Fue en el siglo XIX cuando la Historia adquirió categoría de ciencia social, en tanto que discurso narrativo que describe, explica, valora y procura comprender las causas y consecuencias del devenir del hombre en sociedad. Fue también en el decurso de esa misma centuria, tras el surgimiento del Estado-nación, que se estatuyó la educación nacional y la Historia, como práctica epistémica, entró en un proceso de institucionalización respecto de la enseñanza del pasado en los diferentes niveles del sistema escolar. Posteriormente, en los albores del siglo XX, lo mismo en Europa que en Norteamérica, se estableció que la escolarización de todos los ciudadanos debía ser obligatoria, al menos en los niveles básicos, y se determinó que la enseñanza de la Historia Patria era una condición sine qua non a fin de lograr que desde los niveles básicos y medios del sistema educativo emergieran jóvenes con una firme identidad nacional, convertidos en auténticos patriotas orgullosos de las glorias del pasado de su país.
Sabemos que para reconstruir el pasado los historiadores fundamentan sus investigaciones sobre fuentes fiables de diversas índoles, entre las que se destaca el documento escrito. Pero lo que tal vez muchas personas desconocen es el hecho de que al momento de reunir las fuentes con las que habrá de reconstruir determinados acontecimientos del pasado, al historiador no le es dable trabajar simultáneamente con todas las fuentes disponibles, razón por la cual se ve precisado a seleccionar aquellas huellas o evidencias que más interesen al objeto de su estudio al tiempo de desestimar otras que, según su criterio, les aportarán escasa o ninguna información relevante. Su método de investigación y las fuentes que habrá de utilizar, pues, estarán determinados por unos límites fijados a priori.
Es en ese proceso heurístico y hermenéutico de la construcción del discurso histórico en el que se producen los textos de historia patria, por citar un tipo específico de aproximación al pasado de una nación, en razón de que los textos de historia patria constituyen la fuente esencial para que un determinado colectivo recuerde de manera permanente los acontecimientos más resonantes de la historia de su país. Conviene resaltar que la Historia patria es un componente fundamental en la construcción de la memoria social, esto es, la memoria colectiva de un pueblo; y que en la misma medida en que el historiador, a través del discurso histórico, contribuye a la configuración de la referida memoria social, en esa misma proporción el historiador -de manera involuntaria, aunque los hay que lo hacen ex profeso- también puede generar olvido respecto de trascendentes episodios acaecidos en el pasado; acontecimientos o personajes que determinados sectores o grupos enquistados o no en la maquinaria del Estado están interesados en que no sean conocidos ni recordados por las jóvenes generaciones del presente y del porvenir.
El historiador de los siglos XIX y XX, ha escrito José Carlos Bermejo, "es el que recuerda, es el profesional del recuerdo y aquella persona a la que su sociedad le encarga que enseñe a sus conciudadanos a recordar. Pero a la vez que cultiva el recuerdo, también cultiva el olvido y no porque el olvido forme parte indispensable del recuerdo. La memoria es selectiva, no podremos recordarlo todo, si solo recordásemos no podríamos vivir. Lo que ocurre es que además de ese olvido que es un elemento constituyente de la memoria, el historiador introduce otro tipo de olvido de carácter excluyente". (Cf.Genealogía de la historia, 1999: 195).
Examinemos brevemente estas dos categorías: olvido constituyente y olvido excluyente. Se dice del primero que es consustancial al recuerdo, algo así como una de sus caras o su anverso; mientras que del segundo se afirma que es selectivo en sentido negativo… Y excluye porque existe una voluntad de excluir, de suprimir aspectos, hechos, personajes que se quiere sumergir en zonas profundas del inconsciente colectivo. El olvido excluyente es una parte fundamental del ejercicio del poder político; al tiempo que establece aquello de lo que no puede ni debe hablarse, pues como sentenció George Orwell: "quien controla el presente, controla el pasado."
Naturalmente, el hecho de que haya prohibiciones, manifiestas o veladas, y de que el tratamiento de ciertos temas o personajes haya devenido tema tabú por disposiciones de instancias represivas de la superestructura político ideológica del Estado, en modo alguno significa, como bien consigna el historiador español Bermejo, que "lo indecible, no por serlo, deja de tener existencia y, por supuesto, [que] puede ser conservado en la memoria, pero no en la memoria colectiva, sino en la individual o en la de un pequeño grupo más o menos marginal" (Op. cit., p. 196).
Un caso típico de olvido excluyente es el que fomentan algunos historiadores franceses, alemanes y norteamericanos quienes, bajo la égida de una supuesta corriente histórica revisionista, sostienen que no existió el exterminio de los judíos perpetrado por el nazismo y el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Hay quienes han puesto en dudas el hecho de que unos 6,000,000 de judíos fueron exterminados en los campos de concentración a raíz de la llamada "solución final"; y también los hay que enarbolan la tesis de que Hitler nunca impartió órdenes para exterminar a los judíos y que los principales responsables de los crímenes cometidos en los Lagers o campos de concentración, como los que existieron en Auschwitz, Birkenau, Spandau, Dachau o Buchenwald, fueron miembros del alto mando alemán como Heinrich Himmler, Adolfo Eichman, Klaus Barbie, Rudolph Hess, Hermann Goering y Martin Borman, entre otros. Quienes postulan esas teorías tan descabelladas soslayan el hecho de que como bien ha consignado el historiador frances Pierre Vidal-Naquet, cuya madre fue asesinada en Auschwitz, desde el verano de 1941 Adolfo Hitler había tomado la decisión de exterminar a los judíos y hacia la cristalización de esa meta concentró la mayor parte de su poderío militar (ver su libro Los asesinos de la memoria, 1994).
Las secuelas traumáticas que tienen las víctimas sobrevivientes de los centros de reclusión y tortura de regímenes totalitarios y dictatoriales, reprimen todo cuanto ha sido dolor y degradación humana que ellas han padecido y por lo general tienden a "olvidar" las horribles experiencias vividas en las lóbregas mazmorras de esos sistemas tan degradantes para el género humano. (Hay excepcionales testimonios gracias a los cuales ha sido posible reconstruir parte de cuanto se vivió durante la Shoa o la catástrofe, como el libro Si esto es un hombre, de Primo Levi, o la novela La hora 25, de Gheorghiu C. Virgil, para solo citar dos casos.)
Es importante aclarar que el hecho de que un grupo de personas adopte tal o cual posición ideológica o política no es motivo de preocupación. Se trata de un derecho universal inherente a todos los seres humanos: el derecho a asimilar y defender la doctrina o ideología de su preferencia. Pero de ahí a distorsionar el pasado sobre la base de ausencias de pruebas o evidencias fácticas con el fin de satisfacer determinadas posiciones políticas hay un gran trecho. Y precisamente eso es lo que han aprovechado ciertos grupos no solo en Alemania, sino también en otros países como en la República Dominicana.
Recientemente, en nuestro país ha surgido un movimiento, endeble aún, cuyo propósito es rehabilitar la figura histórica de Trujillo. Los principales exponentes de este movimiento revisionista aducen que en nuestro país, durante los 50 años de democracia que han transcurrido desde 1961 a la fecha, los historiadores deliberadamente han ocultado los aspectos positivos de la dictadura y que sólo ha habido interés por destacar la parte mostrenca y abyecta de aquella maquinaria infernal que a lo largo de tres decenios llevó el crespón luctuoso a innumerables hogares dominicanos. Algunos de los epígonos más conspicuos de los trujillistas revisionistas insisten en que en el decurso de los 30 años de la llamada "Era de Trujillo" la nación dominicana transitó por senderos de desarrollo y crecimiento económicos, al igual que experimentó notables transformaciones sociales. Sin embargo, esas argumentaciones pasan por alto que ese progreso y crecimiento económico se produjo merced a un costo espiritual y de pérdida de vidas humanas muy elevado para el pueblo dominicano, que se vio impelido a someterse a la voluntad omnímoda del dictador, cuyo régimen tiránico suprimió las libertades públicas y el pluralismo político. De igual modo, los defensores de las bondades de Trujillo relegan a un plano secundario la parte represiva y atroz de la tiranía, argumentando que también en otros países se han cometido atrocidades y actos de barbarie.
Se trata, evidentemente, de un fútil intento de pretender cambiar la imagen de lo que verdaderamente fue y significó la dictadura de Trujillo; y tal vez logren confundir a mucha gente, pero lo que no podrán lograr, porque es poco menos que imposible, será "transformar al propio pasado en su realidad", como bien ha consignado Vidal-Naquet. El caso de la llamada Era de Trujillo, y del gran desconocimiento que existe entre las jóvenes generaciones acerca de las atrocidades cometidas en contra del pueblo dominicano, es también digno de estudio porque constituye otro claro ejemplo de lo que es el olvido excluyente fomentado desde altas instancias del Estado en una determinada coyuntura política. En otras entregas insistiremos en el tema…
Los defensores de las bondades de Trujillo relegan
a un plano secundario la parte represiva y atroz de la
tiranía, argumentando que también en otros países
se han cometido atrocidades y actos de barbarie.
DIARIO LIBRE
Pasado y Presente por Juan Daniel Balcácer
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