Yo había tratado de poner en acción la tesis de que es difícil acabar con el pasado, porque el pasado está vivo en el presente si hay un solo actor del hecho actual que responde a los sentimientos o las ideas de atrás.
En diciembre de 1962, cívicos y sacerdotes habían levantado la losa que cubría los despojos del tirano y éste había salido de la tumba y volvía a adueñarse del país. El Pueblo, sin embargo, no podía verlo; el Pueblo no ve lo que no tiene cuerpo. Para el Pueblo, Trujillo estaba enterrado en París y Ramfis y sus tíos estaban en el exilio.
Desde el 5 de abril de 1958 hasta el 4 del mismo mes de 1961, yo había estado viviendo en Venezuela. A mediados de 1959, si no recuerdo mal, y a petición de Julio César Martínez, que se había hecho cargo de la jefatura de redacción de la revista Momento, escribí tres artículos de pura ciencia política.
Los artículos provocaron cartas de lectores y hasta una respuesta bastante agria de un periodista comunista en que me acusaba de estar frenando la futura revolución dominicana.
Rómulo Betancourt, que era ya Presidente de Venezuela, me pidió que ampliara la pequeña serie porque a su juicio mis artículos hacían falta para llevar el tema político a cierta altura.
Después de un exilio de varios años, Julio César Martínez había retornado a Santo Domingo y había reiniciado la publicación de su semanario Renovación, que había sido cerrado en los días de Trujillo. Martínez publicó algunos de esos artículos y sobre uno de ellos se basaron los del padre Láutico García para afirmar que yo era marxista-leninista.
Hay una ciencia política en que se estudian los sistemas y las filosofías que ha producido la humanidad y hay una actividad política menuda en que se habla esto y aquello de un Gobierno o de un líder acusándolo de tal o cual cosa. La ciencia política había sido debatida en Venezuela desde los días de las guerras de Bolívar, y el mismo Bolívar expresaba a menudo conceptos políticos de verdadera novedad, lo cual podía hacer porque en medida más o menos grande, tenía un auditorio capaz de entenderlos. Ese no era el caso de la República Dominicana; en la República Dominicana, con la excepción de Hostos, nadie habló nunca el lenguaje de la ciencia política: se hablaba de política, lo que significa que se chismeaba acerca de Fulano y de Zutano o se les defendía con fanatismo, y en los mejores casos se hablaba de cosas que había que hacer para mejorar la suerte del país; pero nadie —hasta donde yo sepa— tocó nunca el tema de las concepciones políticas que el hombre había creado a lo largo de la historia humana.
En forma modesta, como cuadraba a la modestia de mis conocimientos, yo había hecho eso en Venezuela, y lo que había hecho en Venezuela con la aprobación y el estímulo de gente del Pueblo, de líderes y de intelectuales demócratas, resultaba en Santo Domingo la prueba de que yo era comunista. No había la menor duda de que la sombra de Trujillo había vuelto a tomar los mandos del país.
La situación se presentaba con mal cariz. Ya estábamos a pocos días de las elecciones; los dos partidos comunistas —el PSP y el MPD— habían predicado la abstención electoral y el 14 de Junio se había dejado influir por esa prédica.
A la gran masa dominicana podía hacerle mella esa propaganda. Para un trabajador y para uno de los millares de sin trabajo que de vez en cuando podían ganar un peso en una ocupación pasajera, anticomunismo no significaba lo que significaba para la gente de alta, mediana y pequeña clase media.
En los días de Trujillo, cuando un obrero pedía diez centavos de aumento en el jornal, se le mataba por comunista; cuando un campesino pobre quería defender sus tierras de la incautación forzosa de un Trujillo, se le colgaba por comunista. Los hombres y las mujeres del Pueblo le temían al anticomunismo porque éste era un aspecto —y el que justificaba las mayores crueldades— del trujillismo. Pero había una diferencia importante entre anticomunismo y comunismo. A la gente del Pueblo no le gustaba el anticomunismo militante a lo Trujillo, y sin embargo la idea de que yo fuera comunista podía asustarla tanto como hubiera podido asustarla que yo hubiera sido un cazador profesional de comunistas.
Los sacerdotes tenían una influencia quizá decisiva en la alta clase media y bastante influencia en la mediana y la pequeña clase media; tenían influencia prácticamente total en ciertas zonas campesinas (…), y en la alta oficialidad de las fuerzas armadas, y éstas podían usar su autoridad sobre los soldados para que propagaran por los campos de donde eran oriundos que nosotros éramos comunistas; pero la Iglesia no influía en las masas de obreros y sin trabajo, (…)
La campaña contra el 14 de Junio había sido relativamente fácil porque el 14 de Junio reclutó su militancia entre los jóvenes de la alta y la mediana clase media, lo cual no sucedía en el PRD. La propaganda de algunos sacerdotes no podría en ningún caso debilitar al PRD hasta el grado de reducirlo a un partido de segundo orden; sin embargo sí influía decisivamente en el campesinado, (…)
Si la propaganda de los púlpitos y los confesionarios se hubiera limitado a ser antiperredeísta, el daño que podía hacernos era soportable. Pero no se detenía en ese límite; iba más allá y nos acusaba de comunistas. En La Vega, por ejemplo, ciudad que era centro de una zona muy católica, un sacerdote se negó a cantar una misa que querían dar los jóvenes del PRD “porque el PRD es comunista”.
Los sacerdotes que habían desatado sobre el PRD la lengua sagrada de los salmos —una lengua que debería atenerse únicamente a la glorificación del Señor y a la propaganda de la religión— no habían dicho que los dominicanos debían votar por los cívicos o por los socialcristianos; habían afirmado que yo, el candidato del PRD, era comunista; y para hacer frente a esa acusación autorizada por los representantes de Dios en este mundo de miserias, yo tenía que demostrarle al Pueblo que los sacerdotes no decían la verdad. La tarea no era fácil. El Comité Ejecutivo Nacional del PRD se dirigió a la alta jerarquía católica pidiéndole que aclarara la situación; la alta jerarquía respondió con un comunicado que no aclaraba nada y, por tanto, confundía más a todo el mundo. La alta jerarquía de la Iglesia dominicana se lavaba las manos como Poncio Pilatos mientras un grupo de fariseos gritaba: “¡Suelta a Barrabás, queremos a Barrabás!”. Rápidamente, planeamos una estrategia de emergencia: yo me retiraría como candidato presidencial, y si a pesar de eso la Iglesia no desautorizaba al padre García, invitaría al padre a una polémica a través de la televisión; ahora bien, como era posible que el padre recibiera orden de no aceptar la polémica, mi invitación se haría a última hora, cuando ya la jerarquía católica tuviera conciencia de la responsabilidad que le cabría en caso de que el PRD no fuera a las elecciones. Salvador Pittaluga, que sostenía un programa de televisión, se dio cuenta de que tenía ante sí una oportunidad que difícilmente volvería a tener en años, y habló con el padre García. La idea de Pittaluga era escoger un intelectual de prestigio como moderador, pero yo le dije que debía ser él mismo. A través de Pittaluga, el sacerdote impuso una sola condición: que la polémica no se saldría en ningún caso del tema que la provocaba, es decir, su aseveración de que yo era marxista-leninista. Acepté, desde luego.
El encuentro duró varias horas, con todo el país pendiente de sus resultados, pues al mismo tiempo que por televisión, se transmitía por radio. Probablemente más de un millón de dominicanos estuvieron hasta cerca de las dos de la mañana pegados a televisores y radios. Muchas mujeres ofrecieron promesas de ir al Santo Cerro y a Higüey —los dos santuarios dominicanos—, de vestir hábitos, pagar misas y velas y de hacer penitencia con tal de que el padre Láutico García no saliera vencedor esa noche; de donde resulta que la religión que los sacerdotes predicaban servía para que numerosos de sus fieles consolaran la pena que esos sacerdotes les causaban. El padre Láutico García era español, razón por la cual yo llevé al estudio de televisión un diccionario de la Real Academia Española seguro de que no lo rechazaría, y con ese diccionario se dilucidaría si el padre decía la verdad al acusarme de marxista-leninista, pues de la interpretación que él había hecho de los artículos en que basaba la acusación, yo había sacado en claro una cosa: el sacerdote había tomado las palabras en su valor callejero; no se había dado cuenta de que esos artículos eran de ciencia política y no tomó las palabras en su estricto sentido científico.
Hasta ese momento, un número alto de gente de la pequeña y la mediana clase media se había negado a oír mis charlas de radio. Esa gente creía que yo era un demagogo. Ellos oían a los cívicos y a los partidarios de otros grupos decir que yo hablaba para “la chusma”, “la plebe”, que mi lenguaje era el del Pueblo. Pero esa noche me oyeron porque esperaban ver al padre Láutico García apabullarme con su sabiduría, la sabiduría tradicional de los jesuitas. Y esa noche, sin que me lo propusiera, tuve que hablar la lengua que exigían las circunstancias, la que me habían enseñado los distinguidos autores de tratados de ciencias políticas y sociales que había tenido que leer durante años. Esa noche, pues, unos cuantos miles de dominicanos descubrieron quién era el candidato del PRD; de manera que al terminar la polémica había quizá cincuenta mil perredeístas más que el día en que Monseñor Pérez Sánchez inició la ofensiva sacerdotal con la ingeniosa acusación de que Thelma Frías había hecho algo que equivalía a reemplazar el escudo de la bandera por la hoz y el martillo.
El padre García se había resistido tenazmente a reconocer que yo no era comunista, pero yo sentía, allí en el estudio de televisión, que ya todo el Pueblo acusaba en su intimidad al sacerdote de negarse a decir algo que era evidente a sus ojos.
El padre García no tenía argumentos con que mantenerse en su posición, pero no cedía. Y de pronto comenzó a leer párrafos de un libro. Cuando terminó le dije: “Yo no he escrito eso en mi vida, padre”. “No, no lo escribió usted; lo escribió Ángel Miolán”, respondió.
El padre Láutico García había exigido, a través de Salvador Pittaluga, que la polémica se mantuviera en el terreno estricto de la acusación que él me había hecho a mí, sólo a mí, y yo había aceptado. Pero el padre Láutico García, quizá sin él mismo saberlo, servía la estrategia de “el golpe primero, las elecciones después”. Estábamos a una altura —era la noche del 18 al 19 de diciembre, y las elecciones serían el día 20— en que era imposible evitar las elecciones y con ellas la victoria del PRD; pero todavía era tiempo de echar las bases del golpe futuro, y en ese golpe iba a jugar un papel muy importante ese rumor de “Juan Bosch no lo es, pero Ángel Miolán sí es comunista”. Y resultaba que Ángel Miolán no había sido nunca comunista. Había sido aprista, en sus días de México; y toda persona versada en filiaciones políticas en América sabe que aprismo y comunismo son posiciones tan opuestas como lo eran años atrás evangelistas y católicos, y así como unos y otros tienen a Cristo por la base de sus creencias, así apristas y comunistas tienen en la filosofía de Carlos Marx su fuente de origen. El lenguaje socio-político de casi todos los partidos modernos del mundo occidental es parecido; socialistas de Europa, apristas del Perú, revolucionarios de México, acción democratita de Venezuela, liberales de Colombia, hablan de proletariado, lucha de clases, burguesía, imperialismo, revolución social. En aquellas páginas escritas por Ángel Miolán en el México de 1938 ó 1939, cuando todo México trepidaba bajo el impulso revolucionario, no había el menor asomo de comunismo.
El padre Láutico García acabó admitiendo que yo no era comunista, pero dejó en el aire, flotando como un veneno, la idea de que Ángel Miolán lo era; en suma, el plan golpista era ya una semilla en la tierra, que no tardaría en germinar.
“Golpe primero y elecciones después”. Y así se hizo, aunque a la vista del Pueblo parece que hubo elecciones primero y golpe después.
EL PAPEL DE LA IGLESIA EN EL GOLPE
El padre Láutico García admitió que yo no era comunista, pero los sacerdotes que habían tomado la vanguardia en la ofensiva contra el PRD no cejaron un paso; al contrario, pasadas las elecciones organizaron la lucha y no la abandonaron ni siquiera después de caído el Gobierno constitucional. Como me daba cuenta de que sería así, no recibí como señal de paz la admisión de que yo no era comunista, hecha por el padre García ante todo el Pueblo: “¿Insiste usted en no ser candidato presidencial?”, me preguntó el moderador en el último minuto de la entrevista. Y le respondí: “No quiero ser candidato porque sé que el PRD ganará las elecciones, y si las ganamos, el Gobierno que yo presida no podrá gobernar: será derrocado por comunista en poco tiempo”.
Ya era imposible, sin embargo, renunciar a la candidatura. Afuera del estudio de televisión esperaba una multitud regocijada; en los barrios las calles estaban animadas como de día, a pesar de que eran las dos de la mañana; los centenares de millares de perredeístas que lanzaban a esa hora vivas entusiastas en todos los rincones del país, esperaban ir a votar treinta horas después. Yo tuve que aceptar esa presión de las masas, y si hay algo de que me arrepiento en la vida es de haber aceptado ir a la elección como candidato presidencial sabiendo, como lo sabía sin la menor duda, que el Gobierno que me iba a tocar encabezar sería derrocado quizá antes de que tomara el poder.
“El mundo se divide en dos bandos: el de los que aman y edifican y el de los que odian y destruyen”, había dicho Martí. El odio de la casta de “primera” y de la alta clase media al Pueblo, operando sobre una clase media sin propósitos, sin principios, sin patriotismo, sin amor, iba a destruir en poco tiempo lo que el Pueblo había hecho con su fe democrática. Todo lo que la gente de “primera” había aprendido en la Universidad de Santo Domingo y en universidades extranjeras, los libros que habían leído, los títulos que habían obtenido, fue usado para esa tarea destructora. Uno de esos “líderes” de ventorrillos políticos lanzó a la calle esta peregrina teoría: “Las elecciones no son válidas porque Juan Bosch engañó al Pueblo”.
Todavía estaba distante el día en que yo asumiría la Presidencia y ya se tergiversaba la doctrina democrática en forma tan increíble. Todo el mundo sabe que las doctrinas políticas son producto de pactos sociales, que se establecen sobre un acuerdo expreso o tácito de la sociedad, y que todas, sin excepción, reconocen que en cada una de ellas hay un punto de partida convencional y sin embargo dogmático en sus resultados —y yo diría que en su propia naturaleza de hecho que no admite discusión—, y que no hay forma humana de fundar un sistema político sin esa convención fundamental. El sistema democrático parte de un punto: la soberanía reside sólo en el Pueblo y lo que éste decide por voluntad mayoritaria es sagrado, y por tanto debe ser admitido sin un titubeo por todas las partes. En pocas palabras, no puede haber democracia representativa si no se acepta que la voluntad del Pueblo, expresada libre, legítima y limpiamente, es la base misma del sistema.
Las elecciones dominicanas del 20 de diciembre de 1962, supervisadas por la OEA, no fueron impugnadas, ni en conjunto ni en detalle, por ninguno de los grupos políticos que tomaron parte en ellas; toda América las comentó jubilosamente como unas elecciones modelo. Sin embargo, uno de los candidatos presidenciales, que había sacado apenas el uno por ciento de los votos, decía que no eran válidas porque “Juan Bosch había engañado al Pueblo”, esto es, el Pueblo había votado por el PRD engañado por mí. El autor* de esa novedosa reforma a la doctrina del Gobierno democrático representativo había sido un exilado de Trujillo durante más de veinticinco años, era médico graduado en la Sorbona, había sido profesor de Filosofía en una universidad de Venezuela, había escrito varios libros. ¿Qué podía esperarse de los dominicanos que no habían recibido esa preparación? Ese ilustre reformador de una doctrina que tenía casi doscientos años de aplicación en los países más avanzados de Occidente había descubierto, para gloria de la inteligentica dominicana, que los que ganan elecciones engañan al Pueblo, de donde resulta que los que las ganan por más del sesenta por ciento de la votación total —como fue el caso del PRD en esa ocasión— son criminales peores que los que las ganan por márgenes estrechos, puesto que engañan a más ciudadanos; y ese extraordinario descubridor era, como por casualidad, un típico dominicano de “primera”, nieto y biznieto de Presidentes de la República.
Ahora bien, algunos sacerdotes extranjeros, que no eran gente dominicana de “primera”, ¿por qué tomaron con tanto entusiasmo sobre los hombros la tarea de impedir que la democracia se desarrollara en Santo Domingo? ¿Quién los dirigía; qué poder desconocido de aquende o allende los mares les daba órdenes: a qué señor servían? Tal vez a muchos señores al mismo tiempo. Los jesuitas españoles y les jesuitas dominicanos, así como jóvenes
* Se trata de Juan Isidro Jimenes Grullón, quien había sido candidato presidencial por el minúsculo Partido Alianza Social Demócrata (N. del E.).
Dominicanos miembros de otras congregaciones, tenían una actitud política: eran socialcristianos y querían, si no el triunfo de los social-cristianos, por lo menos que estos hicieran buen papel electoral y llevaran a algunos de sus hombres a las Cámaras y a los Ayuntamientos. En términos generales, los sacerdotes social-cristianos no fueron conspiradores; tampoco sería justo decir que respaldaron al Gobierno constitucional.
Otro sector, el de sacerdotes dominicanos más viejos —o extranjeros avecindados en el país de hacía muchos años—, incluso los jerarcas de la Iglesia nacional, actuaron como miembros de la casta de “primera” y de la alta clase media. Uno de ellos, norteamericano, escribió al New York Times después del golpe de Estado y repitió en un nivel más alto lo que había hecho Monseñor Pérez Sánchez diez meses antes. Los agentes que tenía la UCN en Miami propagaron que el Gobierno dominicano estaba organizando una milicia oculta de cuarenta mil miembros, y a pesar de que en ninguna cabeza sensata cabe que pueda organizarse una milicia secreta en un medio donde hay completa libertad de prensa, radio y movimientos, el doctor Fiallo dijo en un artículo —tal vez una carta pública— que yo estaba organizando esa milicia para destruir a las fuerzas arma- das; y el Obispo de San Juan de la Maguana lo afirmó en el New York Times con un candor verdaderamente sacerdotal.
Otro sector, el más pequeño pero el más activo, se dedicó a conspirar con toda el alma; es más, el instrumento oculto, el Rasputín del golpe de Estado del 25 de septiembre fue un cura criollo que había dedicado gran parte de su vida de pastor a servir funciones públicas a la orden de Trujillo*.
En las elecciones del 20 de diciembre de 1962 se habían elegido, entre otros representantes del Pueblo, diputados al Congreso y suplentes suyos. De acuerdo con la ley que convocó Se trata del presbítero Rafael Marcial Silva (N. del E.)
a elecciones, los Diputados en propiedad integrarían la Asamblea Revisora de la Constitución, y si no habían terminado esa tarea para el 27 de febrero de 1963 —fecha en que tomarían posesión de sus cargos todos los elegidos el 20 de diciembre—, sus suplentes formarían la Cámara de Diputados hasta el día en que estuviera terminada la revisión constitucional.
Yo estaba de viaje por Europa, pero creo no equivocarme al decir que los Diputados revisores de la Constitución se reunieron a mediados de enero. El diario El Caribe publicó una especie de borrador del proyecto constitucional del PRD, y como en él no aparecía mención alguna del Concordato que había firmado Trujillo con la Santa Sede, se desataron las iras del Averno y los dominicanos vieron un espectáculo digno de figurar en la historia: los niños de las escuelas católicas apedrearon el edificio del Congreso, con averías de cristales, de donde resulta que es verdad que la historia da vueltas en espiral y pasa regularmente sobre un mismo punto, pues algo parecido había sucedido en los primeros tiempos de la cristiandad, cuando los predicadores del Verbo eran apedreados por multitudes en que abundaban los niños. Los niños, como sabe todo el mundo, ¡son tan conscientes, tan dueños de sus actos, tan organizados! Nunca hacen lo que les mandan sus mayores, padres o maestros, sino lo que ellos creen santo y bueno para la humanidad.
La última Constitución de Trujillo —porque hubo varias Constituciones bajo el reinado de los Trujillo— era un modelo de novedad constitucional. Entre sus artículos había uno que declaraba intocables, inembargables, totalmente fuera de todo alcance humano, judicial o lo que fuere, las propiedades de los que hubieran sido Presidentes de la República, sus viudas o herederos. Esa misma Constitución establecía que las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado dominicano se regirían por el Concordato que había firmado Trujillo con el Santo Padre en no recuerdo qué año.
La vida del país no podía ser organizada en muchos aspectos, según eso, por los dominicanos que sucedieran a Trujillo, puesto que por siempre jamás los aspectos tratados en el Concordato algunos de ellos, como el de la enseñanza pública, vitales para el porvenir de la República— serían intocables.
El Derecho Constitucional era, pues, un fósil en el país, ya que no se admitía su evolución. Por otra parte, si la Constitución dominicana establecía que las relaciones entre la Iglesia y el Estado dominicano serían regidas por el Concordato, ¿por qué no figuraban también en ese o en otros artículos los muchos tratados internacionales que obligaban a la República?
Esa Constitución trujillista había recibido enmiendas bajo el Gobierno de Balaguer, para hacer posible la formación del Consejo de Estado, y bajo el Gobierno del Consejo de Estado para hacer posibles las elecciones de 1962, las que venía obligado a celebrar el Consejo de Estado por la propia enmienda que lo creó. Pero ni en las enmiendas de Balaguer ni en las del Consejo de Estado se tocó el punto del Concordato. Ahora bien, la Santa Sede no estaba dispuesta a ceder en ese punto.
Antes de que yo tomara posesión de la Presidencia, el Nuncio de Su Santidad, Monseñor Clarizio, estuvo a verme para reclamarme que pidiera a la Asamblea Revisora incluir el artículo referente al Concordato. “Monseñor, usted sabe lo que es una democracia: una democracia no es un régimen gobernado por un hombre, como lo era el de Trujillo. Yo no tengo ninguna clase de autoridad legal sobre los Diputados Constituyentes, pero usted sabe que ellos han estado cediendo en muchos puntos; vaya a ver al Presidente de la Asamblea, el doctor Rafael Molina Ureña, hable con él, mueva amigos. Ayúdenos a crear la democracia dominicana haciendo funcionar las instituciones con el combustible de la opinión pública”, le dije. Por cierto, tal vez dos meses más tarde respondí en términos parecidos a Monseñor O’Reilly, el Obispo de San Juan de la Maguana, que me pidió que interviniera también en el caso de la Constitución, y quien por el hecho de ser norteamericano debía conocer en forma práctica cómo funciona el sistema democrático. Yo no me explicaba esas peticiones de Monseñor Clarizio y de Monseñor O’Reilly como un resultado del hábito.
Desde el año 1930 hasta ese momento, en la República Dominicana se hacía todo por la voluntad del que gobernaba; primero, por la de Trujillo, después por la de Balaguer, luego por la de los Consejeros de Estado. La tesis de “El difunto estaba vivo” era correcta. Pero esa tesis iba mucho más allá de lo que yo había creído, pues Monseñor Clarizio no era dominicano ni español, Monseñor O’Reilly no era dominicano ni español. Siendo dominicanos, se explicaba que estuvieran deformados por treinta y dos años de hábitos dictatoriales; siendo españoles, se explicaba que actuaran como dominicanos. ¿Qué sucedía, pues? Sucedía que sin ellos darse cuenta obedecían al impulso poderoso, aunque no definido, que había lanzado a muchos de los sacerdotes contra el Pueblo organizado en el PRD; sucedía que ellos actuaban como miembros de la alta clase media dominicana, y quizá no se daban cuenta de ello. La jerarquía católica del país vivía en el ambiente de la alta clase media y de la gente de “primera”; no tenía contacto con la masa popular y no la conocía; ignoraba su existencia en tanto grupo social con aspiraciones; sólo conocía a ese grupo social como pobres a los que se daba una limosna de vez en cuando y a los que se debía conquistar para los fines de la fe. Esta alta jerarquía católica no era superior al medio en que se desenvolvía.
Cuando la Constitución fue promulgada el 29 de abril de 1963, la Iglesia no envió un representante a los actos oficiales de la promulgación. Era un acto de rebeldía que la propia Iglesia condenaba, puesto que la Iglesia tiene como doctrina el respeto a los Gobiernos y a las instituciones legalmente establecidas. Pero los altos dignatarios de la Iglesia en la República Dominicana actuaban de acuerdo con el medio en que se movían; y en ese medio, entre la gente de “primera” y de alta clase media se decía que esa Constitución no tenía validez porque había sido redactada por gente “sin importancia”, por ignorantes. ¡Imagínese el lector que en la Asamblea Revisora había obreros, estudiantes, mujeres de su casa, hombres cuyo apellido no se había oído nunca en un salón! Verdaderamente, eso era imperdonable en una democracia representativa de un pueblo que en poco más de tres millones de habitantes apenas tenía dos millones de campesinos y quizá sólo setecientos u ochocientos mil entre obreros, sin trabajo y sus familias. En verdad, no había derecho a que esa poca gente fuera tomada en cuenta.
La Asamblea Revisora de la Constitución, el Congreso y el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo debieron haberse escogido entre las cien familias ilustres del país; ellas eran en verdad las únicas con derecho a representar al Pueblo. El Pueblo no debió votar nunca por el PRD, y como hizo lo que no debió hacer, sería castigado de manera ejemplar.
La Constitución de 1963 no era nada del otro mundo, pero tenía atrevimientos como estos: el de no mencionar el Concordato, el de establecer que los trabajadores tenían derecho a participar en los beneficios de las empresas en que trabajaban, el de que la Ley fijaría los límites máximos de la propiedad territorial dedicada a la agricultura, el de que todas las libertades ciudadanas serían intocables. En un punto dado, los Constituyentes quisieron afirmar la democracia sindical diciendo que en todo centro de trabajo se admitiría como sindicato sólo el que tuviera mayoría de miembros, y se armó un escándalo colosal porque eso era constitucionalizar la central única de trabajadores, es decir, el comunismo. Todavía siendo yo Presidente me llegaban una tras otra las reclamaciones del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por esa acción dictatorial del Gobierno dominicano.
El Gobierno no tenía nada que ver con la Constitución, excepto en que debía respetarla y hacerla respetar; la idea de los Constituyentes en el punto debatido no tenía nada que ver con una supuesta central sindical única, puesto que cada sindicato era libre de afiliarse a la central que le pareciera mejor, pero evitaba que se crearan los sindicatos patronales ya que parecía muy difícil que los patronos de una empresa pudieran organizar un sindicato favorable a sus intereses a base de la mayoría de los trabajadores, y en cambio era fácil que lo formaran con una minoría.
La Constitución dominicana de 1963 era tímida, conservadora en relación con la Constitución cubana de 1940, por ejemplo. Pero el fantasma de Trujillo había sido sacado de su tumba unos meses antes, y el fantasma de Trujillo había tomado el mando de la alta clase media dominicana. Era otra vez “el jefe”; como en los días anteriores al 30 de mayo de 1961, y daba órdenes que sus antiguos subordinados y socios y cómplices cumplían sin chistar. Esa Constitución no podía regir la vida del país porque aun con su timidez y su tono conservador, era la Constitución antitrujillista, la que hacía imposible el predominio de unos pocos sobre todos los demás, la que impedía la prisión arbitraria, la deportación, la tortura, los despojos de bienes; la que evitaría que se estableciera de nuevo el gigantesco latifundio familiar de los días de la tiranía y la esclavitud del obrero que arriesgaba su vida, bajo la acusación de ser comunista, si tenía la osadía de reclamar un alza en el salario. Esa Constitución garantizaba la libertad de denuncia, de palabra, de reunión, de movimientos, cosa muy peligrosa para un sector social que cometía a diario hechos que debían mantenerse ocultos; era la Constitución de la democracia, y la democracia no reconoce privilegios de cuna ni económicos, lo cual es criminal en un país donde había privilegiados de nacimiento y privilegiados económicos por favores del tirano. Por eso, al producirse el golpe del 25 de septiembre de 1963, junto con los Ayuntamientos y el Congreso y el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo, los golpistas borraron de un plumazo la Constitución de 1963.
Para la jerarquía católica, desde luego, esa Constitución de 1963 no tenía validez porque se negaron a acatarla en público, pero en la misma medida en que no la aceptaron no la rechazaron públicamente; se limitaron a ignorarla.
Ahora bien, muchos sacerdotes no sólo la ignoraron sino que actuaron contra ella al conspirar para derrocar el Gobierno constitucional y algo más: las instituciones consagradas por esa Constitución.
Al día siguiente de las elecciones, el capellán de la fuerza aérea pidió a los oficiales de la base de San Isidro que me vigilaran estrechamente. Según él, yo era comunista y tan pronto moviera el primer hombre de las fuerzas armadas, debía ser derrocado porque si no acabaría destruyéndolas por completo. El 16 de julio expliqué al Pueblo, en una de las charlas con las que informaba al país de las actividades del Gobierno, que había pedido la cancelación de ese sacerdote, “al capellán y mal sacerdote” dije. Era mal capellán porque sus funciones como tal se limitaban al campo religioso y no debían invadir el terreno político, y era mal sacerdote porque la Iglesia a la cual servía mandaba que todo católico respetara el Gobierno constituido legalmente. “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, había dicho Jesús. En los días de Cristo el César era el jefe del Estado, y Jesús no había venido al mundo a transformar Estados, a subvertir Estados, a organizar subversiones políticas sino a predicar el reino de Su Padre, que no era de este mundo.
A principios de agosto, los Obispos dominicanos —uno de ellos español y otro norteamericano— declararon que cada hogar del país se hallaba en estado de angustia, que la República no podía seguir así, que la grey católica tenía que salvar al Pueblo de la amenaza comunista. Ya desde los primeros días del Gobierno constitucional había periodistas extranjeros que decían lo mismo y ya el doctor Fiallo había lanzado al ruedo el toro del miedo: el Gobierno, según el doctor Fiallo, estaba infiltrado de comunistas en sus más altos niveles. La propaganda del peligro comunista había llegado a tal punto que los dominicanos esperaban de hora en hora el desembarco de los milicianos de Fidel Castro o de los cosacos de Nikita Kruschev. La agresión tenía que llegar de afuera, porque en el país no había comunistas en número suficiente para poder enfrentarse con cincuenta policías armados de macanas y bombas lacrimógenas.
Detrás de la declaración obispal, como por arte de magia, comenzaron las llamadas “demostraciones cristianas”.
La primera fue en la Capital y según el Listín Diario asistieron cuarenta mil personas. El jefe de la Policía, a quien yo había pedido una estimación correcta de los asistentes, me aseguró que no llegaron a diez mil; y así debía ser porque en el sitio donde se celebró la reunión no podían caber más de diez o doce mil personas. La cadena de las “demostraciones cristianas” se extendió a otros sitios del país, a razón de una por semana, y a medida que avanzaba iba disminuyendo el número de los “demostradores”. En la última no pasaban de doscientos.
El uso de Cristo como bandera de agitación contra un Gobierno constitucional no fue afortunado para la Iglesia, que perdió prestigio con ese movimiento. Pero sirvió para justificar el golpe y el golpe le dio poder suficiente para reponer el prestigio perdido.
Meses después del golpe de septiembre, los sacerdotes sostenían hasta en el confesionario la tesis de que el que no era golpista era comunista, y un sacerdote español, profesor de Apologética en una escuela de niñas, al hablar de la hipocresía dijo estas palabras: “Un ejemplo de persona hipócrita es Juan Bosch, que se hacía pasar por demócrata siendo comunista”. Admirable manera de ir inculcando en los niños la idea de que democracia y comunismo quieren decir lo mismo, tienen iguales fines, son dos caras de un rostro que debe ser odiado hasta la exterminación.
¿No será que los comunistas, en su sabiduría infinita, han disfrazado de curas a sus agitadores más sagaces?
Tomado de Crisis de la Democracia de América en la República Dominicana,libro de Juan Bosch
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