No tuve muchos encuentros con Oscar Niemeyer, pero los que tuve fueron largos y densos. ¿De qué iba a hablar un arquitecto con un teólogo sino sobre Dios, sobre religión, sobre la injusticia de los pobres y sobre el sentido de la vida? En nuestras conversaciones sentía a alguien con una profunda saudade de Dios. Me envidiaba porque, considerado por él una persona inteligente, aun así creía en Dios, cosa que él no conseguía. Pero yo lo tranquilizaba diciéndole: lo importante no es creer o no creer en Dios, sino vivir con ética, amor, solidaridad y compasión por los que más sufren. Pues al atardecer de la vida, lo que cuenta son esas cosas. Y en este punto él estaba muy bien situado. Su mirada se perdía a lo lejos con un leve brillo.
Una vez se impresionó sobremanera cuando le dije esta frase de un teólogo medieval: «Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe». Y él replicó: «¿qué significa eso?» Le respondí: «Dios no es un objeto que puede ser encontrado por ahí; si fuese así, sería una parte del mundo y no Dios». Pero entonces, preguntó él: «¿y qué es ese Dios?» Y yo casi susurrando le dije: «Es una especie de Energía poderosa y amorosa que crea las condiciones para que las cosas puedan existir; es más o menos como el ojo: ve todo pero no puede verse a sí mismo; o como el pensamiento: la fuerza por la cual el pensamiento piensa, no puede ser pensada». Él se quedó pensativo, pero continuó: «¿la teología cristiana dice eso?» Y respondí: «lo dice, pero tiene vergüenza de decirlo, porque entonces debería callar más que hablar: y se pasa la vida hablando, especialmente los papas». Pero le consolé con una frase atribuida a Jorge Luis Borges, el gran argentino: «La teología es una ciencia curiosa: en ella todo es verdadero, porque todo es inventado». Le hizo mucha gracia. Y más gracia encontró en una bonita trouvaille de un barrendero de Río, el famoso Gari Sorriso: «Dios es el viento y la luna; es la dinámica del crecer; es aplaudir a quien sube y ayudar a quien baja». Sospecho que Oscar no tendría dificultad en aceptar a ese Dios tan humano y tan próximo a nosotros.
Sonrió suavemente y yo aproveché para decir: «¿No es lo mismo con su arquitectura? En ella todo es bonito y sencillo, no porque sea racionalismo sino porque todo es inventado y fruto de la imaginación». En esto estuvo de acuerdo, añadiendo que para la arquitectura se inspiraba más leyendo poesía, novela y ficción que entregándose a elucubraciones intelectuales. Y le dije: «en la religión es más o menos lo mismo: la grandeza de la religión es la fantasía, la capacidad utópica de proyectar reinos de justicia y cielos de felicidad. Y grandes pensadores modernos de la religión como Bloch, Goldman, Durkheim, Rubem Alves y otros no dicen otra cosa: nuestro error fue colocar la religión en la razón cuando su nicho natural se encuentra en el imaginario y en el principio de la esperanza. Ahí ella muestra su verdad y nos puede inspirar un sentido de vida».
Para mí la grandeza de Oscar Niemeyer no está solamente en su genialidad, reconocida y alabada en el mundo entero, sino en su concepción de la vida y en la profundidad de su comunismo. Para él «la vida es un soplo», leve y pasajero, pero un soplo vivido con total entereza. Ante todo, la vida para él no era puro disfrute, sino creatividad y trabajo. Trabajó hasta el final, como Picasso, produciendo más de 600 obras. Y, como era un ser completo, cultivaba las artes, la literatura y las ciencias. Últimamente se había puesto a estudiar cosmología y física cuántica. Se llenaba de admiración y de asombro ante la grandeza del universo.
Pero más que nada cultivó la amistad, la solidaridad y el aprecio a todos. «Lo importante no es la arquitectura» repetía muchas veces, «lo importante es la vida». Pero no cualquier vida; la vida vivida en busca de la transformación necesaria que supere las injusticias contra los pobres, que mejore este mundo perverso, vida que se traduzca en solidaridad y amistad. En el Jornal do Brasil del 21/04/2007 confesaba: «Lo fundamental es reconocer que la vida es injusta y solo dándonos las manos, como hermanos y hermanas, podemos vivirla mejor».
Su comunismo está muy próximo al de los primeros cristianos, referido en los Hechos de los Apóstoles en los capítulos 2 y 4. Ahí se dice que “los cristianos todo lo ponían en común y no había pobres entre ellos”. Por lo tanto, no era un comunismo ideológico sino ético y humanitario: compartir, vivir con sobriedad, como siempre vivió, despojarse del dinero y ayudar a quien lo necesitase. Todo debería ser común. A un periodista que le preguntó si aceptaría la píldora de la eterna juventud, le respondió coherentemente: «la aceptaría si fuese para todo el mundo; no quiero la inmortalidad sólo para mí».
Un hecho, que se me quedó grabado, ocurrió a principios de los años 80 del siglo pasado. Estando Oscar en Petrópolis, me invitó a almorzar con él. Yo había llegado ese mismo día de Cuba donde junto con Frei Betto dialogábamos desde hacía años, a petición de Fidel Castro, con distintos escalones del gobierno (siempre vigilados por el SNI) para ver si los sacábamos de la concepción dogmática y rígida del marxismo soviético. Eran tiempos tranquilos en Cuba que, con el apoyo de la Unión Soviética, podía llevar adelante sus espléndidos proyectos de salud, de educación y de cultura. Le conté que, por todos los lados por donde había ido en Cuba, nunca encontré favelas sino una pobreza digna y laboriosa. Le conté mil cosas de Cuba que, según Frei Betto, en esa época era «una Bahía que había resultado». Sus ojos brillaban. Casi no comía. Se llenaba de entusiasmo al ver que, en algún lugar del mundo, su sueño de comunismo podría, al menos en parte, ganar cuerpo y ser bueno para las mayorías.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, dos días después, apareció en la Folha de São Paulo, un artículo suyo con un bello dibujo de tres montañas con una cruz encima. A cierta altura decía: «Bajando la sierra de Petrópolis a Río, yo que soy ateo, rezaba al Dios de Frei Boff para que esa situación del pueblo cubano pudiese un día ser realidad en Brasil». Esa era la generosidad cálida, suave y radicalmente humana de Oscar Niemeyer.
Guardo un recuerdo perenne de él. Adquirí de Darcy Ribeiro, de quien Oscar era amigo-hermano, un pequeño apartamento en el barrio Alto de Boa-Vista, en el Valle Encantado. Desde allí se avista toda la Barra de Tijuca hasta el final del Recreio de los Bandeirantes. Oscar reformó aquel apartamento para su amigo, de tal forma que, desde cualquier lugar, Darcy (que era pequeño de estatura) pudiese ver siempre el mar. Hizo un estrado de unos 50 centímetros de altura y, como no podía ser de otro modo, con una bella curva de esquina, como ola de mar sobre el cuerpo de la mujer amada. Allí me recojo cuando quiero escribir y meditar un poco, pues un teólogo debe también cuidar de salvar su alma.
En dos ocasiones se ofreció a diseñar la maqueta de una iglesita para el lugar donde vivo, Araras en Petrópolis. Lo rechacé pues consideraba injusto revalorizar mi propiedad con la obra de un genio como Niemeyer. A fin y al cabo, Dios no está ni en el cielo ni en la tierra sino allí donde las puertas están abiertas.
La vida no está destinada a desaparecer con la muerte sino a transfigurarse alquímicamente a través de la muerte. Oscar Niemeyer solamente ha pasado al otro lado de la vida, al lado invisible. Pero lo invisible forma parte de lo visible. Por eso no está ausente, sino presente, aunque invisible. Pero siempre con la misma dulzura, suavidad, amistad, solidaridad y amorosidad que permanentemente lo caracterizó. Y ahí donde esté estará fantaseando, proyectando y creando mundos bellos, curvos y llenos de levedad.
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