Juan Bosch, en su libro “PLD un Partido Nuevo en América” narra la historia de la fundación del PRD, en Cuba 1939, y toda la trayectoria por la que paso ese partido mientras estuvo al frente de su dirección y de las causas que lo llevaron a abandonarlo(PRD) en 1973, el Partido que fundara juntos a otros dominicanos en 1938, entre ellos, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, para fundar un nuevo Partido(PLD) que estuvieran en condiciones políticas e ideológicas para completar la obra de Juan Pablo Duarte, que era la liberación económica, política de la República Dominicana. También, en este libro, el Profesor Juan Bosch hace una especie de autobiografía política. Contando en qué momento y en qué circunstancias se inicia en la política militante, asumiendo el reto de luchar por su patria para liberarla de la dictadura oprobiosa de Trujillo y darles a los dominicanos y dominicanas una vida más justa y digna. Pero lo más importante de este libro, es que a través de su lectura podemos darle seguimiento a la evolución del pensamiento social y político de Juan Bosch.
Informamos a nuestros amigos lectores que nos siguen día a día con mucha atención por la web, que a partir de hoy, por considerarlo sumamente importante para poder comprender el pensamiento de Bosch y su evolución, le presentaremos a través del blog: “Circulo de estudio Profesor Juan Bosch” capitulo por capitulo, el libro”PLD un Partido Nuevo En América”. Esperamos que lo disfruten
EL PLD: UN PARTIDO NUEVO EN AMÉRICA ((Primera entrega)
Juan Bosch
¿POR QUÉ SE HA ESCRITO ESTE LIBRO?
Por varias razones. Una de ellas
es proporcionarles a los miembros del Partido de la Liberación Dominicana (PLD)
que ingresaron en él años después de haber sido fundado el conocimiento de las
causas de su fundación, porque ese conocimiento fortalece en ellos su
sentimiento partidista; otra razón es la necesidad de dejar constancia, para
que lo tomen en cuenta, de manera especial los que piensan que el PLD es un
partido del tipo del Reformista Social Cristiano (PRSC), o del Revolucionario
Dominicano (PRD), que en nuestro país hay por lo menos una organización
política que ha creado normas de organización absolutamente nuevas, que no eran
conocidas en la República Dominicana pero tampoco en otros lugares de América,
lo que quiere decir que la manera como se ha organizado y funciona el PLD ha
sido una creación política puramente nacional.
Lo que acaba de ser dicho no es
un alarde ni cosa parecida, y si alguien piensa que en un país como el nuestro,
de conocido retraso en todos los órdenes, no puede darse una muestra de
desarrollo político como el que pretendemos haber alcanzado los fundadores del
PLD, lo invitamos a leer este libro, en el cual se expone de manera detallada
el proceso que se siguió para organizar el partido descrito en las páginas de los
orígenes del PLD.
Fue precisamente el atraso
político del pueblo dominicano que produjo, como reacción ante ese atraso, la
necesidad de crear un partido que debía operar como formador de cuadros, de
hombres y mujeres nuevos en su posición ante los problemas que afectan al
pueblo; o dicho de otra manera, hombres y mujeres capaces de enfrentar los
males nacionales con la seriedad y la asiduidad con que lleva a cabo sus tareas
la monja católica en un país africano o de América.
Los orígenes del PLD fueron
escritos en una serie de artículos que ahora figuran como capítulos; cada
artículo se publicaba semanalmente en Vanguardia del Pueblo, el órgano del
Partido de la Liberación Dominicana, y al compilar esos artículos en un volumen
se hace fácil enviar ejemplares a países de la lengua española e incluso a
centros urbanos norteamericanos donde haya concentración de hispanohablantes,
lo que se hará con un propósito político: dar a conocer la existencia en la
República Dominicana de un partido cuyo esquema organizativo puede ser
reproducido en países del Tercer Mundo, todos los cuales avanzarían en el orden
político reproduciendo el PLD. Hacer lo posible para que eso suceda es un deber
que nos ordena cumplir la entrañable fraternidad que une a todos los
iberoamericanos.
Este libro servirá también para
que los comentadores de la política nacional aprendan a distinguir la
diferencia que hay entre los líderes y los caudillos, conceptos que la casi
totalidad de esos comentadores ignoran cuando se refieren al autor de los orígenes
del PLD calificándolo de caudillo. El caudillo es el que manda; el líder es el
que dirige.
En un partido de organismos no puede haber
caudillos ni mayores ni menores, porque en los organismos se toman decisiones
por votación, no por imposición de una persona.
Naturalmente, en el libro cuya
introducción se hace con estas líneas no se puede explicar toda la complejidad
de la vida del PLD; eso sólo se explica militando en sus filas o haciendo un
curso que la dirección del Partido de la Liberación Dominicana puede organizar para
quienes deseen conocer en todas sus manifestaciones cómo funciona nuestro
partido, siempre, desde luego, que los que deseen participar en ese curso
demuestren, de manera convincente, que lo que se proponen es aprender del PLD
lo que el PLD puede enseñar para beneficio de otros partidos, no los que
quieran hallar en el PLD lo que no se les ha perdido.
Juan Bosch
Santo Domingo, R.D.,
23 de junio de 1989.
Los orígenes del Partido de la
Liberación Dominicana no se hallan a la distancia de los 15 años transcurridos
desde el día 15 de diciembre de 1973, fecha en la cual se llevó a cabo su fundación;
en realidad son más lejanos, nada menos que 34 años —un tercio de siglo— antes
de ese día, pues fue en el 1939 cuando se inició la etapa política de mi vida,
que comenzó con la fundación del Partido Revolucionario Dominicano, que no fue
obra mía como ha dicho alguien sino de un médico nacido en la República Dominicana
pero llevado a Cuba cuando tenía 2 años. Ese médico se llamaba Enrique Cotubanamá
Henríquez y era hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, lo que deja dicho
que era hermano de Pedro y Camila Henríquez Ureña, pero nacido de un segundo
matrimonio de su padre pues Salomé Ureña de Henríquez, la madre de los Henríquez Ureña, había muerto en 1898.
El Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez, a quien sus amigos y familiares llamaban Cotú, no olvidaba que había
nacido en la República Dominicana, donde su padre y sus hermanos mayores eran
figuras de gran prestigio intelectual y político, y en Cuba leía la revista
Carteles en la cual se publicaron cuentos míos en 1936 y 1937. En esos años los
cubanos vivían los sacudimientos políticos que produjeron la lucha contra la
dictadura de Gerardo Machado y la caída del dictador, ocurrida al comenzar el
mes de septiembre de 1933. Entre los efectos de esos sacudimientos estuvo la
creación del Partido Revolucionario Cubano, que fue bautizado con el mismo
nombre que tuvo el que había fundado José Martí para organizar con él la Guerra
de Independencia iniciada en febrero de 1895.
El Partido Revolucionario Cubano
de los años posteriores a la caída de Machado era conocido por la denominación
de auténticos que se les daba a sus miembros, y en su creación jugó un papel de
cierta importancia el Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez, a quien le tocó redactar
la parte doctrinaria de esa organización política.
Todo lo dicho en el párrafo
anterior sirve para explicar por qué el Dr. Henríquez bajó cierto día del año
1938 a los muelles de la capital dominicana adonde había llegado en uno de los
barcos cubanos que hacían la ruta Habana-Santiago de Cuba-Santo Domingo y se
dirigió a la casa de un familiar al que le preguntó mi dirección. La respuesta
que le dieron fue que yo estaba viviendo en San Juan de Puerto Rico, y unos
meses después el Dr. Henríquez se presentó en la Biblioteca Carnegie, donde yo
trabajaba en la transcripción de todo lo que había escrito Eugenio María de
Hostos.
(Esa transcripción se hacía en
maquinilla de escribir con el propósito de organizar la producción literaria
del gran pensador puertorriqueño que iba a ser publicada en la colección de sus
obras completas).
Lo que el Dr. Henríquez fue a
tratarme, o mejor sería decir, a proponerme, fue que yo debía dedicarme a la
creación de un partido político cuya finalidad sería liberar a la República Dominicana
de la dictadura trujillista. Ese partido, explicó, se llamaría Revolucionario
Dominicano como el de Cuba se llamaba Revolucionario Cubano. Entre las cosas
que dijo la que me impresionó fue su oferta de escribir todo lo que se refiriera
a la base ideológica o doctrinaria del Partido Revolucionario Dominicano. Yo le
oía sin hacer el menor comentario y mucho menos preguntas porque lo que él
decía era para mí tan novedoso como si el Dr. Henríquez hablara en una lengua extraña.
No quería ser político
Yo no quería ser político. Para
mí la política era lo que me había llevado a abandonar mi país, pues tal como
lo dije en una carta dirigida a Trujillo, fechada en San Juan de Puerto Rico el
27 de febrero de 1938, cuatro o cinco meses antes de recibir la visita del Dr.
Henríquez, de seguir viviendo en la República Dominicana, “además de no poder
seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político”, y aclaraba:
“...yo no estoy dispuesto a tolerar que la política desvíe mis propósitos o
ahogue mis convicciones y principios. A menos que desee uno encarar una
situación violenta para sí y los suyos, hay que ser político en la República
Dominicana. Es inconcebible que uno quiera mantenerse alejado de esa especie de
locura colectiva que embarga el alma de mi pueblo y le oscurece la razón: el
negro, el blanco, el bruto, el inteligente, el feo, el buenmozo: todos se lanzan
al logro de posiciones y de ventajas por el camino político.
¿Cómo es posible que no se
comprenda que la política no es arte al alcance de todo el mundo? La marcha de
la sociedad la rigen los políticos;
ellos deben ser seis, siete; así es en todos los países y así ha sido siempre;
nosotros involucramos los principios universales y exigimos que las mujeres,
los niños y hasta las bestias actúen en política. Yo, que repudiaba y repudio
tal proceder, vivía perennemente expuesto a ser carne de chisme, de ambiciones
y de intrigas. Yo no concibo la política al servicio del estómago, sino al de
un alto ideal de humanidad”.
Tan fuerte era mi repudio a la
actividad política que se ejercía en la República Dominicana, que en otro
párrafo de esa carta le decía al dictador: “Yo sé que he salido de mi tierra para
no volver en muchos años, porque considero que la actual situación será de
término largo y porque sé que fuera de un cargo público yo no tendría ahora
medios de vida en mi país, y no podría estar en un cargo público absteniéndome de
hacer política”.
El criterio que exponía en esa
carta se lo expuse también al Dr. Henríquez, sin mencionarle el hecho de que yo
le había escrito a Trujillo diciéndole lo que significaba para mí la política tal
como ella se aplicaba en mi país, y la mayor parte del tiempo que usamos en
hablar de ese tema la consumió él explicándome la diferencia que había entre la
política que se ejercía en Cuba y la que se llevaba a cabo en la República
Dominicana. Precisamente, decía
el Dr. Henríquez, para que el pueblo dominicano pudiera aprender en la práctica
diaria qué es la política y cómo debe ejercerse, era absolutamente necesario
librar al país de la tiranía trujillista.
Esa entrevista con el hijo del
Dr. Francisco Henríquez y Carvajal me dejó tan impresionado que pocos días
después empecé a buscar información acerca de cómo había organizado José Martí
su Partido Revolucionario Cubano, y lo que llegué a saber fue poco, o mejor sería
decir muy poco. Lo que me interesaba era tener una idea precisa de lo que había
que hacer para formar hombres que al mismo tiempo que tuvieran una idea clara
de lo que debía ser la política dominicana supieran cómo actuar para sacar del
poder a Trujillo y a sus colaboradores más cercanos. Nada de eso fue tratado en
la conversación que sostuve con el Dr. Henríquez, y por mucho que busqué, en la
Biblioteca Carnegie no hallé un libro que pudiera ayudarme a aclarar mi
concepto de lo que era la política.
Una cosa piensa el burro...
Como desde mi niñez había leído
en la casa de mi abuelo materno la historia del Cid Campeador y en la mía el
Don Quijote, y como mi padre destacaba siempre que se hablaba de episodios
históricos de algún país, sobre todo si se trataba de uno europeo, la
importancia de los jefes militares no sólo en las guerras sino también en actividades
civiles, yo crecí con una idea fija, aunque no sabía por qué, acerca del papel
que juega en cualquier país la persona que ahora llamamos líder, y en la
conversación que mantuve con él, o sería más apropiado decir que él mantuvo conmigo,
le pregunté al Dr. Henríquez quién, a su juicio, debía o podía ser el líder de
ese partido que él me proponía fundar, y su respuesta fue que debía ser yo, a lo
que respondí diciendo que yo no tenía las condiciones que se requerían para
dirigir un partido político; que a mi juicio el líder debía ser el Dr. Juan
Isidro Jiménez Grullón, que llevaba un nombre conocido en todo el país porque
su abuelo, que tenía el mismo nombre, había sido presidente de la
República dos veces, y su bisabuelo
lo había sido una vez; le expliqué que el Dr. Jiménez Grullón estaba viviendo
en Nueva York ,pero que yo le pediría que viajara a Puerto Rico para hablar con
él sobre la posibilidad de fundar el Partido Revolucionario
Dominicano. El Dr. Henríquez
halló que lo que yo decía tenía sentido, y en la noche de ese mismo día,
mientras el buque cubano en que había llegado a San Juan de
Puerto Rico navegaba de retorno a
Cuba, le escribí al Dr. Jiménez Grullón pidiéndole que se llegara a San Juan
donde tenía algo importante que tratarle.
Cuando el Dr. Jiménez Grullón
llegó a San Juan yo le tenía preparada una conferencia que debía dar en el
Ateneo Puertorriqueño, el lugar donde se reunían los intelectuales más
conocidos de la isla borinqueña. Allí había dado yo una titulada Mujeres en la
vida de Hostos. La del Dr. Jiménez Grullón sería sobre la situación política de
la República Dominicana, y al decirla se lució porque era un orador natural que
sabía usar las palabras y además sabía manejar las manos cuando tenía que
moverlas para reforzar con sus movimientos lo que iba diciendo. Con esa
conferencia el nieto del jefe del partido que llevó su nombre (el Gimenista,
popularmente conocido como el de los bolos) quedó presentado a los
intelectuales de Puerto Rico, primer escalón, pensaba yo, de la escalera que debía
conducirlo al liderazgo del futuro Partido Revolucionario Dominicano, si ese
partido era creado como lo proponía el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez.
El Dr. Henríquez volvió a Puerto
Rico y en esa segunda ocasión le presenté al Dr.Jimenes Grullón. Con la
presentación quedaba yo libre de seguir ocupándome en tareas políticas, al
menos, así lo creía, pero el campesino dominicano de esos años repetía con
frecuencia un refrán: “Una cosa piensa el burro y otra el que lo está aparejando”,
y el que aparejaba al burro de la historia dominicana tenía planes diferentes a
los míos; tan diferentes que de buenas a primeras Adolfo de
Hostos, hijo de Eugenio María de
Hostos, entró en el salón de la Biblioteca Carnegie, donde bajo mi dirección
dos mecanógrafas copiaban los trabajos de Hostos, y me dijo: “Prepárese para ir
a Cuba a dirigir la edición de las obras completas.
El concurso de su publicación ha
sido ganado por una editorial cubana. Por su trabajo allá se le pagarán 200 dólares
mensuales”. En la vida de algunos seres humanos se dan hechos que parecen
fortuitos y no lo son, pero es al cabo de algún tiempo cuando los protagonistas
de esos hechos advierten que no fueron casuales. Por ejemplo, un año antes de mí
llegada a La Habana rodeado de varios bultos en los que iban las copias
mecanográficas de todo lo que
Eugenio María de Hostos había escrito —al menos, todo lo que se había reunido
hasta el año 1937— yo no conocía al Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez y ni siquiera tenía noticias
de su existencia; y sin embargo cuando descendí la escalera del vapor Iroquois
para llegar al muelle junto al cual había atracado el buque de ese nombre, allí
estaba él esperándome, y mientras aguardábamos la bajada del equipaje el Dr.
Henríquez me dijo que había contratado para mi uso, en una pensión, una
habitación con baño y servicio sanitario, que en el alquiler estaba incluida la
comida y que la casa donde se hallaba la pensión estaba cerca de la suya; que
él me acompañaría en el viaje del muelle a esa casa y me visitaría al día
siguiente para llevarme al lugar donde él vivía, al cual iríamos a pie porque
la distancia entre las dos casas era corta, y en efecto, así era, y por ser así
al segundo día de mi llegada a La Habana estaba yo en los altos de una casa de
piedra situada frente al mar, en el paseo llamado Malecón. Delante de mí,
separado de él por un escritorio, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez leía unos
papeles en los cuales se describía lo que sería el Partido Revolucionario
Dominicano, incluyendo un esbozo de sus futuros estatutos, y con esa lectura
comenzaba una etapa nueva en mi vida, la del aprendiz de la teoría y la
actividad política.
Yo tenía que dedicarle la mayor
parte del tiempo al trabajo que había ido a hacer en La Habana: la edición de
las obras completas de Hostos. La casa editora, llamada Cultural, S.A., tenía
sus talleres en un barrio muy separado del Vedado, y sobre todo de la parte del
Vedado donde estaba viviendo, que era el Malecón, y viajar dos veces al día al
lugar donde se componían y se imprimían los libros de Hostos y retornar dos veces
a la pensión donde estaba viviendo me consumía diez horas diarias salvo los
sábados y los domingos, de manera que sólo podía ver al Dr. Henríquez esos dos
días, y no siempre porque él tenía sus tareas, las propias de un médico, pero también
sucedía que una que otra vez cuando llegaba a su casa él o sus familiares
estaban recibiendo visitas; de todos modos, cuando disponía de su tiempo, lo
que él decía o era siempre de carácter político o de temas que se relacionaban con
la política. Por ejemplo, contaba, para dármelos a conocer, episodios de las
luchas políticas de Cuba, sobre todo de las más recientes, o de las de México,
y en tales casos destacaba con claridad la diferencia que había entre la
política de esos dos países y la de la República Dominicana, y al exponer el
contraste que había entre la actividad política de Cuba y de México con la de
la República Dominicana iba creando en mí una conciencia política similar a la
que sobre una materia cualquiera, fuera Física, fuera Matemática o fuera
Literatura creaban en esos tiempos los maestros de bachillerato en las mentes
de sus estudiantes; pero además, sucedía que la sociedad cubana, en todas sus
clases y capas de clases sociales, estaba viviendo una etapa de fervor político
porque eran muchos los sectores populares que reclamaban una elección de
diputados constituyentes para elaborar la Constitución que en la historia del
país se conocería con el nombre de la Constitución de 1940.
Proceso de desarrollo político
En septiembre de 1939 comenzó la
Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia por tropas alemanas —el
ejército nazi de Adolfo Hitler—, acontecimiento de proporciones mundiales que
conmovió a todos los cubanos y en mi caso provocó una reacción tan violenta que
estuve varios días sacudido por un estado de indignación que no podía
controlar. Las noticias que publicaban los periódicos cubanos y que difundían las
estaciones de radio eran alarmantes porque en ellas se describían las
barbaridades que estaban ejecutando en Polonia las tropas hitlerianas. A mí me
parecían los hechos que estaban sucediendo en la patria de Chopin una
repetición de lo que hasta poco tiempo antes había sucedido en España, y la
sangrienta guerra civil española estaba relacionada en el mundo de mis
sentimientos con Trujillo y su dictadura, lo que era un indicio de que, al menos
en el terreno emocional, yo estaba convirtiéndome en un militante anti
trujillista, y sabía que en el origen de esa militancia estaba la prédica del
Dr. Henríquez, a quien a esas alturas
yo le llamaba, como sus familiares y amigos, Cotú a secas.
La simultaneidad de la guerra en
Europa con la campaña para elegir diputados constituyentes puso la atmósfera
política en un alto grado de actividad. Hasta el limpiabotas de los muchos que
había siempre en el Parque Central, cuando le prestaba servicio a alguien conocido
ponía como tema de cambio de palabras, si no de conversación, el de la guerra
mundial o el de las elecciones a diputados a la Asamblea Constituyente, de
manera que todo el que tuviera cierto nivel de conocimiento de lo que estaba
ocurriendo en el mundo y en Cuba —y esos eran la mayoría de los cubanos—acababa
cambiando impresiones de carácter político lo mismo con personas conocidas que
con las desconocidas que compartían un lugar común, por ejemplo, el asiento de
un ómnibus, el de un tranvía o la vecindad de mesas en un restaurant o en el sitio
donde entraba a tomarse un café, un refresco o un jugo de naranja (zumo, dicen
los españoles).
En mi caso los cambios de
impresiones sobre los dos temas eran frecuentes y se llevaban a cabo en niveles
relativamente altos pues sucedía que cuando llegué a Cuba era ya conocido en
los círculos de escritores porque la revista Carteles, que para 1939 era la más
leída*, había publicado cuentos míos —y esa publicación fue lo que movió al Dr.
Henríquez a buscarme, primero en Santo Domingo y después en Puerto Rico— y al
llegar a Cuba Carteles le dio publicidad a mi presencia en La Habana, de manera
que pocos meses después yo frecuentaba las reuniones de escritores,
periodistas, pintores y actores teatrales, en las cuales los temas de
conversación eran siempre mayoritariamente los de la política cubana y la
política internacional. De la última eran parte las noticias de lo que sucedía
en la República Dominicana, por lo menos de los hechos que llegaban a
conocimiento de los cubanos, hechos que en alguna medida se parecían a los que
el pueblo cubano había vivido —y en cierto sentido estaba viviendo— hacía poco
tiempo, razón por la cual yo iba adquiriendo desarrollo político debido a que
los juicios que hacían los intelectuales de Cuba acerca de los sucesos
mundiales, cubanos y dominicanos, equivalieron para mí a cátedras de ciencias
políticas en una universidad muy bien calificada.
Bohemia sobrepasaría a Carteles
hasta el extremo de que pasó a vender 500 mil ejemplares semanales años
después, a mediados de la década de los 40.
Buscando dominicanos anti
trujillistas
El Dr. Henríquez estaba casado
con la hermana de uno de los líderes más importantes del Partido Revolucionario
Cubano y su casa era punto de reunión de miembros y dirigentes de ese partido
con la mayor parte de los cuales establecí relaciones de amistad, de manera que
en pocas semanas acabé siendo, en el orden político, tan conocedor de la
política cubana como cualquiera de ellos, pero eso no significa que había
relegado a un segundo plano los problemas dominicanos; al contrario, dediqué
mis ratos libres a averiguar dónde vivían algunos dominicanos con los cuales
pensaba que debía iniciarse la organización de ese Partido Revolucionario
Dominicano que proponía el Dr. Henríquez.
Los dominicanos residentes en
Cuba a quienes yo me proponía ver para invitarlos a organizar el partido eran
Lucas Pichardo, Pipí Hernández y los hermanos Mainardi, de todos los cuales
supe que vivían en La Habana por informaciones de las personas que visitaban la
casa del Dr. Henríquez. A Lucas Pichardo lo conocía y antes de salir del país
sabía que él estaba en Cuba, pero no lograba localizarlo en La Habana; a Pipí
Hernández no lo conocí en Santo
Domingo pero sí a sus familiares, y por ellos estaba enterado de que vivía en
Cuba. En cuanto a los hermanos Mainardi, no los conocía pero sabía que eran
militantes anti trujillistas. El Dr. Henríquez, que había solicitado un puesto
de médico en uno de los barcos de la Compañía Naviera Cubana que viajaban a
Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico con el único propósito de darle vida al
plan de crear el Partido Revolucionario Dominicano, no conocía a ninguno de los
dominicanos exiliados en Cuba y por esa razón no podía ayudarme en la tarea de
localizar con algunos de ellos, por lo menos, a los que vivían en La Habana.
Mi preocupación por dar con algún
dominicano terminó súbitamente cuando estando en una librería en busca de una
colección de versos de Federico García Lorca entró un dominicano de apellido
Brea que me había sido presentado en Santo Domingo hacía años por Lucas
Pichardo. Brea había salido del país antes que yo; se fue como polizón, es
decir, escondido en la bodega de un buque de carga que se dirigía a un puerto
alemán, y era un tipo humano tan peculiar que aunque hacía mucho tiempo que no
lo veía lo reconocí en el instante en que pasó ante mis ojos; al mismo tiempo
él me reconoció, y quizá antes de que pasaran 30 segundos después de habernos
visto estaba yo preguntándole si sabía dónde vivía Lucas Pichardo. Lo sabía, y
como era tan cerca de la librería que podíamos ir a su casa en pocos minutos,
fuimos allá y tuve la suerte de encontrar a Lucas, que había formado familia,
pues además de casarse con una cubana ésta le había dado un hijo que en ese
momento tenía apenas dos años.
Lucas me dijo que Virgilio
Mainardi vivía fuera de La Habana, en un lugar llamado El Pino; que no sabía
donde vivía Rafael Mainardi pero su hermano Virgilio podía decírmelo; que otro
hermano de Virgilio y Rafael residía en Guantánamo, a más de mil kilómetros de
La Habana, y en cuanto a Pipí Hernández, no tenía su dirección pero yo podía
verlo en la Universidad porque estaba haciendo allí unos trabajos de reparación
no sabía de qué.
Ni Lucas Pichardo ni Pipí
Hernández quisieron participar en la organización del Partido Revolucionario
Dominicano, el primero porque alegó que carecía de las condiciones que a su
juicio debía tener un militante político y el segundo porque era trotskista. Ambos
iban a morir muchos años después de 1939 a causa de su oposición a la tiranía
trujillista. A Pipí Hernández lo asesinó en La Habana un agente cubano de
Trujillo y Lucas Pichardo y su hijo fueron fusilados en el año 1959 cuando
llegaron al país con los expedicionarios del 14 de junio. Lucas Pichardo fue
quien me presentó, pocos días después de haberlo visitado en su casa, al Dr.
Romano Pérez Cabral, un médico dominicano que vivía hacía muchos años en La
Habana, cuyo consultorio fue el local donde se llevaron a cabo las reuniones
del Partido Revolucionario Dominicano que eran habitualmente semanales y
nocturnas. El Dr. Pérez Cabral me presentó a
otro dominicano, Alexis Liz, hombre de excelentes condiciones, que aceptó, tan
pronto se lo pedí, trabajar por la organización del partido que años después
sería conocido del pueblo dominicano por las siglas de su nombre —PRD—.
Alexis Liz conocía a dos
dominicanos que vivían en La Habana: eran José Franco y Belisario Heureaux,
hijo de Lilís. El primero aceptó ser miembro del Partido pero el tipo de
trabajo que desempeñaba le impedía participar en las reuniones que, como dije
hace poco, eran en su mayoría semanales.
Mientras tanto, yo le escribía al
Dr. Giménez Grullón pidiéndole que fuera a Cuba y él respondía alegando que no
podía hacerlo de inmediato pero que lo haría cuando resolviera tales o cuales
problemas. Para mí, sin su presencia en La Habana no sería posible organizar el
Partido Revolucionario Dominicano porque pensaba, como lo dejé dicho en el
primer capítulo de estas remembranzas, que ninguna organización humana puede
funcionar si no tiene un líder, y antes de que el Dr. Jiménez Grullón llegara a
La Habana sucedió algo muy importante: el 15 de noviembre de 1939 se celebró la
elección de los diputados que debían integrar la Asamblea Constituyente y las
ganó el Partido Revolucionario Cubano, con el cual se habían aliado tres grupos
pequeños, y la elección del vocero o líder de los diputados auténticos recayó
en Carlos Prío Socarrás, hermano de la mujer del Dr. Henríquez, a quien aludí
en el capítulo anterior de esta miniserie diciendo que era uno de los líderes
más importantes del Partido Revolucionario Cubano. Por sí sola, esa
circunstancia habría conducido al mantenimiento de una relación estrecha entre
el Dr. Henríquez y Prío Socarrás, pero se daba el caso de que la madre, un
hermano y una tía de Prío Socarrás compartían con el Dr. Henríquez y su mujer
los dos pisos superiores, de tres que tenía, del edificio en que vivía el
matrimonio Henríquez Prío. La llegada a la segunda planta se hacía entrando por
un salón amplio en el cual una noche sí y otra también Carlos Prío se reunía
con dirigentes de su partido y fueron numerosas las ocasiones en que,
acompañado por el Dr. Henríquez, yo estuve presente en esas reuniones. Al
principio, esto es, en los días de mi llegada a La Habana, no tenía ninguna
participación en lo que allí se trataba, pero con el andar de los meses fui
conociendo a los dirigentes auténticos, oyendo sus opiniones, y acabé tomando
parte, como uno de ellos, en todo lo que decían, proponían y acordaban, de
manera que mi presencia en esas reuniones equivalía a la de un estudiante de
práctica política.
Trabajando para la Constitución
de 1940
Además de la publicación de mis
cuentos en Carteles y de una conferencia que había dado en el Instituto Hispano
Cubano de cultura y otra en el Club Atenas, para ese año 1939, el primero que
pasaba en Cuba, en La Habana se habían publicado dos libros míos; uno fue
Hostos, el sembrador, edición de la Editorial Trópico, y otro la segunda
edición de La Mañosa, hecha por el poeta español Manuel Alto laguirre en su
imprenta La Verónica. Dado el desarrollo cultural del pueblo cubano esas
publicaciones mías, tanto la de cuentos como la del libro dedicado a Hostos,
así como las conferencias mencionadas, me estaban convirtiendo en persona conocida de muchos
hombres y mujeres, y yo me daba cuenta de eso por los comentarios de los que me
reconocían cuando me hallaba en medio de algunos de ellos, pero nunca pensé que
al establecerse la Asamblea Constituyente, la que iba a redactar la llamada
Constitución de 1940, la mayoría de los diputados del Partido Revolucionario
Cubano (los auténticos) iban a pedirme que trabajara para ellos en una
actividad muy delicada, adecuada para ser llevada a cabo por un profesor
universitario de ciencias políticas que además fuera cubano, no por un
dominicano que ni siquiera tenía el título de bachiller porque no había pasado
del tercer año de la Escuela Normal, como se llamaba en esos años en la
República Dominicana lo que en Cuba se llamaba Liceo.
La tarea que se me encomendó fue
la de estudiar varias Constituciones: la de la República Española, que ya no
estaba en vigencia porque desde abril de 1939 el régimen constitucional había
sido barrido por el levantamiento militar que llevó al poder al general
Francisco Franco; la alemana, conocida con el nombre de Weimar, que había
quedado desmantelada hacía seis años porque así lo dispuso Adolfo Hitler, pero
había figurado entre las más avanzadas del mundo capitalista; la de Chile, en
la que había varios artículos de intención progresista desde el punto de vista
social, y por fin la de México, que en ciertos aspectos era tan progresista en
el orden social como la de Chile.
Mi trabajo consistiría en
analizar los artículos de esas Constituciones que me serían señalados desde el
Capitolio, el edificio de puro estilo norteamericano construido por la dictadura
de Machado para darles albergue al Senado y a la Cámara de Diputados —que en
Cuba se llamaba, como en Estados Unidos, Cámara de Representantes—; una vez
estudiados, yo debía redactar un resumen de lo que dijeran esos artículos, y un
borrador, para ser discutido por los constituyentes auténticos, del artículo
que deberían ellos someter a discusión de la Asamblea Constituyente. Para hacer
ese trabajo se puso a mis órdenes el local donde funcionaba la oficina de
Carlos Prío Socarrás, que era abogado.
Yo no puedo recordar qué día de
qué mes fue proclamada la Constitución Cubana de 1940; lo que sí recuerdo es
que dos días antes de la fecha en que iba a ser promulgada el Dr. Henríquez
puso en mis manos una tarjeta de entrada en el Capitolio en la cual se señalaba
que debía ocupar, para mí solo, un palco, desde el cual presencié la ceremonia
con que a los acordes del himno de Cuba la patria de José Martí quedaba regida
por la nueva Constitución, ésa que iba a ser bautizada con el nombre de “la de
1940”.
Era difícil organizar el Partido
Con Virgilio Mainardi hice
contacto en la Universidad y a través suyo lo hice con su hermano Rafael. Otro
hermano, Víctor, vivía en Guantánamo, donde hallé varios dominicanos, entre
ellos Manuel Calderón, cuyo hijo, del mismo nombre, sería asesinado, lo mismo
que Víctor Mainardi y uno de sus dos hijos, cuando llegaron al país en la
expedición del 14 de junio de 1959. También en Santiago de Cuba vivían varios
dominicanos: José Diego Grullón, que sigue viviendo allí a la hora en que se
escriben estas páginas, David Chamah y su familia, Chepito Saint-Hilaire, Moya
Grisanti, Juan Esteban Luna, Bruno de la Cruz, Salomón Hadah, hermano de
Abraham el Turquito, hombre de armas muy conocido en la Línea Noroeste porque
fue uno de los oficiales destacados de Desiderio Arias, y Carlito Daniel, que
en el enfrentamiento armado contra la ocupación militar norteamericana de 1916
ganó tanto prestigio que acabó siendo llamado por sus seguidores nada menos que
general, tal vez el último general analfabeto de los muchos que dio el país.
Por fin, Jiménez Grullón llegó a
La Habana. Debió ser a mediados de 1941 porque en el mes de noviembre de ese
año fuimos él y yo a México donde se reunirían delegados de la Central de
Trabajadores de América Latina (CETAL). Allí nos esperaba Ángel Miolán, que
trabajaba en la Universidad Obrera. Miolán nos presentó a Vicente Lombardo
Toledano, la más alta figura del movimiento obrero latinoamericano, y gracias a
su conocimiento del medio conseguimos que se aprobara un acuerdo en el que se
denunciaban los crímenes que se cometían en la República Dominicana y la
salvaje explotación que padecían los obreros, sobre todo los de las centrales
azucareras que formaban el grueso de las empresas industriales del país. La
denuncia de la CETAL enfureció a Trujillo a tal grado que Jiménez Grullón,
Miolán y yo fuimos declarados en la República Dominicana traidores a la patria.
Yo retorné a La Habana, adonde
llegué el mismo día de ataque japonés a Pearl Harbor, pero el Dr. Jiménez
Grullón se quedó en México donde debía dar unas cuantas conferencias en la
Universidad Obrera. Por esos tiempos mi medio de vida era las visitas a médicos
para hacer la propaganda de productos farmacéuticos fabricados en Cuba y la
venta de esos productos, todo ello en las provincias de Matanzas y Santa Clara.
En vista de que Jiménez Grullón y la
poeta puertorriqueña Julia de Burgos vivían en mi casa conseguí que la empresa
farmacéutica en que yo trabajaba le proporcionara el mismo tipo de trabajo a Jiménez
Grullón, pero en la provincia de Oriente; mientras tanto la organización del
Partido Revolucionario Dominicano era dejada para otra ocasión y el Dr.
Henríquez insistía en que había que iniciar esa tarea sin perder más tiempo,
pero cuando yo le planteaba la necesidad de adoptar un método para llevar
adelante ese trabajo él confesaba que no sabía cómo elaborar un plan porque el
tipo de organización del Partido Revolucionario Cubano no podía adoptarse para
el caso de los dominicanos anti trujillistas que estaban desperdigados en Cuba,
en Puerto Rico, en Venezuela, no aceptaba posponer la tarea de proceder a
organizar a los dominicanos exiliados en el partido que el Dr. Henríquez me
había propuesto crear, y como no lo aceptaba me dediqué a pensar en la manera de
solucionar el problema causado por la dispersión geográfica de los llamados a
ser miembros de la fuerza política que el pueblo dominicano requería para
liberarse de la sanguinaria tiranía que lo oprimía.
La idea de cómo organizar el
Partido Revolucionario Dominicano se me había ocurrido de golpe, antes de
viajar a México, pero en esos días estaba recargado de trabajo porque además de
los viajes de propaganda y venta de los productos farmacéuticos, me había hecho
cargo de dos programas de radio que empezarían a pasarse por la estación CMQ
—la más importante, entonces, de Cuba— y tenía que hacerme de toda una
biblioteca y leer muchos de los libros que iba comprando antes de viajar a
México. De esos programas uno se titularía Los forjadores de América, que
saldría al aire, como se decía en el lenguaje de los técnicos de la radio, los
lunes, miércoles y viernes; el otro sería Memorias de una dama cubana, que se
transmitiría los martes, jueves y sábados, los dos a la misma hora: 5 de la
tarde. Ambos serían exposiciones históricas, pero de hechos en acción, esto es,
en forma de piezas de teatro, el primero de episodios de la vida de las grandes
figuras de las luchas por la independencia de los pueblos de América,
incluyendo algunos de Estados Unidos, y el segundo de la guerra cubana de
1895-1898 contada por una señora pero escenificada, esto es, poniendo en acción
a los combatientes de esa guerra y sus jefes, sobre todo Máximo Gómez y Antonio
Maceo.
Antes de viajar a México fui a
ver al Dr. Henríquez para exponerle el plan de organización del partido que se
me había ocurrido. Mi visita fue larga porque el Dr. Henríquez me hizo muchas
preguntas, todas para que yo le aclarara mis puntos de vista sobre las
numerosas posibilidades de fracaso del plan que él entreveía. El plan era
simple y a mí me parecía que su simplicidad le garantizaba buen éxito. En él se
establecía que los dominicanos antitrujillistas exiliados que estaban viviendo
en varios países, en Venezuela, en Puerto Rico, en Curazao y Aruba, en Nueva York
—todavía yo no estaba enterado de cuántos de ellos vivían en México— que
aceptaban ser miembros del Partido Revolucionario Dominicano debían formar
comités, uno en cada ciudad de cualquier país donde estuvieran viviendo cinco o
más; cada comité elegiría entre sus miembros un director y un secretario, y
todos los comités reconocerían como la dirección del partido el de La Habana.
El Dr. Henríquez opinó que los comités no debían llevar ese nombre sino el de
seccionales porque cada uno de ellos sería una sección del partido, propuesta
que me pareció buena y así se lo dije, pero insistí en que la manera de
mantener unidos a todos los núcleos de un partido que iba a estar formado por
grupos distanciados geográficamente era estableciendo una jefatura común, y esa
jefatura debía ser la seccional de La Habana, cuyo director era el Dr. Jiménez
Grullón a quien yo había propuesto desde hacía dos años como el líder del
partido.
El Dr. Henríquez acabó aprobando
el plan que yo proponía y fue aprobado también por los miembros de la Seccional
de La Habana, que eligieron director, a propuesta mía, al Dr. Jiménez Grullón.
Alexis Liz propuso que yo fuera elegido secretario y el único que no votó a
favor fui yo.
En los primeros meses de 1942
viajé a Guantánamo y Santiago de Cuba donde fueron creadas las seccionales de
esas dos ciudades, y en el mes de abril fui a Estados Unidos para formar allí
la seccional de Nueva York, donde el número de dominicanos no era ni remotamente
parecido al de los que llegarían a ser después, pero era mayor que el de los
que vivían en Cuba.
El primer congreso
El grupo de dominicanos de México
se quedó sin dirección cuando Ángel Miolán se trasladó a vivir en La Habana,
donde inmediatamente se incorporó a la seccional habanera. Eso sucedió en
septiembre de 1942 y casi inmediatamente después Miolán se ganaba la vida
vendiendo solares de un lugar de La Habana donde estaba levantándose lo que en
Cuba llamaban un reparto.
Después de mi estancia en Nueva
York, donde, naturalmente, dejé funcionando una seccional, y en el mismo año,
fui a Caracas, la capital de Venezuela, país en el que eran relativamente
numerosos los exiliados dominicanos. Yo había mantenido relaciones con Rómulo
Betancourt cuando él estuvo de visita en la República Dominicana poco después
de haber salido de su país, donde formó su liderazgo luchando desde una base de
estudiantes universitarios contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. En Santo
Domingo él publicó un libro en el que denunciaba los rigores de esa dictadura.
El libro se titulaba En las huellas de la pezuña y yo le ayudé a venderlo.
Betancourt había fundado, estando en el exilio, el partido Acción Democrática,
y yo no tenía la menor idea de que el emblema y el color del Partido
Revolucionario iban a ser similares a los de Acción Democrática, y lo fueron.
Como era natural que sucediera,
en Caracas me dediqué a organizar la seccional venezolana del que ya era un
partido aunque todavía le faltaba cubrir territorios como el de Venezuela, el
de Curazao, el de Aruba y el de Puerto Rico, países en todos los cuales había
exiliados anti trujillistas, algunos de prestigio como era el caso de varios de
los que residían en Venezuela, entre ellos un médico de nombre en la República
Dominicana, el Dr. Ramón de Lara;
un abogado que había sido diputado en los años del gobierno de Horacio Vásquez,
Luis F. Mejía. En esa ocasión, sin embargo, no pude permanecer el tiempo
indispensable para reunir a una mayoría de los dominicanos que habían salido
del país porque se negaban a convivir con la tiranía. En el segundo viaje, que
fue en enero de 1943, quedó organizada la seccional y además convocado un
representante suyo para participar en el Primer Congreso del Partido, que iba a
celebrarse en La Habana a fines de marzo de ese año.
En ese segundo viaje a Caracas
fui atendido por la dirección de Acción Democrática; hice amistad no sólo de
tipo político sino también de tipo intelectual con algunos escritores
venezolanos, el primero de ellos Rómulo Gallegos, que me presentó en una
conferencia que di en el teatro Olimpia sobre la situación de la República
Dominicana bajo la dictadura de Trujillo, pero también con Andrés Eloy Blanco,
que además de ser el más notable de los poetas que había dado Venezuela era
también un orador de primera categoría, facultad de que hacía uso sobre todo en
los actos públicos de su partido, Acción Democrática.
El Primer Congreso del Partido
Revolucionario Dominicano se reunió, como quedó dicho, en La Habana, y duró del
29 de marzo de 1943 hasta el 7 de abril. En él estuvieron representadas todas
las Seccionales; se discutió y se aprobó la doctrina del Partido, la misma que
había escrito el Dr. Henríquez en el año 1939; se aprobaron sus Estatutos, y
con ellos quedó convertida en ley fundamental de la organización el
reconocimiento de la Seccional de La Habana como órgano director del Partido
con el nombre de Sección Coordinadora; pero al mismo tiempo, a propuesta mía
que fue apoyada por Ángel Miolán, se aprobó una condenación del personalismo
político, lo que equivalía a decir, el caudillismo.
(Próxima entrega: La lucha por el
control del PRD)
Farid Kury dice: De verdad, muchas gracias, por su dedicación a difundir el pensamiento del Maestro Juan Bosch. Ese libro del cual se publica hoy el primer capitulo es muy importante para el interesado en conocer muchísimos aspectos personales y políticos sobre Juan Bosch. Lo he leído dos veces pero siempre estoy dispuesto a releerlo, como acabo de hacerlo hoy con el primer capitulo, que lo leí con más detenimiento creo que las veces anteriores. Aunque he comprado ese libro dos veces, no lo tengo. Por tanto, espero con mucho interés los capítulos subsiguientes, que espero sean publicados pronto. Abrazos.
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