BOSCH: "EL PASADO ES EL ESPEJO DEL PORVENIR"
A mediados
del año 1961, la situación política de la América Latina es tan grave como lo
era en 1809, y por razones semejantes. Los sucesos que se produjeron desde 1810
en las colonias de España y Portugal y terminaron, hacia 1824, con esas
colonias transformadas en repúblicas.
¿Están
llamados los que se produzcan a partir de ahora a terminar, digamos en 1975,
con un nuevo orden político y social en la mitad meridional del Nuevo Mundo?
Muchas
personas piensan que sí, y las lecciones de la historia confieren un valor
especial a esa tajante afirmación.
Paralelo
de los antecedentes
En 1809, la
escasa conciencia política de América Latina se hallaba sacudida por un cambio
tan serio en el Hemisferio Occidental, que de él habían surgido dos repúblicas
–Estados Unidos y Haití–, símbolos de los tiempos antimonárquicos que se
avecinaban. Además, en todo el Continente se sentía el impacto de las fuerzas
que desde hacía veinte años lanzaba sobre el mundo la Revolución Francesa.
En 1961, la
amplia conciencia política de América Latina se encuentra conmovida por una
serie de sacudimientos sociales que se inició en México hacia 1910, renació con
la revolución cubana en 1933, apareció de nuevo hacia 1944-1948, y culminó al
fin en la profunda revolución fidelista de 1959.
En 1809, las
ideas revolucionarias tenían como vehículo principal las logias masónicas,
cortas en número y cortas en afiliados; en 1961, abundan los partidos
revolucionarios y por todo el Continente se extiende uno de organización férrea
y dedicado profesionalmente a organizar la revolución. Obviamente, nos
referimos al Partido Comunista.
En 1809, la
lentitud en las comunicaciones entre continentes y países y la pequeñez de los
círculos latinoamericanos que tenían interés en las noticias políticas, hacían
que la influencia de acontecimientos.
Tan
importantes como las revoluciones de América del Norte, de Haití y Francia, se
redujera mucho en nuestros pueblos.
En 1961, la
velocidad y la agresividad de los medios modernos de difusión han acortado el
tiempo hasta reducirlo a su mínima expresión. Al acortar el tiempo han
contraído el espacio, de manera que en todos los países latinoamericanos se
viven simultáneamente las experiencias de cualquiera de ellos. Un discurso de
Fidel Castro, por ejemplo, se oye en Guatemala o en Venezuela en el momento en
que está siendo dicho en La Habana; se oye, y se siente a la multitud que
aplaude al orador. La técnica publicitaria ha aumentado a grados insospechados
el poder agitador de los medios modernos de difusión, y, a la vez, el aumento
de la sensibilidad política de las masas multiplica la fuerza comunicativa de
los acontecimientos.
A principios
del siglo XIX, a pesar del alto porcentaje de la población sometida a la
esclavitud, y a pesar del movimiento de Túpac Amaru en 1780 y de la rebelión
haitiana que acabó con el establecimiento de una república en enero de 1804,
las masas no tenían verdadera inquietud política.
En 1961, las grandes mayorías
de nuestros pueblos están afiliadas a movimientos izquierdistas y millones de
hombres y mujeres tienen no solo inquietud, sino
también actividad política.
Paralelo de los grupos
directores
No puede
haber cambio revolucionario de las formas o de las estructuras políticas y
económicas si no hay, por lo menos, un grupo o una clase social que necesita y
desea ese cambio.
En 1809, los
grandes terratenientes y algunos sectores mercantiles de América Latina
necesitaban y deseaban un cambio. Los hombres que encabezaban esos sectores
fueron quienes dirigieron las guerras de independencia, o los que lograron la
independencia sin necesidad de guerras costosas, como sucedió en el Brasil. Y
la historia de Venezuela nos enseña que tales jefes batallaron y alcanzaron sus
miradas sobre nuestra América.
Propósitos
aún contra la voluntad de la masa popular, allí donde la masa prefirió pelear
bajo la bandera del Rey.
En 1961, la
mediana y la pequeña clase media de América Latina, necesitan, y desean, una
transformación de la sociedad. De estos dos grupos sociales han salido los
líderes revolucionarios de nuestros países, por lo menos los que han iniciado
en este siglo la marcha hacia un cambio en el estado político y económico; y
puede asegurarse que sin una sola excepción, de ahí han salido también los
fundadores y las principales figuras de los partidos comunistas de América
Latina.
En 1809, los
terratenientes y sectores de comerciantes de las colonias necesitaban y
deseaban asegurar con el poder público las riquezas que habían acumulado. La
formación de los primeros era antigua, pero su ascenso al más alto nivel del
poderío económico había tenido lugar sobre todo en los últimos cincuenta o
sesenta años, a favor de la política liberal de los Borbones españoles. Con los
cambios que estaban operándose en el mundo, los grandes terratenientes veían en
peligro ese poderío económico si no controlaban por sí mismos el poder
político; y se lanzaron a conquistarlo.
En 1961, la
mediana y la pequeña clase media latinoamericanas necesitan y desean apoderarse
de los mandos de la sociedad, pues a pesar de que sus hombres más conscientes
se hallan técnicamente preparados para ascender, la alta clase media y la
burguesía no les abren paso y su destino inmediato es caer en la categoría de
proletarios intelectuales. Estas mediana y pequeña clase media han venido
formándose en los últimos cuarenta o cincuenta años, y han alcanzado un alto
nivel técnico en tiempos recientes gracias al mejoramiento de los centros de
estudios que han estimulado precisamente los gobiernos revolucionarios
posteriores a 1910. En la actualidad, hay en cada país de América Latina
decenas de millares de jóvenes bien preparados que se quedan sin destinos, y
sus perspectivas inmediatas son emigrar a países más prósperos –que en nuestro
caso quiere decir, casi siempre, Estados Unidos– o lanzarse a la conquista del
poder total.
El vacío
de poder en 1809
En la
sociedad organizada no puede haber vacíos de poder prolongados. Si los hay, la
sociedad se descompone: y la sociedad tiene que sobrevivir; se resiste a ser
disuelta. El camino adecuado para la supervivencia es que siga a los que le
ofrecen un tipo nuevo de organización, o que se someta a ellos aunque no desee
esa nueva organización.
Es natural
que al producirse un vacío de poder, acudan a llenarlo los que necesiten o
desean el poder, y es también natural que al desplazarse de su lugar social
hacia el mando político, el grupo que corre a ocuparlo se comporte con
violencia y desate en torno suyo una tormenta de hierro y sangre. Pues si
procediera con cautela, otros podrían llegar al poder antes que él, y siempre
hay posibilidad de que suceda esto último en un ambiente de conmoción y de miedo.
En 1809,
nuestros pueblos se hallaron lanzados en un vacío de poder; en 1961, hay un
semivacío que puede transformarse cualquier día en vacío total, como sucedió ya
en Cuba el 1 de enero de 1959.
El de 1809,
se produjo cuando la prisión de Fernando VII y de sus padres, llevada a cabo
por Napoleón en 1808, dejó al imperio español sin su jefe tradicional. El
imperio pasó a ser un cuerpo sin cabeza, que se movía en el campo de la
historia con la incertidumbre de un tronco perdido en medio del océano. Los terratenientes
y ciertos sectores mercantiles de las colonias españolas acudieron a llenar el
vacío, y cosa parecida sucedió en Brasil cuando el rey portugués volvió a
Lisboa, pasado el huracán napoleónico. Hubo países americanos donde las grandes
masas siguieron a sus nuevos jefes, como en el Brasil, por ejemplo; y allí la
lucha no fue costosa. Pero los hubo donde combatieron contra ellos, y al cabo
de largos años de guerras, acabaron sometiéndose.
A ningún
estudioso de la historia de América Latina puede caberle duda de que la gran
crisis que terminó con el establecimiento de repúblicas en nuestro Continente
fue precipitada por la conjunción de dos hechos históricos: la existencia de
grupos sociales que necesitaban y deseaban el poder político, y la aparición de
un vacío político en el imperio español, determinado por la prisión de Fernando
VII y de sus padres.
El semivacío de poder en
1961
Ahora bien,
en 1961, hay un semivacío de poder en América Latina; y hay también un grupo
social –el compuesto por la mediana y pequeña clase media– que necesita y desea
el poder público. Allí donde el semivacío quede convertido, aunque sea
momentáneamente, en vacío total –como sucedió en Cuba hace dos años y medio–,
la revolución brotará con fuerza irresistible, y tomará el poder.
Desde
principio de este siglo XX, América Latina ha sido un satélite político y
económico de Estados Unidos. La alianza de los sectores imperialistas de
Estados Unidos con los gobernantes oportunistas y antinacionales de nuestros
países ha formado durante más de media centuria el núcleo de poder en las
tierras latinoamericanas. Esa alianza ha fijado el centro gobernante en un eje
que une a Washington con la capital de cada uno de nuestros países; y así como antes
de 1810 el poder estaba en Madrid y en la persona del rey; desde hace más de
medio siglo está repartido entre los gobiernos criollos y el presidente de
Estados Unidos.
Y sucede que
a partir de 1953, hay en Washington un intermitente vacío de poder, por lo
menos en relación con América Latina. Durante algunos años de la Administración
Eisenhower, el poder estuvo en manos de Foster Dulles, y el señor Dulles
reforzó la alianza de los grupos imperialistas de su país con los sectores más
inescrupulosos de América Latina; de manera que su ejercicio de la parte de
poder norteamericano en lo que toca a la América Latina fue decididamente anti
histórico. A la muerte del señor Dulles se reprodujo el vacío de poder
norteamericano en relación con nuestro países; y donde ese semivacío se
complete con el abandono del poder por los asociados criollos –como sucedió en
Cuba a la fuga de Batista–, se hizo presente la revolución, esto es, el paso de
un grupo social necesitado del poder hacia el comando de la vida pública.
Desde la muerte de Foster Dulles, el semivacío
en la porción de poder sobre América Latina que ejercía Estados Unidos se ha
hecho patente. La Administración Kennedy ha tratado de llenarlo con palabras,
pero no ha alcanzado todavía el terreno firme de los hechos. Más aún, la
Administración Kennedy ha dado muestra de que es intrínsecamente débil; de que
oscila entre el llamamiento de los sectores antiimperialistas de su propio
país; que desearían ver al gobierno norteamericano libre de la influencia de
los negociantes colonialistas, y la presión casi irresistible de estos últimos.
La reacción juega su carta
Al promediar
el año 1961, América Latina es el campo de la batalla política más enconada del
mundo. La reacción –no sólo continental, sino hemisférica– se ha lanzado con
todas sus armas a una lucha sin cuartel. So pretexto de que la revolución de
Cuba es comunista, todos los medios de expresión, que están en manos de las
oligarquías terratenientes, financieras y comerciales, golpean día y noche a
las masas con el terror psicológico. Su plan es lograr que se desate en América
la persecución contra los comunistas; y después, como es claro, perseguirán a
los revolucionarios no comunistas.
¿Por qué
actúan así esos grupos? ¿Por pureza ideológica? ¿Es que su amor a la democracia
resulta tan sincero que no pueden aceptar la menor amenaza contra los regímenes
democráticos?
Pues sucede
que no. Los mismos que hoy agitan sin descanso el espantajo comunista fueron
los que iniciaron la campaña de descrédito contra líderes democráticos como
Haya de la Torre, José Figueres y Rómulo Betancourt; ellos sembraron la semilla
de insultos y calumnias que los comunistas cultivan ahora con tanto esmero.
Estos ardientes defensores del mundo libre eran, hasta hace poco, panegiristas
de Trujillo, de Pérez Jiménez y de Somoza.
La reacción
juega su carta anticomunista, no por amor a la democracia, sino para defender
sus privilegios. Si logra asociar todo cuanto se ha hecho en Cuba con el color
rojo de la bandera soviética, pondrá sus fortunas a salvo de la revolución
social latinoamericana. Para esos sectores el anticomunismo es negocio que
rinde beneficios.
¿Puede
decirse lo mismo de las grandes masas de nuestros países?
La incógnita por millones
Seguramente
no. Nadie sabe a ciencia cierta qué piensan esas grandes masas. De hecho, ellas
son una incógnita. Lo que puede afirmarse es que más de ochenta millones de
latinoamericanos –entre los cuales hay cerca de cuarenta millones de adultos–
no saben leer, y, por tanto, ignoran lo que dicen los diarios.
Los que
leen, y convierten sus lecturas en hechos, son esos grupos de la mediana y la
pequeña clase media que necesitan y desean el poder político. Leen también
importantes núcleos de obreros, pero la revolución cubana demostró que los
obreros con buenos jornales, organizados en sindicatos y asegurados
socialmente, reducen su actividad política a conservar su posición. Leen
también la alta clase media y la alta burguesía; leen, sobre todo, sus propias
campañas anticomunistas y las noticias que se refieren a precios, mercados y
leyes favorables a las nuevas inversiones.
Demasiado
ocupados en adquirir Cadillacs, en llevar a sus mujeres a cabarets y casas de
modas, en hacer viajes de negocios a Nueva York y a Europa, los hombres de la
alta clase media y de la burguesía latinoamericana, considerarán que van a
detener la revolución social con propaganda anticomunista. Sus antepasados de
hace ciento cincuenta años creyeron también que podían evitar la liquidación de
la esclavitud hablando de los horrores que desató la rebelión de los esclavos
de Haití.
La
propaganda reaccionaria está creando la atmósfera de la batalla continental. En
esa batalla, ¿qué partido va a tomar la gran masa latinoamericana?
Necesariamente,
el de la revolución; aunque es muy probable que no le importe que esa
revolución sea comunista o democrática. Para la gran masa será lo mismo con tal
de que le proporcione bienestar. La diferencia entre la primera y la segunda es
que la última ofrece libertad, pero hasta ahora, ¿qué libertad ha conocido la
gran masa?
La parte más
consciente de la masa distingue solo entre una revolución sangrienta y una que
no lo sea; sucede que la revolución sin sangre solo puede ser realizada si se
acude hoy, no mañana, a resolver los problemas agudos que tenemos ante
nosotros; los económicos, los sociales y los políticos; los de hambre, los de
desigualdad en todos los órdenes y los que nos plantea la supervivencia de
tiranías espantosas, como la dominicana, la de Nicaragua y la de Paraguay.
Ahora bien,
entre una revolución sin sangre, pero demorada, y una con sangre, pero
inmediata, ¿qué han de preferir nuestros pueblos?
Sería osado
hacer vaticinios. Las conmociones sociales se dan cuando las condiciones
apropiadas hacen acto de presencia en la historia. No son materia de selección
ni pueden prefabricarse.
Lo único que
nos es dado ver es que al promediar el año 1961, nos hallamos en una situación
muy parecida a la que teníamos en 1809, un año antes de que se iniciaran
nuestras guerras de independencia. Las diferencias no aplacan, sino que
acentúan la inclinación a pensar que hoy, como en 1809, estamos en vísperas de
grandes cambios en la estructura profunda y en las formas visibles de nuestra
vida social.
JUAN BOSCH
[Política: Teoría y Acción, Año 12, No. 130, enero-marzo
de 1991. Escrito en Costa Rica el 15 de julio de 1961 y publicado en Cuadernos
(París), No. 53, octubre de 1961]
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