Juan
Bosch
(República
Dominicana, 1909-2001)
En un bohío
La mujer no se atrevía a pensar. Cuando
creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después
volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de
letargo.
El bohío era una miseria. Ya estaba negro
de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería
inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que
no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.
Otra vez rumor de voces. Corrió a la
puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más:
¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el
condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los
pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio,
detrás del bohío.
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a
verlo, deshecha, con ganas de llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.
—Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?
Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la
frente del niño y la sentía arder.
—¿No era taita, mama?
—No —negó—. Tu taita viene después.
El niño cerró los ojos y se puso de lado.
Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.
—Yo lo vide, mama. Taba ah í y me trujo un
pantalón nuevo...
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse,
como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era
el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con
qué comprarle una medicina.
El niño pareció dormitar y la madre se
levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al
respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos
serenos. Desde que nació había sido callado.
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre
—flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de
listado— no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo
le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su
marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces
sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin
comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie
saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez —justamente
dos días antes de entregarse— todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el
maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se
entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría
en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos
—la hembrita y los dos niños—, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el
conuco ni ira¡ monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los
lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado
temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego
alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y
barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el
conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas
empezaron a pudrirse.
Pero mejor era no recordar esas cosas.
Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora
de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en
nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido
temprano y no volvía. Y la madre ojeba el camino, llena de ansiedad.
Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba:
alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío con los
músculos del cuello tensos y los ojos duros. Sentía que le faltaba el aire.
Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le abligaba a distender
las ventanas de la nariz. De pronto vió un sombrero de cana que ascendía y
coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero
algo la sostuvo allí, como clavada Debajo del sombrero apareció un rostro
difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vió al
hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos
pasos, ella le miró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel
desconocido estaba deseando algo.
Había una serie de imágenes vagas pero
amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfermos, Teo.
Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre.
—Saludo —había dicho él.
Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la
mano y suplicó:
—Déme algo, alguito.
El hombre la midió con los ojos, sin bajar
del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin
duda estaba sola y que sin duda, también deseaba a un hombre.
—Déme alguito —insistía ella.
Y de súbito en esa cabeza atormentada
penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender
algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además comprendió que
era un hombre y que la veía como a mujer.
—Bájese —dijo ella, muerta de vergüenza.
El hombre se tiró del caballo.
—Yo no más tengo medio peso —aventuró él.
Serena ya, dueña de sí, ella dijo:
—Ta bien; dentre.
El hombre perdió su recelo y pareció sentir
una súbita alegría. Agarró la jáquima del caballo y se puso a amarrarla al pie
del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el peor momento, sintió que
se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no estaban
enfermos. Ten la ganas de llorar y de estar muerta.
El hombre entró preguntando:
—¿Aquí?
Ella cerró los ojos e indicó que hiciera
silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma, se acercó a la puerta
del aposento; asomó la cabeza y vió a los niños dormitar. Entonces dió la cara al
extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vió que los ojos de
la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.
—Unjú, aquí —afirmó ella.
El hombre se le acercó, respirando
sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se
volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un
haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos
hinchados. Era pequeña, quemada, huesos y pellejos nada más.
—¿Qué te pasó, Minina? —preguntó la madre.
La niña sollozaba y no quería hablar. La
madre perdió la paciencia.
—¡Diga pronto!
—En el río —dijo la pequeña—; pasando el
río... Se mojó el papel y na má quedó esto.
En el puñito tenía todo el arroz que había
logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, recostada
contra las tablas del bohío.
La madre sintió que ya no podía más. Entró,
y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por completo al
hombre, y cuando lo vió tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de la situación.
—Vino la muchacha, mi muchacha... Váyase
—dijo.
Se sentía muy cansada y se arrimó a la
puerta. Con los ojos turbios vió al hombre pasarle por el lado, desamarrar la
jáquima y subir el caballo; después lo siguió mientras él se alejaba. Ardía el
sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio peso,
medio peso perdío”.
—Mama —llamó el niño adentro—. ¿No era
taita? ¿No tuvo aquí taita?
Pasándole la mano por la frente, que ardía
como hierro al sol, ella se quedó respondiendo:
—No, jijo. Tu taita viene dispués, más
tarde.
Cuáles valores predominan en este cuento
ResponderEliminaresperanza
EliminarQue Tipo De Comunicacion Ahy En El Cuento
ResponderEliminarEl Amor
ResponderEliminarEl Amor
ResponderEliminarCuálrs son los valores y antivalores de la obra?
ResponderEliminarValores y antivalores de este cuento
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