Aquel día en que cayó Saigón
29 de abril 1975, personal de la Marina ayudan empujar un helicóptero en el mar frente a la costa de Vietnam con el fin de hacer espacio para más vuelos de evacuación en Saigón |
El calor, la humedad y, sobre todo, el miedo nos impedían dormir. Y eso que entonces no sabíamos que 24.000 cañones rodeaban la ciudad y que los mandos del Norte estaban decididos a destruir Saigón para dar al mundo una lección histórica. Apenas si podíamos contar con información fiable. El aeropuerto estaba cerrado y por carretera sólo conseguíamos movernos, entre millones de refugiados que huían hacia ninguna parte, por la ruta que llevaba hasta el puerto de Vung Tao.
Las emisoras de radio internacionales emitían boletines apocalípticos. En la embajada americana una funcionaria joven nos había reunido para hablar del gran secreto que todos conocían: la evacuación final. «No habrá más que una oportunidad. En la radio de las fuerzas americanas (¿se acuerdan de Good Morning Vietnam?) escucharán la canción Navidades blancas y el locutor dirá... hace una temperatura muy elevada y el termómetro sigue subiendo.
No se lo piensen. En ese mismo momento dejen todo y vayan, sin equipaje, al punto de encuentro que hemos prefijado. Trataremos de sacarles en helicópteros». La verdad es que no sonó la canción Navidades blancas. O al menos nosotros no la escuchamos. El boca a boca dio en la madrugada siguiente la señal de partida. Diego Carcedo, el responsable del equipo de TVE, quiso pagar la factura con aquellos mazos de billetes nuevos de 500 piastras. «En dólares, monsieur», le conminaron, mientras uno de los empleados sacaba de debajo del mostrador una pistola y se la ponía en el pecho. Los siete periodistas españoles que permanecíamos en Vietnam nos esforzábamos en permanecer unidos y en mantener la calma. No siempre era sencillo. La sonrisa de Michel Como en aquella ocasión cuando nos enteramos de regreso de Vung Tao que poco después de que pasáramos nosotros habían matado al fotógrafo Michel Laurent, un joven Premio Pulitzer. Fue el último de una interminable lista de 135 reporteros gráficos que habían pagado con su vida el privilegio de ser testigos de aquella guerra. O en aquella otra, cuando en la azotea del hotel pedíamos más hielo para el whisky y más salsa termidor para la langosta (a 200 pesetas ración) mientras los enormes misiles SAM-3 de fabricación soviética pasaban por encima de nuestras cabezas para reventar barrios enteros que ardían sin misericordia.
Personas que sirvieron al ejercito norteamericano buscan desesperadamente refujio en la embajada americana en Vietnam del Sur el día que cayo Saigon. |
Las bengalas iluminaban las calles desiertas y un meandro del mítico río Mekong se adivinaba a menos de cuatro manzanas. O en aquella mañana cuando el chófer que llevábamos comenzó a sudar y uno de nosotros dijo en voz alta: «Es extraño. Los vietnamitas no sudan». Y el silencio en la vegetación a los dos lados de la carretera. Y aquellos centenares de ojos del Vietcong que nos observaban mientras nuestro chófer, que se había metido sin saberlo en tierra de nadie, conducía marcha atrás aterrorizado. Y en el cementerio de Bien Hoa, cuando el olor a muerto era insoportable y los llantos de las viudas, todas de blanco, se introducía sin remedio en nuestro cerebro mientras se celebraban aquellas ridículas ceremonias con honores militares para cada uno de los 65.000 soldados survietnamitas que enterraron allí. Y cuando recorríamos de noche, en pleno toque de queda, el camino hasta la oficina del télex para que una vietnamita, casi una niña, tecleara cada una de las letras sin saber lo que estaba transmitiendo. Y el regreso al hotel andando por el medio de la calle tratando de aparentar seguridad mientras esquivábamos a aquellos vigilantes demasiado jóvenes (a los que Algañaraz rebautizó como guerrilleros de Cristo Rey) con sus pijamas negros que disparaban sólo para disimular su propio terror.
Las calles de Saigón amanecieron vacías en aquella mañana del 29 de abril de 1975. Los siete españoles caminamos hacia el punto de encuentro que nos habían señalado para la evacuación pero allí no había nadie. Sin más equipaje que nuestra incertidumbre y las cámaras, deambulamos por la ciudad hasta que alguien nos señaló un nuevo punto de partida. Allí estaban los chicos de la CIA y de la DIA, con sus escopetas repetidoras en la mano. Trataban de poner un poco de orden en aquel caos. Nos colocaron una etiquetas al cuello como si fuéramos maletas y nos montaron en autobuses destartalados. Los vietnamitas trataban de subir introduciéndonos por entre las rejillas que protegían las ventanillas fajos de billetes de 100 dólares, todo lo que poseían. Atropellamos a lo que se puso por delante hasta llegar a las pistas de tenis cercanas al aeropuerto. Debido a los nervios nuestro conductor se bajó del vehículo y nos dejó unos minutos encerrados mientras caían morteros a nuestro alrededor. Los enormes helicópteros esperaban turno en el aire para posarse en tierra sólo los segundos suficientes para cargar a los evacuados. Una compañía de marines, novatos, se desplegaban por la zona con la cara desencajada. Al terminar el día dos de ellos estarían muertos.
Amanecía el 30 de abril. La guerra del Vietnam había terminado.
Fernando Múgica
Fernando Múgica es redactor jefe de Internacional de EL MUNDO y cubrió como reportero la guerra de Vietnam hasta el último día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario