"Yo no concibo la política al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de humanidad”.
Los orígenes del Partido de la Liberación Dominicana no se hallan a la
distancia de los 15 años transcurridos desde el día 15 de diciembre de 1973,
fecha en la cual se llevó a cabo su fundación; en realidad son más lejanos,
nada menos que 34 años —un tercio de siglo— antes de ese día, pues fue en el 1939
cuando se inició la etapa política de mi vida, que comenzó con la fundación del
Partido Revolucionario Dominicano, que no fue obra mía como ha dicho alguien
sino de un médico nacido en la República Dominicana pero llevado a Cuba cuando
tenía 2 años. Ese médico se llamaba Enrique Cotubanamá Henríquez y era hijo del
Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, lo que deja dicho que era hermano de Pedro
y Camila Henríquez Ureña, pero nacido de un segundo matrimonio de su padre pues
Salomé Ureña de Henríquez, la madre de
los Henríquez Ureña, había muerto en 1898.
El Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, a quien sus amigos y familiares
llamaban Cotú, no olvidaba que había nacido en la República Dominicana, donde
su padre y sus hermanos mayores eran figuras de gran prestigio intelectual y
político, y en Cuba leía la revista Carteles en la cual se publicaron cuentos míos
en 1936 y 1937. En esos años los cubanos vivían los sacudimientos políticos que
produjeron la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado y la caída del
dictador, ocurrida al comenzar el mes de septiembre de 1933. Entre los efectos
de esos sacudimientos estuvo la creación del Partido Revolucionario Cubano, que
fue bautizado con el mismo nombre que tuvo el que había fundado José Martí para
organizar con él la Guerra de Independencia iniciada en febrero de 1895.
El Partido Revolucionario Cubano de los años posteriores a la caída de
Machado era conocido por la denominación de auténticos que se les daba a sus miembros,
y en su creación jugó un papel de cierta importancia el Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez, a quien le tocó redactar la parte doctrinaria de esa organización
política.
Todo lo dicho en el párrafo anterior sirve para explicar por qué el Dr.
Henríquez bajó cierto día del año 1938 a los muelles de la capital dominicana
adonde había llegado en uno de los barcos cubanos que hacían la ruta
Habana-Santiago de Cuba-Santo Domingo y se dirigió a la casa de un familiar al
que le preguntó mi dirección. La respuesta que le dieron fue que yo estaba viviendo
en San Juan de Puerto Rico, y unos meses después el Dr. Henríquez se presentó
en la Biblioteca Carnegie, donde yo trabajaba en la transcripción de todo lo
que había escrito Eugenio María de Hostos.
(Esa transcripción se hacía en maquinilla de escribir con el propósito
de organizar la producción literaria del gran pensador puertorriqueño que iba a
ser publicada en la colección de sus obras completas).
Lo que el Dr. Henríquez fue a tratarme, o mejor sería decir, a
proponerme, fue que yo debía dedicarme a la creación de un partido político
cuya finalidad sería liberar a la República Dominicana de la dictadura trujillista.
Ese partido, explicó, se llamaría Revolucionario Dominicano como el de Cuba se
llamaba Revolucionario Cubano. Entre las cosas que dijo la que me impresionó
fue su oferta de escribir todo lo que se refiriera a la base ideológica o
doctrinaria del Partido Revolucionario Dominicano. Yo le oía sin hacer el menor
comentario y mucho menos preguntas porque lo que él decía era para mí tan
novedoso como si el Dr. Henríquez hablara en una lengua extraña.
No quería ser político
Yo no quería ser político. Para mí la política era lo que me había
llevado a abandonar mi país, pues tal como lo dije en una carta dirigida a
Trujillo, fechada en San Juan de Puerto Rico el 27 de febrero de 1938, cuatro o
cinco meses antes de recibir la visita del Dr. Henríquez, de seguir viviendo en
la República Dominicana, “además de no poder seguir siendo escritor, tenía forzosamente
que ser político”, y aclaraba: “...yo no estoy dispuesto a tolerar que la
política desvíe mis propósitos o ahogue mis convicciones y principios. A menos
que desee uno encarar una situación violenta para sí y los suyos, hay que ser
político en la República Dominicana. Es inconcebible que uno quiera mantenerse
alejado de esa especie de locura colectiva que embarga el alma de mi pueblo y
le oscurece la razón: el negro, el blanco, el bruto, el inteligente, el feo, el
buenmozo: todos se lanzan al logro de posiciones y de ventajas por el camino
político.
¿Cómo es posible que no se comprenda que la política no es arte al
alcance de todo el mundo? La marcha de la sociedad la rigen los políticos; ellos deben ser seis,
siete; así es en todos los países y así ha sido siempre; nosotros involucramos
los principios universales y exigimos que las mujeres, los niños y hasta las
bestias actúen en política. Yo, que repudiaba y repudio tal proceder, vivía
perennemente expuesto a ser carne de chisme, de ambiciones y de intrigas. Yo no
concibo la política al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de
humanidad”.
Tan fuerte era mi repudio a la actividad política que se ejercía en la
República Dominicana, que en otro párrafo de esa carta le decía al dictador:
“Yo sé que he salido de mi tierra para no volver en muchos años, porque
considero que la actual situación será de término largo y porque sé que fuera
de un cargo público yo no tendría ahora medios de vida en mi país, y no podría
estar en un cargo público absteniéndome de hacer política”.
El criterio que exponía en esa carta se lo expuse también al Dr.
Henríquez, sin mencionarle el hecho de que yo le había escrito a Trujillo
diciéndole lo que significaba para mí la política tal como ella se aplicaba en
mi país, y la mayor parte del tiempo que usamos en hablar de ese tema la
consumió él explicándome la diferencia que había entre la política que se ejercía
en Cuba y la que se llevaba a cabo en la República
Dominicana. Precisamente, decía el Dr. Henríquez, para que el pueblo
dominicano pudiera aprender en la práctica diaria qué es la política y cómo debe
ejercerse, era absolutamente necesario librar al país de la tiranía
trujillista.
Esa entrevista con el hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal me
dejó tan impresionado que pocos días después empecé a buscar información acerca
de cómo había organizado José Martí su Partido Revolucionario Cubano, y lo que
llegué a saber fue poco, o mejor sería decir muy poco. Lo que me interesaba era
tener una idea precisa de lo que había que hacer para formar hombres que al
mismo tiempo que tuvieran una idea clara de lo que debía ser la política
dominicana supieran cómo actuar para sacar del poder a Trujillo y a sus
colaboradores más cercanos. Nada de eso fue tratado en la conversación que sostuve
con el Dr. Henríquez, y por mucho que busqué, en la Biblioteca Carnegie no
hallé un libro que pudiera ayudarme a aclarar mi concepto de lo que era la
política.
Una cosa piensa el burro...
Como desde mi niñez había leído en la casa de mi abuelo materno la
historia del Cid Campeador y en la mía el Don Quijote, y como mi padre destacaba
siempre que se hablaba de episodios históricos de algún país, sobre todo si se
trataba de uno europeo, la importancia de los jefes militares no sólo en las
guerras sino también en actividades civiles, yo crecí con una idea fija, aunque
no sabía por qué, acerca del papel que juega en cualquier país la persona que
ahora llamamos líder, y en la conversación que mantuve con él, o sería más
apropiado decir que él mantuvo conmigo, le pregunté al Dr. Henríquez quién, a
su juicio, debía o podía ser el líder de ese partido que él me proponía fundar,
y su respuesta fue que debía ser yo, a lo que respondí diciendo que yo no tenía
las condiciones que se requerían para dirigir un partido político; que a mi
juicio el líder debía ser el Dr. Juan Isidro Jiménez Grullón, que llevaba un
nombre conocido en todo el país porque su abuelo, que tenía el mismo nombre,
había sido presidente de la
República dos veces, y su bisabuelo lo había sido una vez; le expliqué
que el Dr. Jiménez Grullón estaba viviendo en Nueva York ,pero que yo le
pediría que viajara a Puerto Rico para hablar con él sobre la posibilidad de
fundar el Partido Revolucionario
Dominicano. El Dr. Henríquez halló que lo que yo decía tenía sentido, y
en la noche de ese mismo día, mientras el buque cubano en que había llegado a
San Juan de
Puerto Rico navegaba de retorno a Cuba, le escribí al Dr. Jiménez
Grullón pidiéndole que se llegara a San Juan donde tenía algo importante que
tratarle.
Cuando el Dr. Jiménez Grullón llegó a San Juan yo le tenía preparada
una conferencia que debía dar en el Ateneo Puertorriqueño, el lugar donde se
reunían los intelectuales más conocidos de la isla borinqueña. Allí había dado
yo una titulada Mujeres en la vida de Hostos. La del Dr. Jiménez Grullón sería
sobre la situación política de la República Dominicana, y al decirla se lució
porque era un orador natural que sabía usar las palabras y además sabía manejar
las manos cuando tenía que moverlas para reforzar con sus movimientos lo que
iba diciendo. Con esa conferencia el nieto del jefe del partido que llevó su
nombre (el Gimenista, popularmente conocido como el de los bolos) quedó presentado
a los intelectuales de Puerto Rico, primer escalón, pensaba yo, de la escalera
que debía conducirlo al liderazgo del futuro Partido Revolucionario Dominicano,
si ese partido era creado como lo proponía el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez.
El Dr. Henríquez volvió a Puerto Rico y en esa segunda ocasión le
presenté al Dr. Jimenes Grullón. Con la presentación quedaba yo libre de seguir
ocupándome en tareas políticas, al menos, así lo creía, pero el campesino
dominicano de esos años repetía con frecuencia un refrán: “Una cosa piensa el burro
y otra el que lo está aparejando”, y el que aparejaba al burro de la historia
dominicana tenía planes diferentes a los míos; tan diferentes que de buenas a
primeras Adolfo de Hostos, hijo de
Eugenio María de Hostos, entró en el salón de la Biblioteca Carnegie, donde
bajo mi dirección dos mecanógrafas copiaban los trabajos de Hostos, y me dijo:
“Prepárese para ir a Cuba a dirigir la edición de las obras completas.
El concurso de su publicación ha sido ganado por una editorial cubana.
Por su trabajo allá se le pagarán 200 dólares mensuales”. En la vida de algunos
seres humanos se dan hechos que parecen fortuitos y no lo son, pero es al cabo
de algún tiempo cuando los protagonistas de esos hechos advierten que no fueron
casuales. Por ejemplo, un año antes de mí llegada a La Habana rodeado de varios
bultos en los que iban las copias mecanográficas de todo lo que Eugenio María
de Hostos había escrito —al menos, todo lo que se había reunido hasta el año
1937— yo no conocía al Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez y ni siquiera tenía noticias
de su existencia; y sin embargo cuando descendí la escalera del vapor Iroquois
para llegar al muelle junto al cual había atracado el buque de ese nombre, allí
estaba él esperándome, y mientras aguardábamos la bajada del equipaje el Dr.
Henríquez me dijo que había contratado para mi uso, en una pensión, una
habitación con baño y servicio sanitario, que en el alquiler estaba incluida la
comida y que la casa donde se hallaba la pensión estaba cerca de la suya; que
él me acompañaría en el viaje del muelle a esa casa y me visitaría al día
siguiente para llevarme al lugar donde él vivía, al cual iríamos a pie porque
la distancia entre las dos casas era corta, y en efecto, así era, y por ser así
al segundo día de mi llegada a La Habana estaba yo en los altos de una casa de
piedra situada frente al mar, en el paseo llamado Malecón. Delante de mí,
separado de él por un escritorio, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez leía unos
papeles en los cuales se describía lo que sería el Partido Revolucionario
Dominicano, incluyendo un esbozo de sus futuros estatutos, y con esa lectura
comenzaba una etapa nueva en mi vida, la del aprendiz de la teoría y la
actividad política.
Texto tomado del libro "EL
PLD: UN PARTIDO NUEVO
EN AMÉRICA" de Juan
Bosch,
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