MORAL Y LUCES

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viernes, 26 de mayo de 2017

GENERAL ANTONIO DUVERGÉ UNA ESTIRPE EN EXTINCIÓN

GENERAL ANTONIO DUVERGÉ….SU ÚLTIMO DESEO ANTES DE SU EJECUCIÓN




Raifi Genao te trae esta impactante y casi desconocida petición de éste héroe independentista, no dejes de leerla, de seguro te asombrarás !!

En la mañana del 11 de abril de 1855, un penoso cortejo de condenados a muerte, escoltado celosamente por un batallón de soldados regulares y observados a discreción desde la retaguardia por una abigarrada multitud de curiosos, llegaba en silencio al cementerio municipal de El Seibo.

Aquel había sido el lugar escogido por las autoridades para darle cumplimiento a la sentencia emitida tres días antes contra ellos por un tribunal militar, encabezado por el general Juan Rosa Herrera y el coronel Eugenio Miches, a instancias del entonces presidente, general Pedro Santana. El grupo era apenas una parte del amplio contingente de dominicanos que, imputados de conspiración contra el régimen de terror impuesto por Santana, habían sido detenidos entre febrero y marzo de 1855.

(La develada conjura había sido auspiciada por el ex presidente Buenaventura Báez desde su exilio en Saint-Thomas, pero la mayoría de los dominicanos de ideas progresistas se habían sumado a ella con el objeto contribuir a enderezar el tortuoso derrotero que había tomado la república desde 1853 en manos de Santana).

En aquel infeliz desfile de sentenciados que arribaba a las afueras del cementerio seibano, unos cabizbajos y otros con la mirada perdida en el horizonte de cruces que se levantaba a la distancia, se destacaba la figura serena y altiva de un hombre de rostro curtido, mediana edad y estatura procera: era el general Antonio Duvergé, popularmente conocido como “Bois” (pronunciado “Buá”), antiguo jefe del legendario ejército dominicano del sur y uno de los más descollantes héroes de las jornadas independentistas criollas frente a Haití.

Duvergé, quien había sido confinado a El Seibo tras salir absuelto en el proceso que Santana le armara en 1849, debió ocultarse cuando la mencionada conspiración fue descubierta, y luego de una persecución tenaz y violenta fue apresado en su escondite como resultado de una infidencia cuyo origen aún se discute.

Era de general conocimiento que Duvergé, cuya vida de soldado se inició en los días primigenios de la independencia, gracias a su acendrado espíritu patriótico, su valor espartano y su pericia en el arte de la guerra -galvanizados al calor de la guerra a muerte contra el invasor haitiano-, había ascendido paulatinamente entre sus pares hasta terminar convertido en una de las más importantes figuras militares de la naciente República Dominicana.

Fue Duvergé, en efecto, el comandante victorioso que durante años frenó las hordas invasoras en las agrestes tierras de la frontera sur -especialmente en Comendador, Las Matas de Farfán y San Juan de la Maguana- y el caudillo nacionalista que se alzó con la victoria en los heroicos combates de El Memiso (abril de 1844), Cachimán (diciembre de 1844, y junio y julio de 1845) y El Número (abril 1849). Sus hazañas militares en esta zona durante casi siete años hicieron que uno de sus más ilustres biógrafos lo denominara, con justa razón, “el centinela de frontera”.

El tribunal militar que lo juzgó, como ya se ha reseñado, condenó a Duvergé a la pena capital, y fue tratado con tanta saña que ni siquiera sus hijos quedaron a salvo: Alcides, un jovencito de apenas 22 años, y Daniel, adolescente menor de edad, fueron sentenciados a la misma pena -siendo prorrogado el cumplimiento de la decisión con respecto a este último hasta que cumpliera 21 años-, y Tomás -de 11 años- y Nicanor -de 9 años- resultaron sentenciados a la pena de confinamiento en Samaná.

Aquel fatídico día de primavera, miércoles posterior a la Semana Santa de 1855, impelidos por el vozarrón de mando del comandante y las amenazas de los soldados bayonetas en ristre, los condenados empezaron a formarse a un lado de la amplia pared del camposanto, y luego del anuncio de rigor se procedió, con la rudeza que es propia del comportamiento castrense, a despojar deshonrosamente de sus insignias a los convictos que eran portadores de rangos militares.

Luego de concluir esa odiosa ceremonia de degradación y humillación, también tras la orden al efecto de oficial comandante de las tropas, se iniciaron los preparativos para el proceso de fusilamiento, uno a uno, de aquellos patriotas que, debido a sus manifestaciones por un mejor destino para la patria o simplemente en virtud de asechanzas políticas o personales, habían caído bajo las botas implacables del general Santana y sus incondicionales.

Un soldado avanzó entonces hacia la pared del cementerio y, situándose a unos metros de ella, con la punta de su bayoneta dibujó en el suelo una equis para señalar el sitio exacto donde debía ser colocado cada uno de los hombres que iban a ser pasados por las armas. Un rancio olor a muerte se sentía en el ambiente, y tanto la mayoría de los uniformados como los civiles curiosos que estaban situados a prudente distancia del teatro de los hechos eran presas de un mutismo sepulcral.

En el momento en que el jefe de los soldados procedía a ordenar la presentación ante el pelotón de fusilamiento del primer condenado, todos los presentes se sorprendieron al ver que el general Duvergé, con mirada apremiante, le hacía con su mano derecha un firme gesto de llamado a aquel. Aunque nadie osó romper la fúnebre mudez que reinaba en el ambiente, muchos se cuestionaron interiormente por el extraño acto del gran patriota y líder militar. “Parece que Bois se está cagando del miedo”, susurró un desaprensivo.

El oficial comandante, sin ocultar su desagrado por la interrupción de que había sido objeto por parte del general Duvergé, obtemperó de mala gana al llamado, y avanzó con paso marcial y aire de arrogancia hacia el lugar donde él se encontraba. Tras escuchar algunas palabras pronunciadas por el condenado, el oficial pareció quedar momentáneamente paralizado. Se le vio turbado, como si no pudiera dar crédito a lo que había escuchado. “Tiene usted que complacerme -se oyó decir a Duvergé con voz estentórea-. Es el último deseo de un condenado”.

Algunos segundos después, ya repuesto del efecto que le causaron las palabras del general pero con el rostro visiblemente desencajado y el pecho probablemente henchido de conmiseración, el oficial ordenó que llevaran de inmediato al patíbulo a un jovenzuelo de mirada tímida, piel acanelada y contextura media: se trataba de Alcides, el hijo de 22 años de Duvergé que, como ya se señaló, había sido condenado junto con él. En medio de la expectación general, dos soldados se adelantaron para darle cumplimiento a la orden.

El muchacho, virtualmente arrastrado hacia el cadalso, estalló en sollozos mientras se alejaba con mirada anhelante de su padre, y minutos después el plomo graneado del pelotón de fusilamiento caía letalmente sobre su joven anatomía. El general Duvergé tuvo el valor de verlo retorcerse ante el impacto de los proyectiles, pero no pudo sostener la mirada cuando lo vio desplomarse, exánime, sobre el suelo polvoriento. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas ajadas.

Cuando llegó su turno, el general Duvergé se negó a que los soldados lo llevaran de brazos, como se estilaba en la época, y caminó calmadamente hacia el lugar en donde se encararía con la muerte. Una vez frente al pelotón de fusilamiento, el insigne patriota levantó los hombros, miró altivamente hacia sus ejecutores y grito: “Estoy listo”. Entonces se escuchó la voz de mando ordenando disparar. Duvergé, impactado por el fuego de los ejecutores, cayó lentamente al suelo, con el pecho destrozado.

Al concluir el macabro acto de administración de la pena capital, uno de los presentes se acercó al oficial que lo dirigió y, entre mordaz y curioso, le preguntó: “Comandante, respetuosamente, ¿y qué fue lo que le dijo el general Duvergé que usted se puso blanquito?” La respuesta del oficial, ofrecida con un dejo de emoción que resultó perceptible a pesar del tono cortante de su voz, causó estupefacción en todos los asistentes:

-Me pidió como último deseo que:

Fusiláramos primero a su hijo para evitarle el dolor de ver morir su padre. ¨

Por: Arq.Raifi Genao

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Escritos de : Luis Decamps-Archivo General de La nac

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