverso a
nuestras armas: la sorpresa de Alegría de Pío.
Muchos sobrevivientes quedan de esta acción y cada uno de ellos está
invitado a dejar también constancia de sus recuerdos para incorporarlos y completar
mejor la historia. Sólo pedimos que sea estrictamente veraz el narrador; que
nunca para aclarar una posición personal o magnificarla o para simular haber
estado en algún lugar, diga algo incorrecto. Pedimos que, después de escribir
algunas cuartillas en la forma en que cada uno lo pueda, según su educación y
su disposición, se haga una autocrítica lo más seria posible para quitar de
allí toda palabra que no se refiera a un hecho estrictamente cierto, o en
cuya certeza no tenga el autor una plena confianza. Por otra parte, con ese
ánimo empezamos nuestros recuerdos.
Una
revolución que comienza
La historia de la agresión militar que se consumó el 10 de marzo de 1952
—golpe incruento dirigido por Fulgencio Batista— no empieza, naturalmente, el
mismo día del cuartelazo. Sus antecedentes habría que buscarlos muy atrás en
la historia de Cuba: mucho más atrás que la intervención del embajador
norteamericano Summer Welles, en el año 1933; más atrás aún que la Enmienda
Platt, del año 1901; más atrás que el desembarco del héroe Narciso López,
enviado directo de los anexionista norteamericanos, hasta llegar a la raíz
del tema en los tiempos de John Quincy Adams, quien a principios del siglo
dieciocho enunció la constante de la política de su país respecto a Cuba: una
manzana que, desgajada de España, debía caer fatalmente en manos del Uncle
Sam. Son eslabones de una larga cadena de agresiones continentales que no se
ejercen solamente sobre Cuba.
Esta marea, este fluir y refluir del oleaje imperial, se marca por las
caídas de gobiernos democráticos o por el surgimiento de nuevos gobiernos
ante el empuje incontenible de las multitudes. La historia tiene
características parecidas en toda América Latina: los gobiernos dictatoriales
representan una pequeña minoría y suben por un golpe de estado; los gobiernos
democráticos de amplia base popular ascienden laboriosamente y, muchas veces,
antes de asumir el poder, ya están estigmatizados por la serie de concesiones
previas que han debido hacer para mantenerse. Y, aunque la Revolución cubana
marca, en ese sentido, una excepción en toda América, era preciso señalar los
antecedentes de todo este proceso, pues el que esto escribe, llevado y traído
por las olas de los movimientos sociales que convulsionan a América, tuvo
oportunidad de conocer, debido a estas causas, a otro exilado americano: a
Fidel Castro.
Lo conocí en una de esas frías noches de México, y recuerdo que nuestra
primera discusión versó sobre política internacional. A las pocas horas de la
misma noche —en la madrugada— era yo uno de los futuros expedicionarios. Pero
me interesa aclarar cómo y por qué conocí en México al actual Jefe del
Gobierno en Cuba. Fue en el reflujo de los gobiernos democráticos en 1954,
cuando la última democracia revolucionaria americana que se mantenía en pie
en esta área —la de Jacobo Arbenz Guzmán— sucumbía ante la agresión meditada,
fría, llevada a cabo por los Estados Unidos de Norteamérica tras la cortina
de humo de su propaganda continental. Su cabeza visible era el Secretario de
Estado, Foster Dulles, que por rara coincidencia también era abogado y
accionista de United Fruit Company, la principal empresa imperialista
existente en Guatemala.
De allí regresaba uno en derrota, unido por el dolor a todos los
guatemaltecos, esperando, buscando la forma de rehacer un porvenir para
aquella patria angustiada. Y Fidel venía a México a buscar un terreno neutral
donde preparar a sus hombres para el gran impulso. Ya se había producido una
escisión interna, luego del asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba,
separándose todos los de ánimo flojo, todos los que por uno u otro motivo se
incorporaron a partidos políticos o grupos revolucionarios, que exigían menos
sacrificio. Ya las nuevas promociones ingresaban en las flamantes filas del
llamado “Movimiento 26 de Julio”, fecha que marcaba el ataque al cuartel
Moncada, en 1953. Empezaba una tarea durísima para los encargados de
adiestrar a esa gente, en medio de la clandestinidad imprescindible en
México, luchando contra el gobierno mexicano, contra los agentes del FBI
norteamericano y los de Batista, contra estas tres combinaciones que se
conjugaban de una u otra manera, y donde mucho intervenía el dinero y la
venta personal. Además, había que luchar contra los espías de Trujillo,
contra la mala selección hecha del material humano —sobre todo en Miami— y,
después de vencer todas estas dificultades, debíamos lograr algo
importantísimo: salir... y, luego... llegar, y lo demás que, en ese momento,
nos parecía difícil. Hoy aquilatamos lo que aquello costó en esfuerzos, en
sacrificios y vidas.
Fidel Castro, auxiliado por un pequeño equipo de íntimos, se dio con toda
su vocación y su extraordinario espíritu de trabajo a la tarea de organizar
las huestes armadas que saldrían hacia Cuba. Casi nunca dio clases de táctica
militar, porque el tiempo le resultaba corto para ello. Los demás pudimos
aprender bastante con el general Alberto Bayo. Mi impresión casi instantánea,
al escuchar las primeras clases, fue la posibilidad de triunfo que veía muy
dudosa al enrolarme con el comandante rebelde, al cual me ligaba, desde el
principio, un lazo de romántica simpatía aventurera y la consideración de que
valía la pena morir en una playa extranjera por un ideal tan puro.
Así fueron pasando varios meses. Nuestra puntería empezó a perfilarse y
salieron los maestros tiradores. Hallamos un rancho en México, donde bajo la
dirección del general Bayo —estando yo como jefe de personal— se hizo el
último apronte, para salir en marzo de 1956. Sin embargo, en esos días dos
cuerpos policíacos mexicanos, ambos pagados por Batista, estaban a la caza de
Fidel Castro, y uno de ellos tuvo la buenaventura económica de detenerle,
cometiendo el absurdo error —también económico— de no matarlo, después de
hacerlo prisionero. Muchos de sus seguidores cayeron en pocos días más;
también cayó en poder de la policía nuestro rancho, situado en las afueras de
la ciudad de México y fuimos todos a la cárcel.
Aquello demoró el inicio de la última parte de la primera etapa. Hubo
quienes estuvieron en prisión cincuenta y siete días, contados uno a uno, con
la amenaza perenne de la extradición sobre nuestras cabezas (somos testigos
el comandante Calixto García y yo). Pero, en ningún momento perdimos nuestra
confianza personal en Fidel Castro. Y es que Fidel tuvo algunos gestos que,
casi podríamos decir, comprometían su actitud revolucionaria en pro de la
amistad. Recuerdo que le expuse específicamente mi caso: un extranjero,
ilegal en México, con toda una serie de cargos encima. Le dije que no debía
de manera alguna pararse por mi la revolución, y que podía dejarme; que yo
comprendía la situación y que trataría de ir a pelear desde donde me lo
mandaran y que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a un país
cercano y no a la Argentina. También recuerdo la respuesta tajante de Fidel:
“Yo no te abandono”. Y así fue, porque hubo que distraer tiempo y dinero
preciosos para sacarnos de la cárcel mexicana. Esas actitudes personales de
Fidel con la gente que aprecia son la clave del fanatismo que crea a su alrededor,
donde se suma a una adhesión de principios, una personal, que hace de este
Ejército Rebelde un bloque indivisible.
Pasaron los días, trabajando en la clandestinidad, escondiéndonos donde podíamos,
rehuyendo en lo posible toda presencia pública, casi sin salir a la calle.
Pasados unos meses, nos enteramos de que había un traidor en nuestras filas,
cuyo nombre no conocíamos, y que había vendido un cargamento de armas.
Sabíamos también que había vendido el yate y un transmisor, aunque todavía no
estaba hecho el «contrato legal» de la venta. Esta primera entrega sirvió
para demostrar a las autoridades cubanas que, efectivamente, el traidor
conocía nuestras interioridades. Fue también lo que nos salvó, al
demostrarnos lo mismo.
Una actividad febril hubo de ser desarrollada a partir de ese momento: el
Granma fue acondicionado a una velocidad extraordinaria; se amontonaron
cuantas vituallas conseguimos, bien pocas por cierto, y uniformes, rifles, equipos,
dos fusiles antitanques casi sin balas. En fin, el 25 de noviembre de 1956, a
las dos de la madrugada, empezaban a hacerse realidad las frases de Fidel,
que habían servido de mofa a la prensa oficialista: “En el año 1956 seremos
libres o seremos mártires”.
Salimos, con las luces apagadas, del puerto de Tuxpan en medio de un
hacinamiento infernal de materiales de toda clase y de hombres. Teníamos muy
mal tiempo y, aunque la navegación estaba prohibida, el estuario del río se
mantenía tranquilo. Cruzamos la boca del puerto yucateco, y a poco más, se
encendieron las luces. Empezamos la búsqueda frenética de los
antihistamínicos contra el mareo, que no aparecían; se cantaron los himnos
nacional cubano y del 26 de Julio, quizá durante cinco minutos en total, y
después el barco entero presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres
con la angustia reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la
cabeza metida dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas
posiciones, inmóviles y con las ropas sucias por el vómito. Salvo dos o tres
marinos y cuatro o cinco personas más, el resto de los ochenta y tres
tripulantes se marearon. Pero al cuarto o quinto día el panorama general se
alivió un poco. Descubrimos que la vía de agua que tenía el barco no era tal,
sino una llave de los servicios sanitarios abierta. Ya habíamos botado todo
lo innecesario, para aligerar el lastre.
La ruta elegida comprendía una vuelta grande por el sur de Cuba,
bordeando Jamaica, las islas del Gran Caimán, hasta el desembarco en algún
lugar cercano al pueblo de Niquero, en la provincia de Oriente. Los planes se
cumplían con bastante lentitud: el día 30 oímos por radio la noticia de los
motines de Santiago de Cuba que había provocado nuestro gran Frank País,
considerando sincronizarlos con el arribo de la expedición. Al día siguiente,
primero de diciembre, en la noche, poníamos la proa en línea recta hacia
Cuba, buscando desesperadamente el faro de Cabo Cruz, carentes de agua,
petróleo y comida. A las dos de la madrugada, con una noche negra, de
temporal, la situación era inquietante. Iban y venían los vigías buscando la
estela de luz que no aparecía en el horizonte. Roque, ex teniente de la
marina de guerra, subió una vez más al pequeño puente superior, para atisbar
la luz del Cabo, y perdió pie, cayendo al agua. Al rato de reiniciada la
marcha, ya veíamos la luz, pero, el asmático caminar de nuestra lancha hizo
interminables las últimas horas del viaje. Ya de día arribamos a Cuba por el
lugar conocido por Belic, en la playa de Las Coloradas.
Un barco de cabotaje nos vio, comunicando telegráficamente el hallazgo al
ejército de Batista. Apenas bajamos, con toda premura y llevando lo
imprescindible, nos introducimos en la ciénaga, cuando fuimos atacados por la
aviación enemiga. Naturalmente, caminando por los pantanos cubiertos de
manglares no éramos vistos ni hostilizados por la aviación, pero ya el
ejército de la dictadura andaba sobre nuestros pasos. Tardamos varias horas
en salir de la ciénaga, a donde la impericia e irresponsabilidad de un
compañero que se dijo conocedor nos arrojara. Quedamos en tierra firme, a la
deriva, dando traspiés, constituyendo un ejército de sombras, de fantasmas,
que caminaban como siguiendo el impulso de algún oscuro mecanismo psíquico.
Habían sido siete días de hambre y de mareos continuos durante la travesía,
sumados a tres días más, terribles, en tierra. A los diez días exactos de la
salida de México, el 5 de diciembre de madrugada, después de una marcha
nocturna interrumpida por los desmayos y las fatigas y los descansos de la
tropa, alcanzamos un punto conocido paradójicamente por el nombre de Alegría
de Pío. Era un pequeño cayo de monte, ladeando un cañaveral por un costado y
por otros abierto a unas abras, iniciándose más lejos el bosque cerrado. El
lugar era mal elegido para campamento pero hicimos un alto para pasar el día
y reiniciar la marcha en la noche inmediata.
[…]
Adquiriendo el temple
Los meses de marzo y abril de 1957 fueron de reestructuración y
aprendizaje para las tropas rebeldes. Después de recibido el refuerzo al
partir del lugar denominado La Derecha, nuestro ejército tenía unos 80
hombres y estaba formado así:
La vanguardia, dirigida por Camilo, tenía cuatro hombres. El pelotón
siguiente lo llevaba Raúl Castro y tenía tres tenientes con una escuadra cada
uno; eran éstos, Julito Díaz, Ramiro Valdés y Nano Díaz. Estos dos
compañeros, Díaz de apellido, que murieron heroicamente en El Uvero, no
tenían ningún parentesco entre sí. Uno de ellos era natural de Santiago; la
refinería Hermanos Díaz, en esa ciudad, se honra con ese nombre en recuerdo
de Nano y otro hermano que cayera en Santiago de Cuba. El otro, un compañero
de Artemisa, veterano del Granma y del Moncada, que cumplió su último deber
en el ataque a Uvero. Con Jorge Sotús, capitán a la sazón, iban de tenientes
Ciro Frías, muerto luego en el frente Frank País; Guillermo García, Jefe del
Ejército de Occidente en la actualidad y René Ramos Latour, muerto con el
grado de comandante en la Sierra Maestra. Después venía el Estado Mayor o
Comandancia, que estaba integrada por Fidel, Comandante en Jefe; Ciro
Redondo; Manuel Fajardo, hoy comandante del Ejército; el guajiro Crespo,
comandante; Universo Sánchez, hoy comandante y yo, como médico.
El pelotón que habitualmente seguía, en la marcha lineal de la columna,
era el de Almeida, capitán en esa época cuyos tenientes eran Hermo, Guillermo
Domínguez, muerto en Pino del Agua, y Peña. Efigenio Ameijeiras, con el grado
de teniente, con tres hombres, cerraban la marcha y hacían la retaguardia.
La gente empezaba a aprender a cocinar por escuadras, pues nuestro grupo
combativo era de esa dimensión, de tal modo que se distribuían los alimentos,
la medicina y el parque, en esa forma. Más a menos en todas las escuadras, y,
en todo caso, en todos los pelotones, había veteranos que enseñaban a los
nuevos el arte de cocinar, de sacarle el máximo provecho a los alimentos; el
arte de acondicionar mochilas y la forma de caminar en la Sierra.
El camino entre la zona de La Derecha, del Lomón y Uvero puede hacerse en
algunas horas de automóvil, pero para nosotros significó meses de camino
lento, con precauciones, llevando la misión fundamental de preparar a la
gente para los combates y la vida posterior. Fue así como pasamos nuevamente
por Altos de Espinosa, donde los viejos hicimos una guardia de honor ante la
tumba de Julio Zenón, caído algún tiempo antes. Allí encontré un pedazo de mi
frazada, todavía prendido en las zarzas como recuerdo de la «retirada
estratégica» a toda velocidad. Lo metí en mi mochila, haciéndome la firme
proposición de no perder nunca más un equipo en esa forma.
Se me fió un nuevo compañero —Paulino se llamaba— como ayudante para
cargar las medicinas, de tal manera que mi tarea estaba un poco aliviada y
podía dedicarme durante algunos minutos en el día, después de las caminatas,
a atender la salud de nuestra tropa. Volvimos a pasar por la Loma de Caracas,
donde tan desagradable encuentro habíamos tenido con la aviación enemiga
gracias a la traición de Guerra y encontramos un fusil de aquellos que
sobraban y que algún soldado nuestro dejara en la retirada para marcharse
mejor. Ya no le sobraban fusiles a la tropa; al contrario, le faltaban.
Estábamos en una nueva época. Se había producido un cambio cualitativo; había
toda una zona donde el ejército enemigo trataba de no incursionar para no
topar con nosotros, aunque es cierto que nosotros tampoco demostrábamos
todavía mucho interés en chocar con ellos. La situación política por aquellos
momentos estaba llena de matices de oportunismo. Los conocidos vozarrones de
Pardo Llada, Conte Agüero y otras auras de la misma calaña, abundaban en
exabruptos demagógicos, llamando a la concordia y a la paz y, tímidamente,
criticando al gobierno. Había hablado el gobierno de paz; el nuevo primer Ministro,
Rivero Agüero, manifestaba que iría, si fuera necesario, a la Sierra Maestra
para lograr pacificar el país. Sin embargo, pocos días después, Batista
manifestó que no era necesario hablar con Fidel o con los alzados; que Fidel
Castro no estaba en la Sierra, decía, y que allí no había nadie; por lo
tanto, no había por qué hablar «con un grupo de forajidos».
Así se manifestaba por la parte batistiana la voluntad de seguir la
lucha, única cosa en que nos poníamos fácilmente de acuerdo, pues también era
nuestra decisión la de continuarla a todo trance. En esos días nombraban Jefe
de Operaciones al coronel Barrera, muy conocido por su gula para con las
raciones de los soldados, el que después viera extinguirse el fenómeno
batistiano tranquilamente, desde Caracas, la capital de Venezuela, donde era
agregado militar.
Teníamos por aquel momento unas figuras simpáticas que sirvieron para la
propaganda, casi comercial, de nuestro movimiento, en los Estados Unidos, y
que nos trajeron, dos de ellos sobre todo, algunos inconvenientes. Eran los
tres muchachos yanquis escapados a sus padres de la Base Naval de Guantánamo,
que se habían incorporado a la lucha. Dos de ellos nunca oyeron un tiro en la
Sierra y, agotados por el clima y las privaciones, bastante grandes, se
retiraron llevados por el periodista Bob Taber. El otro participó en la
batalla de Uvero y después se retiró también, enfermo, pero actuó en un
combate. Los muchachos, ideológicamente, no estaban preparados para una
revolución y, simplemente, saciaron su afán de aventuras en nuestra compañía
durante algunos meses. Los vimos ir con afecto, pero también con alegría.
Sobre todo yo, personalmente, pues en mi calidad de médico caían
frecuentemente sobre mis espaldas debido a que no aguantaban los rigores de la
vida de aquella época.
En aquellos mismos días, el gobierno paseó, en un avión del ejército, a
varios miles de metros de altura, a los periodistas, demostrándoles que no
había nadie en la Sierra Maestra. Fue una curiosa operación que no convenció
a nadie y una demostración de la forma que utilizaba el gobierno batistiano
para engañar a la opinión pública con la ayuda de todos los Conte Agüero
disfrazados de revolucionarios que hablaban cotidianamente, engañando al
pueblo. Durante estos días de prueba, a mí me llegó por fin la oportunidad de
una hamaca de lona. La hamaca es un bien preciado que no había conseguido
antes por la rigurosa ley de la guerrilla que establecía dar las de lona a
los que ya se habían hecho su hamaca de saco, para combatir la haraganería.
Todo el mundo podía hacerse una hamaca de saco, y, el tenerla, le daba
derecho a adquirir la próxima de lona que viniera. Sin embargo, no podía yo
usar la hamaca de saco debido a mi afección alérgica; la pelusa me afectaba
mucho y me veía obligado a dormir en el suelo. Al no tener la de saco, no me
correspondía la de lona. Estos pequeños actos cotidianos son la parte de la
tragedia individual de cada guerrilla y de su uso exclusivo; pero Fidel se
dio cuenta y rompió el orden para adjudicarme una hamaca. Siempre me acuerdo
que fue en las orillas del río La Plata, subiendo ya las últimas
estribaciones para llegar a Palma Mocha y un día después de comer nuestro
primer caballo.
El caballo fue más que un alimento de lujo, especie de prueba de fuego de
la capacidad de adaptación de la gente. Los guajiros de nuestra guerrilla,
indignados, se negaron a comer su ración de caballo, y algunos consideraban
casi un asesino a Manuel Fajardo, cuyo oficio en la paz, matarife, era
utilizado en acontecimientos como este cuando sacrificó el primer animal.
Este primer caballo perteneció a un campesino llamado Popa, del otro lado
del río La Plata. Popa debe ya saber leer, después de esta campaña de
alfabetización, y podrá entonces, si llega a sus manos la revista Verde
Olivo, recordar aquella noche en que tres guerrilleros patibularios golpearon
las puertas de su bohío, lo confundieron además, injustamente, con un chivato
y le quitaron aquel caballo viejo, con grandes mataduras en el lomo, que
fuera nuestra pitanza horas después y cuya carne constituyera un manjar
exquisito para algunos y una prueba para los estómagos prejuiciados de los
campesinos, que creían estar cometiendo un acto de canibalismo, mientras
masticaban al viejo amigo del hombre.
Una
entrevista famosa
A mediados de abril de 1957, volvíamos con nuestro ejército en
entrenamiento a las regiones de Palma Mocha, en la vecindad del Turquino. Por
aquella época nuestros hombres más valiosos para la lucha en la montaña eran
los de extracción campesina.
Guillermo García y Ciro Frías, con patrullas de campesinos, iban y venían
de uno a otro lugar de la Sierra, trayendo noticias, haciendo exploraciones,
consiguiendo alimentos; en fin, constituían las verdaderas vanguardias
móviles de nuestra columna. Por aquellos días, estábamos nuevamente en la
zona del Arroyo del Infierno, testigo de uno de nuestros combates y los
campesinos que venían a saludarnos nos enteraban de toda la tragedia ocurrida
anteriormente; de quien había sido el hombre que había llevado directamente
los guardias a presencia nuestra, de los muertos que había; en fin, los
campesinos duchos en el arte de traspasar la noticia oral, nos informaban
ampliamente de toda la vida de la zona.
Fidel, que en esos momentos estaba sin radio, pidió uno a un campesino de
la zona que se lo cedió, y así podíamos escuchar, en un radio grande
transportado en la mochila de un combatiente, las noticias directas de La
Habana. Se volvía a hablar más claramente por radio dado el restablecimiento
de las llamadas garantías.
Guillermo García con un atuendo tremendo de cabo del ejército batistiano
y dos compañeros disfrazados de soldados, fueron a buscar al chivato que
guiara al ejército enemigo, “de orden del Coronel” y con él volvieron al día
siguiente. El hombre había venido engañado, pero cuando vio el ejército
andrajoso ya supo lo que le esperaba. Con gran cinismo nos contó todo lo
relativo a sus relaciones con el ejército y cómo le había dicho al “cabrón de
Casillas”, según sus palabras, que él podía agarrarnos perfectamente y que llevaba
al ejército donde estábamos, pues ya nos había espiado; sin embargo, no le
hicieron caso.
Un día de aquellos, en una de aquellas lomas, murió el chivato y en un
firme de la Maestra quedó enterrado. En esos días, llegó un mensaje de Celia
donde hacía el anuncio de que vendría con dos periodistas norteamericanos
para hacer una entrevista a Fidel, con el pretexto de los gringuitos. Y
además, enviaba algún dinero recogido entre los simpatizantes del Movimiento.
Se resolvió que Lalo Sardiñas trajera a los norteamericanos por la zona
de Estrada Palma, que conocía bien como antiguo comerciante de la zona. En
esos momentos nosotros dedicábamos nuestro tiempo a la tarea de hacer
contacto con campesinos que sirvieran de enlace y que pudieran mantener
campamentos permanentes, donde se pudieran crear centros de contacto con la
zona que ya se estaba agrandando; así íbamos localizando las casas que
servían de abastecimiento a nuestras tropas, y allí instalábamos los
almacenes de donde se trasladaban los abastecimientos según nuestros
requerimientos. Estos lugares servían también de postas para las rápidas
diligencias humanas que se trasladaban por el filo de la Maestra de un lugar
a otro de la Sierra.
Los caminadores de la Sierra demuestran una capacidad extraordinaria para
cubrir distancias larguísimas en poco tiempo y de ahí que, constantemente,
nos viéramos engañados por sus afirmaciones, allí a media hora de camino, “al
cantío de un gallo”, como se ha caricaturizado en general este tipo de
información que casi siempre para los guajiros resulta exacta, aunque sus
nociones sobre el reloj y lo que es una hora no tiene mayor parecido con la
del hombre de la ciudad.
Tres días después de la orden dada a Lalo Sardiñas, llegaron noticias de
que venían subiendo seis personas por la zona de Santo Domingo; estas
personas eran dos mujeres, dos gringos, los periodistas, y dos acompañantes
que no se sabía quiénes eran; sin embargo, los datos que llegaban eran
contradictorios, se decía que los guardias habían tenido noticias de su presencia
por un chivato y que habían rodeado la casa donde estaban. Las noticias van y
vienen con una extraordinaria rapidez en la Sierra, pero se deforman también.
Camilo salió con un pelotón con orden de liberar de todas maneras a los
norteamericanos y a Celia Sánchez, que sabíamos venía en el grupo. Llegaron,
sin embargo, sanos y salvos; la falsa alarma se debió a un movimiento de
guardias provocado por una denuncia que en aquella época era fácil que se
produjera por parte de los campesinos atrasados.
El día 23 de abril, el periodista Bob Taber, y un camarógrafo llegaban a
nuestra presencia; junto a ellos venían las compañeras Celia Sánchez y Haydée
Santamaría y los enviados del Movimiento en el llano, Marcos o Nicaragua, el
comandante Iglesias, hoy gobernador de Las Villas y en aquella época
encargado de acción en Santiago y Marcelo Fernández, que fue coordinador del
Movimiento y actualmente vicepresidente del Banco Nacional, como intérprete
por sus conocimientos del inglés.
Aquellos días se pasaron protocolarmente tratando de demostrar a los
norteamericanos nuestra fuerza y tratando de eludir cualquier pregunta
demasiado indiscreta; no sabíamos quiénes eran los periodistas; sin embargo,
se realizaron las entrevistas con los tres norteamericanos que respondieron
muy bien a todas las preguntas según el nuevo espíritu que habían
desarrollado en esa vida primitiva a nuestro lado, aún cuando no pudieran
aclimatarse a ella y no tenían nada de común con nosotros.
En aquellos días se incorporó también uno de los más simpáticos y
queridos personajes de nuestra guerra revolucionaria, El Vaquerito. El
Vaquerito, junto con otro compañero, nos encontró un día y manifestó estar
más de un mes buscándonos, dijo ser camagüeyano, de Morón, y nosotros, como
siempre se hacía en estos casos, procedimos a su interrogatorio y a darle un
rudimento de orientación política, tarea que frecuentemente me tocaba. El
Vaquerito no tenía ninguna idea política ni parecía ser otra cosa que un
muchacho alegre y sano, que veía todo esto como una maravillosa aventura.
Venía descalzo y Celia Sánchez le prestó unos zapatos que le sobraban, de
manufactura o de tipo mexicano, grabados. Estos eran los únicos zapatos que
le servían a El Vaquerito dada su pequeña estatura. Con los nuevos zapatos y
un gran sombrero de guajiro, parecía un vaquero mexicano y de allí nació el
nombre de El Vaquerito.
Como es bien sabido El Vaquerito no pudo ver el final de la lucha
revolucionaria, pues siendo jefe del pelotón suicida de la columna 8, murió
un día antes de la toma de Santa Clara. De su vida entre nosotros recordamos
todos su extraordinaria alegría, su jovialidad ininterrumpida y la forma
extraña y novelesca que tenía de afrontar el peligro. El Vaquerito era
extraordinariamente mentiroso, quizás nunca había sostenido una conversación
donde no adornara tanto la verdad que era prácticamente irreconocible, pero
en sus actividades, ya fuera como mensajero en los primeros tiempos, como
soldado después, o jefe del pelotón suicida, El Vaquerito demostraba que la
realidad y la fantasía para él no tenían fronteras determinadas y los mismos
hechos que su mente ágil inventaba, los realizaba en el campo de combate; su
arrojo extremo se había convertido en tema de leyenda cuando llegó el final de
toda aquella epopeya que él no pudo ver.
Una vez se me ocurrió interrogar a El Vaquerito después de una de las
sesiones nocturnas de lectura que teníamos en la columna, tiempo después de
incorporado a ella; El Vaquerito empezó a contar su vida y como quien no
quiere la cosa nosotros a hacer cuentas con un lápiz. Cuando acabó, después
de muchas anécdotas chispeantes le preguntamos cuántos años tenía. El
Vaquerito en aquella época tenía poco más de 20 años, pero del cálculo de
todas sus hazañas y trabajos se desprendía que había comenzado a trabajar
cinco años antes de nacer.
El compañero Nicaragua traía noticias de más armas existentes en
Santiago, remanentes del asalto a Palacio. 10 ametralladoras, 11 fusiles
Johnson y 6 mosquetones, según declaraba. Había algunas más pero se pensaba
establecer otro frente en la zona del Central Miranda. Fidel se oponía a esta
idea y sólo les permitió algunas armas para este segundo frente, dando
órdenes que todas las posibles subieran a reforzar el nuestro. Seguimos la
marcha, para alejarnos de la incómoda compañía de unos guardias que
merodeaban cerca, pero antes decidimos subir al Turquino, era una operación
casi mística ésta de subir nuestro pico máximo y por otra parte estábamos ya
por toda la cresta de la Maestra muy cerca de su cumbre.
El Pico Turquino fue subido por toda la columna y allí arriba finalizó la
entrevista que Bob Taber hiciera al Movimiento, preparando una película que
fue televisada en los Estados Unidos cuando no éramos tan temidos. (Un hecho
ilustrativo: un guajiro que se nos unió, manifestó que Casillas le había
ofrecido $300 y una vaca parida si mataba a Fidel.) No eran los
norteamericanos solos los equivocados sobre el precio de nuestro máximo
dirigente.
Según un altímetro de campaña que llevábamos con nosotros, el Turquino
tenía 1.850 metros sobre el nivel del mar; lo apunto como dato curioso, pues
nunca comprobamos este aparato; pero, sin embargo, al nivel del mar trabajaba
bien y esta cifra de la altura del Turquino difiere bastante de las dadas por
los textos oficiales.
Como una compañía del ejército continuaba tras nuestras huellas,
Guillermo fue enviado con un grupo de compañeros a tirotearla; dado mi estado
asmático que me obligaba a caminar a la cola de la columna y no permitía
esfuerzos extra se me quitó la ametralladora que portaba, la Thompson, ya que
yo no podía ir al tiroteo. Como tres días tardaron en devolvérmela y fueron
de los más amargos que pasé en la Sierra, encontrándome desarmado cuando
todos los días podíamos tener encuentros con los guardias.
Por aquellos días, mayo de 1957, dos de los norteamericanos abandonaron
la columna con el periodista Bob Taber, que había acabado su reportaje, y
llegaron sanos y salvos a Guantánamo. Nosotros seguimos nuestro lento camino
por la cresta de la Maestra o sus laderas; haciendo contactos, explorando
nuevas regiones y difundiendo la llama revolucionaria y la leyenda de nuestra
tropa de barbudos por otras regiones de la Sierra. El nuevo espíritu se
comunicaba a la Maestra. Los campesinos venían sin tanto temor a saludarnos y
nosotros no temíamos la presencia campesina, puesto que nuestra fuerza
relativa había aumentado considerablemente y nos sentíamos más seguros contra
cualquier sorpresa del ejército batistiano y más amigos de nuestros guajiros.
[…] La
ofensiva final. La batalla de Santa Clara
El 9 de abril fue un sonado fracaso que en ningún momento puso en peligro
la estabilidad del régimen. No tan sólo eso: después de esta fecha trágica,
el gobierno pudo sacar tropas e ir poniéndolas gradualmente en Oriente y
llevando a la Sierra Maestra la destrucción. Nuestra defensa tuvo que hacerse
cada vez más dentro de la Sierra Maestra, y el gobierno seguía aumentando el
número de regimientos que colocaba frente a posiciones nuestras, hasta llegar
al número de diez mil hombres, con los que inicio la ofensiva el 25 de mayo,
en el pueblo de Las Mercedes, que era nuestra posición avanzada.
Allí se demostró la poca efectividad combatiente del ejército batistiano
y también nuestra escasez de recursos; 200 fusiles hábiles, para luchar
contra 10.000 armas de todo tipo; era una enorme desventaja. Nuestros
muchachos se batieron valientemente durante dos días, en una proporción de 1
contra 10 o 15; luchando, además, contra morteros, tanques y aviación, hasta
que el pequeño grupo debió abandonar el poblado. Era comandado por el capitán
Ángel Verdecia, que un mes más tarde moriría valerosamente en combate.
Ya por esa época, Fidel Castro había recibido una carta del traidor
Eulogio Cantillo, quien, fiel a su actitud politiquera de saltimbanqui, como
jefe de operaciones del enemigo, le escribía al jefe rebelde diciéndole que
la ofensiva se realizaría de todas maneras, pero que cuidara “El Hombre”
(Fidel) para esperar el resultado final. La ofensiva, efectivamente, siguió
su curso y en los dos meses y medio de duro batallar, el enemigo perdió más
de mil hombres entre muertos, heridos, prisioneros y desertores. Dejó en
nuestras manos seiscientas armas, entre las que contaban un tanque, doce
morteros, doce ametralladoras de trípode, veintitantos fusiles ametralladoras
y un sinnúmero de armas automáticas; además, enorme cantidad de parque y
equipo de toda clase, y cuatrocientos cincuenta prisioneros, que fueron
entregados a la Cruz Roja al finalizar la campaña.
El ejército batistiano salió con su espina dorsal rota, de esta postrera
ofensiva sobre la Sierra Maestra, pero aún no estaba vencido. La lucha debía
continuar. Se estableció entonces la estrategia final, atacando por tres
puntos: Santiago de Cuba, sometido a un cerco elástico; Las Villas, a donde
debía marchar yo; y Pinar del Río, en el otro extremo de la Isla, a donde
debía marchar Camilo Cienfuegos, ahora comandante de la columna 2, llamada
Antonio Maceo, para rememorar la histórica invasión del gran caudillo del 95,
que cruzara en épicas jornadas todo el territorio de Cuba, hasta culminar en
Mantua. Camilo Cienfuegos no pudo cumplir la segunda parte de su programa,
pues los imperativos de la guerra le obligaron a permanecer en Las Villas.
Liquidados los regimientos que asaltaron la Sierra Maestra; vuelto el
frente a su nivel natural y aumentadas nuestras tropas en efectivo y en
moral, se decidió iniciar la marcha sobre Las Villas, provincia céntrica. En
la orden militar dictada se me indicaba como principal labor estratégica, la
de cortar sistemáticamente las comunicaciones entre ambos extremos de la
Isla; se me ordenaba, además, establecer relaciones con todos los grupos
políticos que hubiera en los macizos montañosos de esa región, y amplias
facultades para gobernar militarmente la zona a mi cargo. Con esas
instrucciones y pensando llegar en cuatro días, íbamos a iniciar la marcha,
en camiones, el 30 de agosto de 1958, cuando un accidente fortuito
interrumpió nuestros planes: esa noche llegaba una camioneta portando uniformes
y la gasolina necesaria para los vehículos que ya estaban preparados cuando
también llego por vía aérea un cargamento de armas a un aeropuerto cercano al
camino. El avión fue localizado en el momento de aterrizar, a pesar de ser de
noche, y el aeropuerto fue sistemáticamente bombardeado desde las veinte
hasta las cinco de la mañana, hora en que quemamos el avión para evitar que
cayera en poder del enemigo o siguiera el bombardeo diurno, con peores
resultados. Las tropas enemigas avanzaron sobre el aeropuerto; interceptaron
la camioneta con la gasolina, dejándonos a pie. Así fue como iniciamos la
marcha el 31 de agosto, sin camiones ni caballos, esperando encontrarlos
luego de cruzar la carretera de Manzanillo a Bayamo. Efectivamente,
cruzándola encontramos los camiones, pero también —el día primero de
septiembre— un feroz ciclón que inutilizó todas las vías de comunicación,
salvo la carretera central, única pavimentada en esta región de Cuba,
obligándonos a desechar el transporte en vehículos. Había que utilizar, desde
ese momento, el caballo, o ir a pie. Andábamos cargados con bastante parque,
una bazooka con cuarenta proyectiles y todo lo necesario para una larga
jornada y el establecimiento rápido de un campamento.
Se fueron sucediendo días que ya se tornaban difíciles a pesar de estar
en el territorio amigo de Oriente: cruzando ríos desbordados, canales y
arroyuelos convertidos en ríos, luchando fatigosamente para impedir que se
nos mojara el parque, las armas, los obuses; buscando caballos y dejando los caballos
cansados detrás; huyendo a las zonas pobladas a medida que nos alejábamos de
la provincia oriental.
Caminábamos por difíciles terrenos anegados, sufriendo el ataque de
plagas de mosquitos que hacían insoportables las horas de descanso; comiendo
poco y mal, bebiendo agua de ríos pantanosos o simplemente de pantanos.
Nuestras jornadas empezaron a dilatarse y a hacerse verdaderamente horribles.
Ya a la semana de haber salido del campamento, cruzando el río Jobabo, que
limita las provincias de Camagüey y Oriente, las fuerzas estaban bastante
debilitadas. Este río, como todos los anteriores y como los que pasaríamos
después, estaba crecido. También se hacía sentir la falta de calzado en
nuestra tropa, muchos de cuyos hombres iban descalzos y a pie por los
fangales del sur de Camagüey.
La noche del 9 de septiembre, entrando en el lugar conocido por La
Federal, nuestra vanguardia cayo en una emboscada enemiga, muriendo dos
valiosos compañeros; pero el resultado más lamentable fue el ser localizados
por las fuerzas enemigas, que de allí en adelante no nos dieron tregua. Tras
un corto combate se redujo a la pequeña guarnición que allí había,
llevándonos cuatro prisioneros. Ahora debíamos marchar con mucho cuidado,
debido a que la aviación conocía nuestra ruta aproximada. Así llegamos, uno o
dos días después, a un lugar conocido por Laguna Grande, junto a la fuerza de
Camilo, mucho mejor montada que la nuestra. Esta zona es digna de recuerdo
por la cantidad extraordinaria de mosquitos que había, imposibilitándonos en
absoluto descansar sin mosquitero, y no todos lo teníamos.
Son días de fatigantes marchas por extensiones desoladas, en las que sólo
hay agua y fango, tenemos hambre, tenemos sed y apenas si se puede avanzar
porque las piernas pesan como plomo y las armas pesan descomunalmente.
Seguimos avanzando con mejores caballos que Camilo nos deja al tomar
camiones, pero tenemos que abandonarlos en las inmediaciones del central
Macareño. Los prácticos que debían enviarnos no llegaron y nos lanzamos sin
más, a la aventura. Nuestra vanguardia choca con una posta enemiga en el
lugar llamado Cuatro Compañeros, y empieza la agotadora batalla. Era al
amanecer, y logramos reunir, con mucho trabajo, una gran parte de la tropa,
en el mayor cayo de monte que había en la zona, pero el ejército avanzaba por
los lados y tuvimos que pelear duramente para hacer factible el paso de
algunos rezagados nuestros por una línea férrea, rumbo al monte. La aviación
nos localizo entonces, iniciando un bombardeo los B-26, los C-47, los grandes
C-3 de observación y las avionetas, sobre un área no mayor de doscientos
metros de flanco. Después de todo, nos retiramos dejando un muerto por una
bomba y llevando varios heridos, entre ellos al capitán Silva, que hizo todo
el resto de la invasión con un hombro fracturado.
El panorama, al día siguiente, era menos desolador, pues aparecieron
varios de los rezagados y logramos reunir a toda la tropa, menos 10 hombres
que seguirían a incorporarse con la columna de Camilo y con éste llegarían
hasta el frente norte de la provincia de Las Villas, en Yaguajay.
Nunca nos faltó, a pesar de las dificultades, el aliento campesino.
Siempre encontrábamos alguno que nos sirviera de guía, de práctico, o que nos
diera el alimento imprescindible para seguir. No era, naturalmente, el apoyo
unánime de todo el pueblo que teníamos en Oriente; pero, siempre hubo quien
nos ayudara. En oportunidades se nos delató, apenas cruzábamos una finca,
pero eso no se debía a una acción directa del campesinado contra nosotros,
sino a que las condiciones de vida de esta gente las convierte en esclavos
del dueño de la finca y, temerosos de perder su sustento diario, comunicaban
al amo nuestro paso por esa región y éste se encargaba de avisarle
graciosamente a las autoridades militares.
Una tarde escuchábamos por nuestra radio de campaña un parte dado por el
general Francisco Tabernilla Dolz, por esa época, con toda su prepotencia de
matón, anunciando la destrucción de las hordas dirigidas por Che Guevara y
dando una serie de datos de muertos, de heridos, de nombres de todas clases,
que eran el producto del botín recogido en nuestras mochilas al sostener ese
encuentro desastroso con el enemigo unos días antes, todo eso mezclado con
datos falsos de la cosecha del Estado Mayor del ejército. La noticia de
nuestra falsa muerte provocó en la tropa una reacción de alegría; sin
embargo, el pesimismo iba ganándola poco a poco; el hambre y la sed, el
cansancio, y la sensación de impotencia frente a las fuerzas enemigas que
cada vez nos cercaban más y, sobre todo, la terrible enfermedad de los pies
conocida por los campesinos con el nombre de mazamorra —que convertía en un
martirio intolerable cada paso dado por nuestros soldados—, habían hecho de
éste un ejército de sombras. Era difícil adelantar; muy difícil. Día a día
empeoraban las condiciones físicas de nuestra tropa y las comidas, un día sí,
otro no, otro tal vez, en nada contribuían a mejorar ese nivel de miseria,
que estábamos soportando. Pasamos los días más duros cercados en las
inmediaciones del central Baraguá, en pantanos pestilentes, sin una gota de
agua potable, atacados continuamente por la aviación, sin un solo caballo que
pudiera llevar por ciénagas inhóspitas a los mas débiles, con los zapatos
totalmente destrozados por el agua fangosa de mar, con plantas que lastimaban
los pies descalzos, nuestra situación era realmente desastrosa al salir
trabajosamente del cerco de Baraguá y llegar a la famosa trocha de Júcaro a
Morón, lugar de evocación histórica por haber sido escenario de cruentas luchas
entre patriotas y españoles en la guerra de independencia. No teníamos tiempo
de recuperarnos ni siquiera un poco cuando un nuevo aguacero, inclemencias
del clima, además de los ataques del enemigo o las noticias de su presencia,
volvían a imponernos la marcha. La tropa estaba cada vez más cansada y
descorazonada. Sin embargo, cuando la situación era más tensa, cuando ya
solamente al imperio del insulto, de ruegos, de exabruptos de todo tipo,
podía hacer caminar a la gente exhausta, una sola visión en lontananza animó
sus rostros e infundió nuevo espíritu a la guerrilla. Esa visión fue una
mancha azul hacia el Occidente, la mancha azul del macizo montañoso de Las
Villas, visto por vez primera por nuestros hombres.
Desde ese momento las mismas privaciones, o parecidas, fueron encontradas
mucho más clementes, y todo se antojaba más fácil. Eludimos el último cerco,
cruzando a nado el río Júcaro, que divide las provincias de Camagüey y Las
Villas, y ya pareció que algo nuevo nos alumbraba.
Dos días después estábamos en el corazón de la cordillera Trinidad-Sancti
Spíritus, a salvo, listos para iniciar la otra etapa de la guerra. El
descanso fue de otros dos días, porque inmediatamente debimos proseguir
nuestro camino y ponernos en disposición de impedir las elecciones que iban a
efectuarse el 3 de noviembre. Habíamos llegado a la región de montañas de Las
Villas el 16 de octubre. El tiempo era corto y la tarea enorme. Camilo
cumplía su parte en el norte, sembrando el temor entre los hombres de la
dictadura.
Nuestra tarea, al llegar por primera vez a la Sierra del Escambray,
estaba precisamente definida: había que hostilizar al aparato militar de la
dictadura, sobre todo en cuanto a sus comunicaciones. Y como objetivo
inmediato, impedir la realización de las elecciones. Pero el trabajo se
dificultaba por el escaso tiempo restante y por las desuniones entre los
factores revolucionarios, que se habían traducido en reyertas intestinas que
muy caro costaron, inclusive en vidas humanas.
Debíamos atacar a las poblaciones vecinas, para impedir la realización de
los comicios, y se establecieron los planes para hacerlo simultáneamente en
las ciudades de Cabaiguán, Fomento y Sancti Spíritus, en los ricos llanos del
centro de la isla, mientras se sometía el pequeño cuartel de Güinia de
Miranda —en las montañas— y, posteriormente, se atacaba el de Banao, con
escasos resultados. Los días anteriores al 3 de noviembre, fecha de las
elecciones, fueron de extraordinaria actividad: nuestras columnas se
movilizaron en todas direcciones, impidiendo casi totalmente la afluencia a
las urnas de los votantes de esas zonas. Las tropas de Camilo Cienfuegos, en
la parte norte de la provincia, paralizaron la farsa electoral. En general,
desde el transporte de los soldados de Batista hasta el tráfico de mercancía,
quedaron detenidos.
En Oriente, prácticamente no hubo votación; en Camagüey, el porcentaje
fue un poquito más elevado, y en la zona occidental, a pesar de todo, se
notaba un retraimiento popular evidente. Este retraimiento se logró en Las
Villas en forma espontánea, ya que no hubo tiempo de organizar
sincronizadamente la resistencia pasiva de las masas y la actividad de las
guerrillas.
Se sucedían en Oriente sucesivas batallas en los frentes primeros y
segundo, aunque también en el tercero —con la columna Antonio Guiteras—, que
presionaba insistente sobre Santiago de Cuba, la capital provincial. Salvo
las cabeceras de los municipios, nada conservaba el gobierno en Oriente.
Muy grave se estaba haciendo, además, la situación en Las Villas, por la
acentuación de los ataques a las vías de comunicación. Al llegar, cambiamos
en total el sistema de lucha en las ciudades, puesto que a toda marcha
trasladamos los mejores milicianos de las ciudades al campo de entrenamiento,
para recibir instrucción de sabotaje que resultó efectivo en las áreas
suburbanas.
Durante los meses de noviembre y diciembre de 1958 fuimos cerrando
gradualmente las carreteras. El capitán Silva bloqueó totalmente la carretera
de Trinidad a Sancti Spíritus y la carretera central de la Isla fue
seriamente dañada cuando se interrumpió el puente sobre el río Tuinicú, sin
llegarse a derrumbar; el ferrocarril central fue cortado en varios puntos,
agregando que el circuito sur estaba interrumpido por el segundo frente y el
circuito norte cerrado por las tropas de Camilo Cienfuegos, por lo que la
Isla quedó dividida en dos partes. La zona mas convulsionada, Oriente,
solamente recibía ayuda del gobierno por aire y mar, en una forma cada vez
más precaria. Los síntomas de descomposición del enemigo aumentaban.
Hubo que hacer en el Escambray una intensísima labor en favor de la
unidad revolucionaria, ya que existía un grupo dirigido por el comandante
Gutiérrez Menoyo (Segundo Frente Nacional del Escambray), otro del directorio
Revolucionario (capitaneado por los comandantes Faure Chomón y Rolando
Cubela), otro pequeño de la Organización Autentica (OA), otro del Partido
Socialista Popular (comandado por Torres), y nosotros; es decir, cinco
organizaciones diferentes actuando con mandos también diferentes y en una
misma provincia. Tras laboriosas conversaciones que hube de tener con sus
respectivos jefes, se llegó a una serie de acuerdos entre las partes y se
pudo ir a la integración de un frente aproximadamente común.
A partir del 16 de diciembre las roturas sistemáticas de los puentes y
todo tipo de comunicación habían colocado a la dictadura en situación difícil
para defender sus puestos avanzados y aun los mismos de la carretera central.
En la madrugada de ese día fue roto el puente sobre el río Falcón, en la
carretera central, y prácticamente interrumpidas las comunicaciones entre La
Habana y las ciudades al este de Santa Clara, capital de Las Villas, así como
una serie de poblados —el más meridional, Fomento— eran sitiados y atacados
por nuestras fuerzas. El jefe de la plaza se defendió más o menos eficazmente
durante algunos días, pero a pesar del castigo de la aviación a nuestro
Ejército Rebelde, las desmoralizadas tropas de la dictadura no avanzaban por
tierra en apoyo de sus compañeros. Comprobando la inutilidad de toda
resistencia, se rindieron, y más de cien fusiles fueron incorporados a las
fuerzas de la libertad.
Sin darle tregua al enemigo, decidimos paralizar de inmediato la
carretera central, y el día 21 de diciembre se atacó simultáneamente a
Cabaiguán y Guayos, sobre la misma. En pocas horas se rendía este último
poblado y dos días después, Cabaiguán con sus noventa soldados. (La rendición
de los cuarteles se pactaba sobre la base política de dejar en libertad a la
guarnición, condicionado a que saliera del territorio libre. De esa manera se
daba la oportunidad de entregar las armas y salvarse.) En Cabaiguán se
demostró de nuevo la ineficacia de la dictadura que en ningún momento reforzó
con infantería a los sitiados.
Camilo Cienfuegos atacaba en la zona norte de Las Villas a una serie de
poblados, a los que iba reduciendo, a la vez que establecía el cerco a
Yaguajay, último reducto donde quedaban tropas de la tiranía, al mando de un
capitán de ascendencia china, que resistió once días, impidiendo la
movilización de las tropas revolucionarias de la región, mientras las
nuestras seguían ya por la carretera central avanzando hacia Santa Clara, la
capital.
Caído Cabaiguán, nos dedicamos a atacar a Placetas, rendido en un solo
día de lucha, en colaboración activa con la gente del Directorio
Revolucionario. Después de tomar Placetas, liberamos en rápida sucesión a
Remedios y a Caibarién, en la costa norte, y puerto importante el segundo. El
panorama se iba ensombreciendo para la dictadura, porque a las continuas
victorias obtenidas en Oriente, el Segundo Frente del Escambray derrotaba
pequeñas guarniciones y Camilo Cienfuegos controlaba el norte.
Al retirarse el enemigo de Camajuaní sin ofrecer resistencia, quedamos listos
para el asalto definitivo a la capital de la provincia de Las Villas. (Santa
Clara es el eje del llano central de la isla, con 150.000 habitantes, centro
ferroviario y de todas las comunicaciones del país.) Está rodeada por
pequeños cerros pelados, los que estaban tomados previamente por las tropas
de la dictadura.
En el momento del ataque, nuestras fuerzas habían aumentado
considerablemente su fusilería, en la toma de distintos puntos y en algunas
armas pesadas que carecían de municiones. Teníamos una bazooka sin
proyectiles y debíamos luchar contra una decena de tanques, pero también
sabíamos que, para hacerlo con efectividad, necesitábamos llegar a los
barrios poblados de la ciudad, donde el tanque disminuye en mucho su
eficacia.
Mientras las tropas del Directorio Revolucionario se encargaban de tomar
el cuartel número 31 de la Guardia Rural, nosotros nos dedicábamos a sitiar
casi todos los puestos fuertes de Santa Clara; aunque, fundamentalmente,
establecíamos nuestra lucha contra los defensores del tren blindado situado a
la entrada del camino de Camajuaní, posiciones defendidas con tenacidad por
el ejército, con un equipo excelente para nuestras posibilidades.
El 29 de diciembre iniciamos la lucha. La Universidad había servido, en
un primer momento, de base de operaciones. Después establecimos comandancia
más cerca del centro de la ciudad. Nuestros hombres se batían contra tropas
apoyadas por unidades blindadas y las ponían en fuga, pero muchos de ellos
pagaron con la vida su arrojo y los muertos y heridos empezaron a llenar los
improvisados cementerios y hospitales.
Recuerdo un episodio que era demostrativo del espíritu de nuestra fuerza
en esos días finales. Yo había amonestado a un soldado, por estar durmiendo
en pleno combate y me contestó que lo habían desarmado por habérsele escapado
un tiro. Le respondí con mi sequedad habitual: “Gánate otro fusil yendo
desarmado a la primera línea... si eres capaz de hacerlo”. En Santa Clara,
alentando a los heridos en el Hospital de Sangre, un moribundo me tocó la
mano y dijo: “¿Recuerda, comandante? Me mandó a buscar el arma en Remedios...
y me la gané aquí”. Era el combatiente del tiro escapado, quien minutos
después moría, y me lució contento de haber demostrado su valor. Así es
nuestro Ejército Rebelde.
Las lomas del Cápiro seguían firmes y allí estuvimos luchando durante
todo el día 30, tomando gradualmente al mismo tiempo distintos puntos de la
ciudad. Ya en ese momento se habían cortado las comunicaciones entre el
centro de Santa Clara y el tren blindado. Sus ocupantes, viéndose rodeados en
las lomas del Cápiro trataron de fugarse por la vía férrea y con todo su
magnífico cargamento cayeron en el ramal destruido previamente por nosotros,
descarrilándose la locomotora y algunos vagones. Se estableció entonces una
lucha muy interesante en donde los hombres eran sacados con cócteles Molotov
del tren blindado, magníficamente protegidos aunque dispuestos sólo a luchar
a distancia, desde cómodas posiciones y contra un enemigo prácticamente
inerme, al estilo de los colonizadores con los indios del Oeste
norteamericano. Acosados por hombres que, desde puntos cercanos y vagones
inmediatos lanzaban botellas de gasolina encendida, el tren se convertía
—gracias a las chapas del blindaje— en un verdadero horno para los soldados.
En pocas horas se rendía la dotación completa, con sus 22 vagones, sus
cañones antiaéreos, sus ametralladoras del mismo tipo, sus fabulosas
cantidades de municiones (fabulosas para lo exiguo de nuestras dotaciones,
claro está).
Se había logrado tomar la central eléctrica y toda la parte noroeste de
la ciudad, dando al aire el anuncio de que Santa Clara estaba casi en poder
de la Revolución. En aquel anuncio que di como Comandante en Jefe de las
Fuerzas Armadas de Las Villas, recuerdo que tenía el dolor de comunicar al
pueblo de Cuba la muerte del capitán Roberto Rodríguez El Vaquerito, pequeño
de estatura y de edad, jefe del “Pelotón Suicida”, quien jugó con la muerte
una y mil veces en lucha por la libertad. El “Pelotón Suicida” era un ejemplo
de moral revolucionaria, y a ese solamente iban voluntarios escogidos. Sin
embargo, cada vez que un hombre moría —y eso ocurría en cada combate— al
hacerse la designación del nuevo aspirante, los desechados realizaban escenas
de dolor que llegaban hasta el llanto. Era curioso ver a los curtidos y
nobles guerreros, mostrando su juventud en el despecho de unas lágrimas, por
no tener el honor de estar en el primer lugar de combate y de muerte.
Después caía la estación de Policía, entregando los tanques que la defendían
y, en rápida sucesión se rendían al comandante Cubela el cuartel numero 31, a
nuestras fuerzas, la cárcel, la audiencia, el palacio del Gobierno
Provincial, el Gran Hotel, donde los francotiradores se mantuvieron
disparando desde el décimo piso casi hasta el final de la lucha.
En ese momento sólo quedaba por rendirse el cuartel Leoncio Vidal, la
mayor fortaleza del centro de la Isla. Pero ya el día primero de enero de
1959 había síntomas de debilidad creciente entre las fuerzas defensoras. En
la mañana de ese día mandamos a los capitanes Nuñez Jiménez y Rodríguez de la
Vega a pactar la rendición del cuartel. Las noticias eran contradictorias:
Batista había huido ese día, desmoronándose la Jefatura de las Fuerzas
Armadas. Nuestros dos delegados establecían contacto por radio con Cantillo,
haciéndole conocer la oferta de rendición, pero éste estimaba que no era
posible aceptarla porque constituía un ultimátum y que él había ocupado la
Jefatura del Ejército siguiendo instrucciones precisas del líder Fidel
Castro. Hicimos inmediato contacto con Fidel, anunciándole las nuevas, pero
dándole la opinión nuestra sobre la actitud traidora de Cantillo, opinión que
coincidía absolutamente con la suya. (Cantillo permitió en esos momentos
decisivos que se fugaran todos los grandes responsables del gobierno de
Batista, y su actitud era más triste si se considera que fue un oficial que
hizo contacto con nosotros y en quien confiamos como un militar con
pundonor.)
Los resultados siguientes son por todos conocidos: la negativa de Castro
a reconocerle; su orden de marchar sobre la ciudad de La Habana; la posesión
por el coronel Barquín de la Jefatura del Ejército, luego de salir de la
prisión de Isla de Pinos; la toma de la Ciudad Militar de Columbia por Camilo
Cienfuegos y de la Fortaleza de la Cabaña por nuestra columna 8, y la
instauración final, en cortos días, de Fidel Castro como Primer Ministro del
Gobierno Provisional. Todo esto pertenece a la historia política actual del
país.
Ahora estamos colocados en una posición en la que somos mucho más de
simples factores de una nación; constituimos en este momento la esperanza de
la América irredenta. Todos los ojos —los de los grandes opresores y los de
los esperanzados— están fijos en nosotros. De nuestra actitud futura que presentemos,
de nuestra capacidad para resolver los múltiples problemas, depende en gran
medida el desarrollo de los movimientos populares en América, y cada paso que
damos está vigilado por los ojos omnipresentes del gran acreedor y por los
ojos optimistas de nuestros hermanos de América.
Con los pies firmemente asentados en la tierra, empezamos a trabajar y a
producir nuestras primeras obras revolucionarias, enfrentándonos con las
primeras dificultades. Pero ¿cuál es el problema fundamental de Cuba, sino el
mismo de toda América, el mismo incluso del enorme Brasil, con sus millones
de kilómetros cuadrados, con su país de maravilla que es todo un Continente?
La monoproducción. En Cuba somos esclavos de la caña de azúcar, cordón
umbilical que nos ata al gran mercado norteño. Tenemos que diversificar
nuestra producción agrícola, estimular la industria y garantizar que nuestros
productos agrícolas y mineros y —en un futuro inmediato— nuestra producción
industrial, vaya a los mercados que nos convengan por intermedio de nuestra
propia línea de transporte.
La primera gran batalla del gobierno se dará con la Reforma Agraria, que
será audaz, integral, pero flexible: destruirá el latifundio en Cuba, aunque
no los medios de producción cubanos. Será una batalla que absorba en buena
parte la fuerza del pueblo y del gobierno durante los años venideros. La
tierra se dará al campesino gratuitamente. Y se pagará a quien demuestre
haberla poseído honradamente, con bonos de rescate a largo plazo; pero
también se dará ayuda técnica al campesino, se garantizarán los mercados para
los productos del suelo y se canalizará la producción con un amplio sentido
nacional de aprovechamiento en conjunción con la gran batalla de la Reforma
Agraria, que permita a las incipientes industrias cubanas, en breve tiempo,
competir con las monstruosas de los países en donde el capitalismo ha
alcanzado su más alto grado de desarrollo. Simultáneamente con la creación
del nuevo mercado interno que logrará la Reforma Agraria, y la distribución
de productos nuevos que satisfagan a un mercado naciente, surgirá la
necesidad de exportar algunos productos y hará falta el instrumento adecuado
para llevarlos a uno y a otro punto del mundo. Dicho instrumento será una
flota mercante, que la Ley de Fomento Marítimo ya aprobada, prevé. Con esas
armas elementales, los cubanos iniciaremos la lucha por la liberación total
del territorio. Todos sabemos que no será fácil, pero todos estamos
conscientes de la enorme responsabilidad histórica del Movimiento 26 de
Julio, de la Revolución cubana, de la Nación en general, para constituir un
ejemplo para todos los pueblos de América, a los que no debemos defraudar.
Pueden tener seguridad nuestros amigos del Continente insumiso que, si es
necesario, lucharemos hasta la última consecuencia económica de nuestros
actos y si se lleva más lejos aún la pelea, lucharemos hasta la última gota
de nuestra sangre rebelde, para hacer de esta tierra una república soberana,
con los verdaderos atributos de una nación feliz, democrática y fraternal de
sus hermanos de América.
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