19 de mayo de 1895: lo que hizo el Maestro
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                                                                                    Luis Toledo Sande

Todos los días, y en especial cada 19 de mayo, son propicios para 
recordar la exclamación desgarrada, “¡oh Maestro, qué has hecho!”, por 
la cual —usemos una expresión coloquial llevada a la poesía por Fayad 
Jamís, acaso el mayor poeta en su generación literaria cubana— “tanto 
palo” se le ha dado a Rubén Darío, heraldo pionero de las grandezas 
luminosas de aquel a quien llamó “¡Maestro!”, el que, en un abrazo, le 
reciprocó el reconocimiento llamándolo “¡Hijo!”. La adolorida 
estupefacción del autor de Azul… remite al tamaño de la 
tragedia que en aquella fecha de 1895 ocurrió en Dos Ríos: Cuba perdió 
su mayor amparo, de gran significación también para el continente y para
 el mundo, para la humanidad.
Tanto es así, que diversas variantes de aquella exclamación seguirían
 y aun siguen brotando incluso de pensadores y líderes revolucionarios, 
alimentadas asimismo por la humana tendencia a especular, que la 
certidumbre de la tragedia refuerza en este caso. Pero muertes como la 
de José Martí, y tantas otras, remiten a la convicción que Ernesto Che 
Guevara plasmó en una carta de resonancias inapagables: “En una 
revolución se triunfa o se muere (si es verdadera)”. Ese es un hecho 
probado a lo largo de la historia, una norma cuya dimensión luctuosa no 
borran las felices excepciones citables.
Tal realidad es consecuencia orgánica de la decisión de lucha, aunque
 a veces las especulaciones aludidas bordeen, o se adentren de lleno en 
ella, la búsqueda de una determinada vocación suicida en el héroe. Pero 
su confesión, “Para mí, ya es hora”, que el 25 de marzo de 1895, “en el 
pórtico de un gran deber”, hizo Martí a su amigo dominicano Federico 
Henríquez y Carvajal, estaba (está) llena de vida, no de muerte. Era un 
niño de pocos años cuando juró para sí “Lavar con su vida el crimen” de 
la esclavitud —cabría decir: de las esclavitudes—, no “con su sangre”, 
como tantas veces se ha citado erróneamente la estrofa de Versos sencillos donde aquel juramento encarna una trayectoria vital, que abarca la eventualidad de la muerte, pero no se agota en ella.
El 28 de febrero de 1879, al rendir honor a un poeta fallecido, 
invocó a la muerte en términos afectuosos —“¡Muerte, muerte generosa, 
muerte amiga!—, pero para decirle terminantemente: “¡ay! ¡nunca 
vengas!”. En la víspera de su caída en combate no le dice a Manuel 
Mercado que cada día tiene deseos de morir. Le expresa la satisfacción 
que le produce el estar todos los días en peligro de dar la vida en el 
cumplimiento de su deber. Para correr ese peligro con la resolución con 
que él lo hizo, se debe estar dispuesto a morir, sí; pero, sobre todo, 
es necesario estar vivo. Y, para él, estarlo se asociaba al sentido 
misional de responsabilidad con que preparó la guerra y tomó parte en 
ella.
Sería injusto atribuirle una inclinación suicida que habría 
equivalido a un acto de irresponsabilidad impensable en él. Con su 
incorporación al combate, a la lucha armada en los campos de Cuba, no 
procuraba complacer a nadie en particular, ni acallar comidilla alguna. 
Lo guiaba su sentido ético de la existencia en general y, en particular,
 del liderazgo que merecidamente había alcanzado: “Yo evoqué la guerra”,
 estampó en la carta a Henríquez y Carvajal citada, y “mi 
responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”. Mucho deber tenía 
por delante, y la propia contienda se lo ratificaría.
Se ha especulado hasta más de lo justo sobre la entrevista que tuvo 
lugar entre Antonio Maceo, Máximo Gómez y él en La Mejorana el 5 de mayo
 de 1895, y sobre la desaparición de las páginas del día siguiente de su
 Diario de campaña. Se ha llegado a “suposiciones impropias” y 
“versiones infundiosas desgraciadamente publicadas”, escribió en un 
trabajo de 1948, “Acerca de ‘La Mejorana’ y ‘Dos Ríos’”, el serio 
estudioso Manuel Isidro Méndez, cuyo magisterio seguramente sería justo 
reconocer, y no parece haberse hecho a la debida altura, en los jóvenes 
de Artemisa —donde se desempeñó como educador— que participaron en los 
acontecimientos del 26 de julio de 1953.
En el citado Diario de campaña, incluso gráficamente resulta
 visible que Martí escribió sobre aquella tensa entrevista lo que tenía 
que escribir, y no fue poco. En su correspondencia de días posteriores, 
cercanos, lo que muestra con respecto a Antonio Maceo es la admiración 
que sentía por el bravo guerrero, a quien, en la semblanza que le dedicó
 en Patria del 6 de octubre 1893, le había reconocido “tanta fuerza en la mente como en el brazo”.
Tal vez nunca aparezcan las páginas que nadie ni nada debió haber separado del Diario,
 pero tampoco sería descartable que no tuvieran que ver con aquella 
entrevista. En todo caso, las conjeturas, tentadoras y acaso 
inevitables, no parecen que tengan mayor peso comparadas con lo que 
Martí dejó escrito. Si quien arrancó esas páginas, en caso de que haya 
sido esa y no otra la causa de que desaparecieran, hubiese querido 
ocultar las fuertes discrepancias puestas sobre “la mesa, opulenta y 
premiosa”, de La Mejorana, habría tenido que arrancar las muy duras del 5
 de mayo, que —por los términos del relato contenido en ellas— cabe 
considerar escritas al final de ese día, o tal vez al amanecer 
siguiente, y, aunque respetuosas como suyas, suaves no son.
En el fondo, lo que a veces parece resultar pasmoso de lo sucedido en
 La Mejorana pudiera vincularse con la idea de que supuestamente entre 
altos jefes revolucionarios no se producen —o no se difunden— 
discusiones, controversias, choques de trenes. La vida es otra cosa, 
máxime en las condiciones de una gesta naciente como aquella, y cuando 
intervienen jefes con méritos y tesón de mando bastantes para no 
sentirse movidos a ceder mansamente en sus criterios. De alguna manera, 
las suposiciones parecen vincularse asimismo con el deseo de que Martí 
no hubiera muerto en combate, pues cada cierto tiempo se revuelven las 
conjeturas sobre la presunta decisión de que Martí abandonara el campo 
de batalla y volviera a la emigración.
Con respecto a ese punto, se deben recordar varias realidades. Una 
estriba en que Martí no había llegado a Cuba por casualidad, sin 
obstáculos. Llegó a ella venciendo escollos entre los cuales se debe 
contar no solo la persecución enemiga, sino también diversas 
resistencias, tal vez no únicamente la de Gómez y otros de veras 
interesados en cuidar su vida, cuya importancia conocían. Habría quizás 
que considerar además la oposición de quienes podían sentirse incómodos 
ante el líder que, sin currículum de guerrero, llegaba para renovar 
conceptos y estrategias, y promover una institucionalización democrática
 enfilada a impedir por igual estorbos civilistas y desafueros del 
militarismo, que, tanto unos como otros, habían causado graves 
frustraciones en el movimiento independentista.
En su Diario testimonió lo que sostuvo —rudo, según el 
mismo— en La Mejorana: era necesario un modo de gobierno en campaña que 
asegurase la eficacia de la guerra con la necesaria y bien guiada 
soltura del ejército libertador, y defendió a la vez el funcionamiento 
republicano. Este sería inalcanzable si el país no estaba representado 
institucionalmente en la dirección de la contienda, y “la patria”, con 
“todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército”, terminaba 
“como secretaría del ejército” que tenía el deber de liberarla.
La experiencia le confirmaba a cada paso la necesidad de permanecer 
en el terreno de operaciones, y no estaría dispuesto a que nadie por 
voluntad personal decidiera que él —la mayor autoridad política en la 
guerra mientras no se celebrara la Asamblea constituyente— saliera del 
país para convertirse en un auxiliador a distancia. A los líderes 
revolucionarios verdaderos que en el mundo han sido cabría preguntarles 
si habrían aceptado fácilmente una suplantación semejante, que Martí no 
rechazaba por prurito jerárquico sino, repítase hasta el cansancio si es
 menester, por sentido de responsabilidad y capacidad de sacrificio.
El día antes de morir en combate le expone igualmente a Mercado una 
visión aleccionadoramente democrática y revolucionaria: “seguimos camino
 al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho 
alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe
 renovar, conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del 
pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
En la cita, deponer no significa ni abandonar ni desistir ni renunciar.
 Implica someter al arbitrio democrático de la asamblea —que, formada 
por delegados del pueblo alzado, no de los jefes, debía aprovechar las 
lecciones de la celebrada en Guáimaro en 1869 y no reproducir sus 
errores— el modo como organizar el gobierno en armas: “La revolución 
desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso 
una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de 
su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia 
futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a
 la vez sucinta y respetable representación republicana,—la misma alma 
de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la
 representación de la república, que la que empuja y mantiene en la 
guerra a los revolucionarios”.
La versión o leyenda de un Martí vestido de civil —¿acaso ya todos 
los mambises estaban dotados de uniformes reglamentarios suministrados 
por sastrerías y comercios a su disposición?, ¿era aquello una tropa de 
extras preparados para el rodaje de una superproducción de un cine que 
aún no existía?— y listo para embarcar y marcharse al extranjero parece 
haber cuajado, sobre todo, a base de suposiciones y hasta del mismo 
deseo de que no hubiera muerto. Pero él dejó claro, el 18 de mayo, hacia
 dónde se dirigía. Y, si de conjeturas se trata, ¿por qué no pensar en 
quién habría sido el depositario de la confianza de la Asamblea para que
 dirigiese la República en Armas, sino el hombre a quien, disgustárase 
quien se disgustara, las tropas llamaban el Presidente?
Que él mismo, ante reticencias que ese título suscitaba, dijese que 
lo había rechazado y seguiría rechazándolo, no debe tomarse sino como 
eso: que rechazaba el título, no las responsabilidades que se 
derivaran de su misión en la gesta. Ya había mostrado su agudeza para 
replantear denominaciones, al darle el modesto nombre de Delegado, con 
tanta carga democrática, al mayor cargo en el Partido Revolucionario 
Cubano, cargo para el cual fue electo cada año, y del que podía ser 
destituido en cualquier momento por votación de los clubes que 
integraban la organización.
En el plan concebido y puesto en marcha por él, la Asamblea de 
representantes del pueblo visible en la guerra era el poder llamado a 
decidir cuál sería a partir de ella el papel de aquel partido y de su 
máximo dirigente. En cuanto al título de presidente, no se 
lavaba las manos rechazándolo para que otro lo asumiese: “ni en mí, ni 
en persona alguna, se ajustaría a las conveniencias y condiciones recién
 nacidas de la Revolución”, escribió a Carmen Miyares el 28 de abril.
Conocía los escollos que la revolución debía vencer, incluida la 
insuficiente unanimidad en la comprensión de las mayores tareas por 
cumplir. Junto con sacar del país al poder colonial español, propósito 
primordial que unía a los combatientes, y erradicar la herencia de la 
colonia en las costumbres de la nación liberada —fin que exigiría un 
proceso cultural profundo—, había otras dos misiones básicas, ambas 
relacionadas entre sí y que no entrarían por igual en la perspectiva de 
todos: impedir que se consumasen las aspiraciones expansionistas de los 
Estados Unidos y “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia”.
Por razones tácticas, la primera de ellas se hallaba entre las cosas 
que —así le dijo a Mercado— habrían de acometerse “en silencio […] y 
como indirectamente”, porque “de proclamarse en lo que son, levantarían 
dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”. Pero la
 segunda figuraba entre los propósitos cardinales fijados en las Bases del Partido Revolucionario Cubano.
Esas aspiraciones eran lo suficientemente grandes, colosales, para 
que Martí —a quien le sobraban inteligencia y honradez para ello— 
supiera que su deber empezaba con la guerra y en ella, en vez de 
terminar. No todos los combatientes, no todas las personas que apoyaban 
el proyecto emancipador tenían igual grado de claridad sobre las 
maquinaciones imperialistas que se trenzaban en los Estados Unidos y él 
venía refutando de años atrás por cuantos medios tuvo a su alcance: 
prensa, tribuna, relaciones personales, epistolario, tareas 
diplomáticas, todo asumido al servicio de los pueblos de nuestra 
América.
La prudencia —que a tantos suele arrastrar en ocasiones a 
complicidades lamentables— no lo movió a silenciar su ideario 
antimperialista, con el cual preparó la guerra. Sus denuncias de las 
aspiraciones estadounidenses de apoderarse de las Antillas y dominar a 
nuestra América toda para usarla en sus confrontaciones con Europa 
fueron públicas y ostensibles, y se inscribieron en su proyecto de 
liberación nacional, desde la guerra, como se aprecia en su citada carta
 testamentaria a Mercado, a quien le explicitó el deber, su deber,
 por el que estaba dispuesto a morir: “ya estoy todos los días en 
peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo
 y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la 
independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados 
Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. 
Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”. El rotundo haré corrobora su resolución de vivir para luchar.
Con fecha 2 de mayo de 1895, en campaña, dirigió un comunicado al 
gobierno y al pueblo de los Estados Unidos por medio del corresponsal, 
que lo entrevistó, de The New York Herald. En el texto original
 —que el poderoso diario mutiló y tergiversó sustancialmente en la 
versión en inglés, publicada el mismo día en que el héroe cayó en 
combate—, asoma su convicción de que en una Cuba dominada por la 
emergente potencia imperialista esta buscaría apoyo para sus fines de 
dominación generando “sementales para la tiranía”.
En la carta a Mercado, escrita con aquella entrevista en mente, se 
refirió a “la actividad anexionista, menos temible por la poca realidad 
de los aspirantes, de la especie curial, sin cintura ni creación, que 
por disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a España, le pide sin 
fe la autonomía de Cuba, contenta solo de que haya un amo, yanqui o 
español, que les mantenga, o les cree, en premio de oficios de 
celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la
 masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y 
creadora de blancos y de negros”.
Esos “prohombres” —que recuerdan los “sensatos patricios” denunciados en 1869 por él en el periódico estudiantil El Diablo Cojuelo— eran los que, en el artículo “Los pobres de la tierra”, publicado en Patria
 el 24 de octubre de 1894, dijo que abandonaban la patria al sacrificio 
de los humildes, sobre cuyos hombros querrían sentarse luego. Las 
actuales derivaciones del autonomismo y del anexionismo se confunden 
entre sí, o acaban siendo una, como en el siglo XIX aquellas tendencias.
 Si en particular la segunda sigue careciendo de realidad es también por
 la mayoritaria y consecuente vocación de soberanía de la patria cubana,
 y porque al imperio no le interesa anexarse Cuba, sino dominarla en el 
camino que abrió en 1898, y en el cual mantiene colonizado a Puerto 
Rico; pero, como la otra, es igualmente nociva por su carácter 
desmovilizador, antipatriótico, entreguista.
Frente a todo eso brilla el peso del concepto de sincera democracia
 en el pensamiento y en los actos de Martí. Cuando las fuerzas y los 
medios (des)informativos dominantes en el mundo usurpan conceptos como democracia, libertad, derechos humanos
 y otros, y hasta parece haber revolucionarios que rehúyen de esas 
banderas por temor a confundirse con la propaganda imperialista, resulta
 especialmente aleccionador Martí. Lejos de renunciar a los ideales 
democráticos por el uso falseador que hacían de ellos los opresores en 
Europa, en los Estados Unidos, en nuestra América, en el mundo todo, se 
encargó de enarbolarlos con la limpieza y la lucidez necesarias para 
abrirles camino sin confusiones.
Contra las manquedades y los torcimientos que apreció en la política 
estadounidense, regida por partidos políticos representantes de 
intereses antipopulares —con rótulos tan intercambiables, y burlados, 
como republicanos y demócratas—, abogó por una democracia a la que no por gusto antepuso el calificativo sincera con que la definió en las Bases
 del Partido Revolucionario Cubano. Como sabía que las palabras son 
necesarias pero no bastan por sí solas, procuró que esa organización, 
creada por él para preparar la guerra, fuese revolucionaria, democrática
 y republicana de veras, desde su nombre y el del cargo de su máximo 
dirigente, y, sobre todo, por una práctica diaria basada en la activa 
participación de sus integrantes.
De igual modo buscó que Cuba se diera desde la guerra un gobierno que
 asegurase el camino para fundar una república moral en la que aún 
habría que dar las batallas para levantar una sociedad justiciera. Sus 
declaraciones conocidas avalan el testimonio que Julio Antonio Mella 
recibió de Carlos Baliño: Martí afirmaba que la revolución indispensable
 no se haría precisamente con la guerra necesaria, sino en la república.
A la contienda llevó Martí el pensamiento emancipador que había 
fraguado y acendrado a lo largo de su periplo por España, nuestra 
América y los Estados Unidos, y con su conocimiento de la generalidad 
del planeta. En particular ante las insuficiencias del independentismo 
hispanoamericano trazó conclusiones que se sienten presentes en sus 
reacciones ante lo que apreciaba en los campos de la lucha cubana, ya se
 tratase de cómo organizar el gobierno de la república en armas, o de la
 presencia de plata en la silla de montar de un guerrero a quien 
admiraba y en cuya honradez patriótica confiaba.
En todo se percibe la guía del pensamiento plasmado en “Nuestra 
América”, ensayo publicado en enero de 1891 que entre sus definiciones 
sintetiza la causa mayor de las insuficiencias mencionadas, fruto de 
haberse incumplido en las repúblicas independientes algo que era 
fundamental para la justicia: “Con los oprimidos había que hacer causa 
común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de 
mando de los opresores”. En la honradez de su vida cotidiana mostró su 
capacidad no solo para rechazar tales intereses, sino también los 
hábitos de mando que ellos generan, y que —según lo visto históricamente
 en el mundo— parecen de más difícil erradicación que aquellos.
Las contingencias de la guerra —con una mal preparada batalla en Dos 
Ríos el 19 de mayo de 1895— segaron la vida de Martí cuando ni siquiera 
se había celebrado la Asamblea constituyente que él preparaba con 
esmero, con el pensamiento necesario para sembrar las bases de una 
democracia verdadera. La Asamblea, sin él, sería diferente. Con todo, se
 haría también realidad otra de las previsiones hechas en su carta 
póstuma a Mercado: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi 
pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, 
obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Tal vez esa misma capacidad de indetenible irradiación suscite 
inevitablemente conjeturas diversas, pero innecesarias para calar en lo 
que con toda claridad él legó como médula y sangre de su pensamiento 
revolucionario, fundador, de su ideario antimperialista y generador de 
democracia sincera, con su sentido ético de la vida. Eso, y más, hizo el
 Maestro, y desde el trágico 19 de mayo de 1895 su legado no ha dejado 
ni dejará de 
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