FRAGMENTO
(El PLD Un Partido
Nuevo en América [Libro del Profesor Bosch])
El puño de la dignidad y el decoro |
¿POR
QUÉ SE HA ESCRITO ESTE LIBRO?
Por varias razones. Una de ellas es
proporcionarles a los miembros del Partido de la Liberación Dominicana (PLD)
que ingresaron en él años después de haber sido fundado el conocimiento de las
causas de su fundación, porque ese conocimiento fortalece en ellos su
sentimiento partidista; otra razón es la necesidad de dejar constancia, para
que lo tomen en cuenta, de manera especial los que piensan que el PLD es un
partido del tipo del Reformista Social Cristiano (PRSC), o del Revolucionario
Dominicano (PRD), que en nuestro país hay por lo menos una organización
política que ha creado normas de organización absolutamente nuevas, que no eran
conocidas en la República Dominicana pero tampoco en otros lugares de América,
lo que quiere decir que la manera como se ha organizado y funciona el PLD ha
sido una creación política puramente nacional.
Lo que acaba de ser dicho no es un
alarde ni cosa parecida, y si alguien piensa que en un país como el nuestro, de
conocido retraso en todos los órdenes, no puede darse una muestra de desarrollo
político como el que pretendemos haber alcanzado los fundadores del PLD, lo
invitamos a leer este libro, en el cual se expone de manera detallada el
proceso que se siguió para organizar el partido descrito en las páginas de Los
orígenes del PLD.
Fue precisamente el atraso político
del pueblo dominicano que produjo, como reacción ante ese atraso, la necesidad
de crear un partido que debía operar como formador de cuadros, de hombres y
mujeres nuevos en su posición ante los problemas que afectan al pueblo; o dicho
de otra manera, hombres y mujeres capaces de enfrentar los males nacionales con
la seriedad y la asiduidad con que lleva a cabo sus tareas la monja católica en
un país africano o de América.
Los orígenes del PLD fueron escritos
en una serie de artículos que ahora figuran como capítulos; cada artículo se
publicaba semanalmente en Vanguardia del Pueblo, el órgano del Partido de la
Liberación Dominicana, y al compilar esos artículos en un volumen se hace fácil
enviar ejemplares a países de la lengua española e incluso a centros urbanos
norteamericanos donde haya concentración de hispanohablantes, lo que se hará
con un propósito político: dar a conocer la existencia en la República
Dominicana de un partido cuyo esquema organizativo puede ser reproducido en
países del Tercer Mundo, todos los cuales avanzarían en el orden político
reproduciendo el PLD. Hacer lo posible para que eso suceda es un deber que nos
ordena cumplir la entrañable fraternidad que une a todos los iberoamericanos.
Este libro servirá también para que
los comentadores de la política nacional aprendan a distinguir la diferencia
que hay entre los líderes y los caudillos, conceptos que la casi totalidad de
esos comentadores ignoran cuando se refieren al autor de Los orígenes del PLD
calificándolo de caudillo. El caudillo es el que manda; el líder es el que
dirige.
En un partido de organismos no puede
haber caudillos ni mayores ni menores, porque en los organismos se toman
decisiones por votación, no por imposición de una persona.
Naturalmente, en el libro cuya introducción
se hace con estas líneas no se puede explicar toda la complejidad de la vida
del PLD; eso sólo se explica militando en sus filas o haciendo un curso que la
dirección del Partido de la Liberación Dominicana puede organizar para quienes
deseen conocer en todas sus manifestaciones cómo funciona nuestro partido,
siempre, desde luego, que los que deseen participar en ese curso demuestren, de
manera convincente, que lo que se proponen es aprender del PLD lo que el PLD
puede enseñar para beneficio de otros partidos, no los que quieran hallar en el
PLD lo que no se les ha perdido.
Juan
Bosch
Santo
Domingo, R.D.,
23
de junio de 1989.
Los orígenes del Partido de la
Liberación Dominicana no se hallan a la distancia de los 15 años transcurridos
desde el día 15 de diciembre de 1973, fecha en la cual se llevó a cabo su
fundación; en realidad son más lejanos, nada menos que 34 años —un tercio de
siglo— antes de ese día, pues fue en el 1939 cuando se inició la etapa política
de mi vida, que comenzó con la fundación del Partido Revolucionario Dominicano,
que no fue obra mía como ha dicho alguien sino de un médico nacido en la
República Dominicana pero llevado a Cuba cuando tenía 2 años. Ese médico se
llamaba Enrique Cotubanamá Henríquez y era hijo del Dr. Francisco Henríquez y
Carvajal, lo que deja dicho que era hermano de Pedro y Camila Henríquez Ureña,
pero nacido de un segundo matrimonio de su padre pues Salomé Ureña de
Henríquez, la madre de los Henríquez Ureña, había muerto en 1898.
El Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez,
a quien sus amigos y familiares llamaban Cotú, no olvidaba que había nacido en
la República Dominicana, donde su padre y sus hermanos mayores eran figuras de
gran prestigio intelectual y político, y en Cuba leía la revista Carteles en la
cual se publicaron cuentos míos en 1936 y 1937. En esos años los cubanos vivían
los sacudimientos políticos que produjeron la lucha contra la dictadura de
Gerardo Machado y la caída del dictador, ocurrida al comenzar el mes de
septiembre de 1933. Entre los efectos de esos sacudimientos estuvo la creación
del Partido Revolucionario Cubano, que fue bautizado con el mismo nombre que
tuvo el que había fundado José Martí para organizar con él la Guerra de
Independencia iniciada en febrero de 1895.
El Partido Revolucionario Cubano de
los años posteriores a la caída de Machado era conocido por la denominación de
auténticos que se les daba a sus miembros, y en su creación jugó un papel de
cierta importancia el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, a quien le tocó
redactar la parte doctrinaria de esa organización política.
Todo lo dicho en el párrafo anterior
sirve para explicar por qué el Dr. Henríquez bajó cierto día del año 1938 a los
muelles de la capital dominicana adonde había llegado en uno de los barcos
cubanos que hacían la ruta Habana-Santiago de Cuba-Santo Domingo y se dirigió a
la casa de un familiar al que le preguntó mi dirección. La respuesta que le
dieron fue que yo estaba viviendo en San Juan de Puerto Rico, y unos meses
después el Dr. Henríquez se presentó en la Biblioteca Carnegie, donde yo
trabajaba en la transcripción de todo lo que había escrito Eugenio María de
Hostos.
(Esa transcripción se hacía en
maquinilla de escribir con el propósito de organizar la producción literaria
del gran pensador puertorriqueño que iba a ser publicada en la colección de sus
obras completas).
Lo que el Dr. Henríquez fue a
tratarme, o mejor sería decir, a proponerme, fue que yo debía dedicarme a la
creación de un partido político cuya finalidad sería liberar a la República
Dominicana de la dictadura trujillista. Ese partido, explicó, se llamaría
Revolucionario Dominicano como el de Cuba se llamaba Revolucionario Cubano.
Entre las cosas que dijo la que me impresionó fue su oferta de escribir todo lo
que se refiriera a la base ideológica o doctrinaria del Partido Revolucionario
Dominicano. Yo le oía sin hacer el menor comentario y mucho menos preguntas
porque lo que él decía era para mí tan novedoso como si el Dr. Henríquez
hablara en una lengua extraña.
No
quería ser político
Yo no quería ser político. Para mí la
política era lo que me había llevado a abandonar mi país, pues tal como lo dije
en una carta dirigida a Trujillo, fechada en San Juan de Puerto Rico el 27 de
febrero de 1938, cuatro o cinco meses antes de recibir la visita del Dr.
Henríquez, de seguir viviendo en la República Dominicana, “además de no poder
seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político”, y aclaraba: “…yo
no estoy dispuesto a tolerar que la política desvíe mis propósitos o ahogue mis
convicciones y principios. A menos que desee uno encarar una situación violenta
para sí y los suyos, hay que ser político en la República Dominicana. Es
inconcebible que uno quiera mantenerse alejado de esa especie de locura
colectiva que embarga el alma de mi pueblo y le oscurece la razón: el negro, el
blanco, el bruto, el inteligente, el feo, el buenmozo: todos se lanzan al logro
de posiciones y de ventajas por el camino político.
¿Cómo es posible que no se comprenda
que la política no es arte al alcance de todo el mundo? La marcha de la
sociedad la rigen los políticos; ellos deben ser seis, siete; así es en todos
los países y así ha sido siempre; nosotros involucramos los principios
universales y exigimos que las mujeres, los niños y hasta las bestias actúen en
política. Yo, que repudiaba y repudio tal proceder, vivía perennemente expuesto
a ser carne de chisme, de ambiciones y de intrigas. Yo no concibo la política
al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de humanidad”.
Tan fuerte era mi repudio a la
actividad política que se ejercía en la República Dominicana, que en otro
párrafo de esa carta le decía al dictador: “Yo sé que he salido de mi tierra
para no volver en muchos años, porque considero que la actual situación será de
término largo y porque sé que fuera de un cargo público yo no tendría ahora
medios de vida en mi país, y no podría estar en un cargo público absteniéndome
de hacer política”.
El criterio que exponía en esa carta
se lo expuse también al Dr. Henríquez, sin mencionarle el hecho de que yo le
había escrito a Trujillo diciéndole lo que significaba para mí la política tal
como ella se aplicaba en mi país, y la mayor parte del tiempo que usamos en
hablar de ese tema la consumió él explicándome la diferencia que había entre la
política que se ejercía en Cuba y la que se llevaba a cabo en la República
Dominicana. Precisamente, decía el Dr. Henríquez, para que el pueblo dominicano
pudiera aprender en la práctica diaria qué es la política y cómo debe
ejercerse, era absolutamente necesario librar al país de la tiranía
trujillista.
Esa entrevista con el hijo del Dr.
Francisco Henríquez y Carvajal me dejó tan impresionado que pocos días después
empecé a buscar información acerca de cómo había organizado José Martí su
Partido Revolucionario Cubano, y lo que llegué a saber fue poco, o mejor sería
decir muy poco. Lo que me interesaba era tener una idea precisa de lo que había
que hacer para formar hombres que al mismo tiempo que tuvieran una idea clara
de lo que debía ser la política dominicana supieran cómo actuar para sacar del
poder a Trujillo y a sus colaboradores más cercanos. Nada de eso fue tratado en
la conversación que sostuve con el Dr. Henríquez, y por mucho que busqué, en la
Biblioteca Carnegie no hallé un libro que pudiera ayudarme a aclarar mi
concepto de lo que era la política.
Una
cosa piensa el burro…
Como desde mi niñez había leído en la
casa de mi abuelo materno la historia del Cid Campeador y en la mía el Don
Quijote, y como mi padre destacaba siempre que se hablaba de episodios
históricos de algún país, sobre todo si se trataba de uno europeo, la
importancia de los jefes militares no sólo en las guerras sino también en actividades
civiles, yo crecí con una idea fija, aunque no sabía por qué, acerca del papel
que juega en cualquier país la persona que ahora llamamos líder, y en la
conversación que mantuve con él, o sería más apropiado decir que él mantuvo
conmigo, le pregunté al Dr. Henríquez quién, a su juicio, debía o podía ser el
líder de ese partido que él me proponía fundar, y su respuesta fue que debía
ser yo, a lo que respondí diciendo que yo no tenía las condiciones que se
requerían para dirigir un partido político; que a mi juicio el líder debía ser
el Dr. Juan Isidro Jiménez Grullón, que llevaba un nombre conocido en todo el
país porque su abuelo, que tenía el mismo nombre, había sido presidente de la
República dos veces, y su bisabuelo
lo había sido una vez; le expliqué que el Dr. Jiménez Grullón estaba viviendo
en Nueva York pero que yo le pediría que viajara a Puerto Rico para hablar con
él sobre la posibilidad de fundar el Partido Revolucionario
Dominicano. El Dr. Henríquez halló
que lo que yo decía tenía sentido, y en la noche de ese mismo día, mientras el
buque cubano en que había llegado a San Juan de Puerto Rico navegaba de retorno
a Cuba, le escribí al Dr. Jiménez Grullón pidiéndole que se llegara a San Juan
donde tenía algo importante que tratarle.
Cuando el Dr. Jiménez Grullón llegó a
San Juan yo le tenía preparada una conferencia que debía dar en el Ateneo
Puertorriqueño, el lugar donde se reunían los intelectuales más conocidos de la
isla borinqueña. Allí había dado yo una titulada Mujeres en la vida de Hostos.
La del Dr. Jiménez Grullón sería sobre la situación política de la República
Dominicana, y al decirla se lució porque era un orador natural que sabía usar
las palabras y además sabía manejar las manos cuando tenía que moverlas para
reforzar con sus movimientos lo que iba diciendo. Con esa conferencia el nieto
del jefe del partido que llevó su nombre (el jimenista, popularmente conocido
como el de los bolos) quedó presentado a los intelectuales de Puerto Rico,
primer escalón, pensaba yo, de la escalera que debía conducirlo al liderazgo
del futuro Partido Revolucionario Dominicano, si ese partido era creado como lo
proponía el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez.
El Dr. Henríquez volvió a Puerto Rico
y en esa segunda ocasión le presenté al Dr.Jimenes Grullón. Con la presentación
quedaba yo libre de seguir ocupándome en tareas políticas, al menos, así lo
creía, pero el campesino dominicano de esos años repetía con frecuencia un
refrán: “Una cosa piensa el burro y otra el que lo está aparejando”, y el que
aparejaba al burro de la historia dominicana tenía planes diferentes a los
míos; tan diferentes que de buenas a primeras Adolfo de Hostos, hijo de Eugenio
María de Hostos, entró en el salón de la Biblioteca Carnegie, donde bajo mi
dirección dos mecanógrafas copiaban los trabajos de Hostos, y me dijo:
“Prepárese para ir a Cuba a dirigir la edición de las obras completas.
El concurso de su publicación ha sido
ganado por una editorial cubana. Por su trabajo allá se le pagarán 200 dólares
mensuales”. En la vida de algunos seres humanos se dan hechos que parecen
fortuitos y no lo son, pero es al cabo de algún tiempo cuando los protagonistas
de esos hechos advierten que no fueron casuales. Por ejemplo, un año antes de
mí llegada a La Habana rodeado de varios bultos en los que iban las copias
mecanográficas de todo lo que Eugenio María de Hostos había escrito —al menos,
todo lo que se había reunido hasta el año 1937— yo no conocía al Dr. Enrique
Cotubanamá Henríquez y ni siquiera tenía noticias de su existencia; y sin embargo
cuando descendí la escalera del vapor Iroquois para llegar al muelle junto al
cual había atracado el buque de ese nombre, allí estaba él esperándome, y
mientras aguardábamos la bajada del equipaje el Dr. Henríquez me dijo que había
contratado para mi uso, en una pensión, una habitación con baño y servicio
sanitario, que en el alquiler estaba incluida la comida y que la casa donde se
hallaba la pensión estaba cerca de la suya; que él me acompañaría en el viaje
del muelle a esa casa y me visitaría al día siguiente para llevarme al lugar
donde él vivía, al cual iríamos a pie porque la distancia entre las dos casas
era corta, y en efecto, así era, y por ser así al segundo día de mi llegada a
La Habana estaba yo en los altos de una casa de piedra situada frente al mar,
en el paseo llamado Malecón. Delante de mí, separado de él por un escritorio,
el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez leía unos papeles en los cuales se
describía lo que sería el Partido Revolucionario Dominicano, incluyendo un
esbozo de sus futuros estatutos, y con esa lectura comenzaba una etapa nueva en
mi vida, la del aprendiz de la teoría y la actividad política.
Yo tenía que dedicarle la mayor parte
del tiempo al trabajo que había ido a hacer en La Habana: la edición de las
obras completas de Hostos. La casa editora, llamada Cultural, S.A., tenía sus
talleres en un barrio muy separado del Vedado, y sobre todo de la parte del
Vedado donde estaba viviendo, que era el Malecón, y viajar dos veces al día al
lugar donde se componían y se imprimían los libros de Hostos y retornar dos
veces a la pensión donde estaba viviendo me consumía diez horas diarias salvo
los sábados y los domingos, de manera que sólo podía ver al Dr. Henríquez esos
dos días, y no siempre porque él tenía sus tareas, las propias de un médico,
pero también sucedía que una que otra vez cuando llegaba a su casa él o sus
familiares estaban recibiendo visitas; de todos modos, cuando disponía de su
tiempo, lo que él decía o era siempre de carácter político o de temas que se
relacionaban con la política. Por ejemplo, contaba, para dármelos a conocer,
episodios de las luchas políticas de Cuba, sobre todo de las más recientes, o
de las de México, y en tales casos destacaba con claridad la diferencia que
había entre la política de esos dos países y la de la República Dominicana, y
al exponer el contraste que había entre la actividad política de Cuba y de
México con la de la República Dominicana iba creando en mí una conciencia
política similar a la que sobre una materia cualquiera, fuera Física, fuera
Matemática o fuera Literatura creaban en esos tiempos los maestros de
bachillerato en las mentes de sus estudiantes; pero además, sucedía que la
sociedad cubana, en todas sus clases y capas de clases sociales, estaba
viviendo una etapa de fervor político porque eran muchos los sectores populares
que reclamaban una elección de diputados constituyentes para elaborar la
Constitución que en la historia del país se conocería con el nombre de la
Constitución de 1940.
Proceso
de desarrollo político
En septiembre de 1939 comenzó la
Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia por tropas alemanas —el
ejército nazi de Adolfo Hitler—, acontecimiento de proporciones mundiales que
conmovió a todos los cubanos y en mi caso provocó una reacción tan violenta que
estuve varios días sacudido por un estado de indignación que no podía
controlar. Las noticias que publicaban los periódicos cubanos y que difundían
las estaciones de radio eran alarmantes porque en ellas se describían las
barbaridades que estaban ejecutando en Polonia las tropas hitlerianas. A mí me
parecían los hechos que estaban sucediendo en la patria de Chopin una
repetición de lo que hasta poco tiempo antes había sucedido en España, y la
sangrienta guerra civil española estaba relacionada en el mundo de mis
sentimientos con Trujillo y su dictadura, lo que era un indicio de que, al
menos en el terreno emocional, yo estaba convirtiéndome en un militante anti
trujillista, y sabía que en el origen de esa militancia estaba la prédica del
Dr. Henríquez, a quien a esas alturas yo le llamaba, como sus familiares y
amigos, Cotú a secas.
La simultaneidad de la guerra en
Europa con la campaña para elegir diputados constituyentes puso la atmósfera
política en un alto grado de actividad. Hasta el limpiabotas de los muchos que
había siempre en el Parque Central, cuando le prestaba servicio a alguien
conocido ponía como tema de cambio de palabras, si no de conversación, el de la
guerra mundial o el de las elecciones a diputados a la Asamblea Constituyente,
de manera que todo el que tuviera cierto nivel de conocimiento de lo que estaba
ocurriendo en el mundo y en Cuba —y esos eran la mayoría de los cubanos—acababa
cambiando impresiones de carácter político lo mismo con personas conocidas que
con las desconocidas que compartían un lugar común, por ejemplo, el asiento de
un ómnibus, el de un tranvía o la vecindad de mesas en un restaurant o en el
sitio donde entraba a tomarse un café, un refresco o un jugo de naranja (zumo,
dicen los españoles).
En mi caso los cambios de impresiones
sobre los dos temas eran frecuentes y se llevaban a cabo en niveles relativamente
altos pues sucedía que cuando llegué a Cuba era ya conocido en los círculos de
escritores porque la revista Carteles, que para 1939era la más leída*, había
publicado cuentos míos —y esa publicación fue lo que movió al Dr. Henríquez a
buscarme, primero en Santo Domingo y después en Puerto Rico— y al llegar a Cuba
Carteles le dio publicidad a mi presencia en La Habana, de manera que pocos
meses después yo frecuentaba las reuniones de escritores, periodistas, pintores
y actores teatrales, en las cuales los temas de conversación eran siempre
mayoritariamente los de la política cubana y la política internacional. De la
última eran parte las noticias de lo que sucedía en la República Dominicana,
por lo menos de los hechos que llegaban a conocimiento de los cubanos, hechos
que en alguna medida se parecían a los que el pueblo cubano había vivido —y en
cierto sentido estaba viviendo— hacía poco tiempo, razón por la cual yo iba
adquiriendo desarrollo político debido a que los juicios que hacían los intelectuales
de Cuba acerca de los sucesos mundiales, cubanos y dominicanos, equivalieron
para mí a cátedras de ciencias políticas en una universidad muy bien
calificada.
Bohemia sobrepasaría a Carteles hasta
el extremo de que pasó a vender 500 mil ejemplares semanales años después, a
mediados de la década de los 40.
Buscando dominicanos anti
trujillistas El Dr. Henríquez estaba casado con la hermana de uno de los
líderes más importantes del Partido Revolucionario Cubano y su casa era punto
de reunión de miembros y dirigentes de ese partido con la mayor parte de los
cuales establecí relaciones de amistad, de manera que en pocas semanas acabé
siendo, en el orden político, tan conocedor de la política cubana como
cualquiera de ellos, pero eso no significa que había relegado a un segundo
plano los problemas dominicanos; al contrario, dediqué mis ratos libres a
averiguar dónde vivían algunos dominicanos con los cuales pensaba que debía
iniciarse la organización de ese Partido Revolucionario Dominicano que proponía
el Dr. Henríquez.
Los dominicanos residentes en Cuba a
quienes yo me proponía ver para invitarlos a organizar el partido eran Lucas
Pichardo, Pipí Hernández y los hermanos Mainardi, de todos los cuales supe que
vivían en La Habana por informaciones de las personas que visitaban la casa del
Dr. Henríquez. A Lucas Pichardo lo conocía y antes de salir del país sabía que
él estaba en Cuba, pero no lograba localizarlo en La Habana; a Pipí
Hernández no lo conocí en Santo
Domingo pero sí a sus familiares, y por ellos estaba enterado de que vivía en
Cuba. En cuanto a los hermanos Mainardi, no los conocía pero sabía que eran
militantes anti trujillistas. El Dr. Henríquez, que había solicitado un puesto
de médico en uno de los barcos de la Compañía Naviera Cubana que viajaban a
Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico con el único propósito de darle vida al
plan de crear el Partido Revolucionario Dominicano, no conocía a ninguno de los
dominicanos exiliados en Cuba y por esa razón no podía ayudarme en la tarea de
localizar con algunos de ellos, por lo menos, a los que vivían en La Habana.
Mi preocupación por dar con algún
dominicano terminó súbitamente cuando estando en una librería en busca de una
colección de versos de Federico García Lorca entró un dominicano de apellido
Brea que me había sido presentado en Santo Domingo hacía años por Lucas
Pichardo. Brea había salido del país antes que yo; se fue como polizón, es
decir, escondido en la bodega de un buque de carga que se dirigía a un puerto
alemán, y era un tipo humano tan peculiar que aunque hacía mucho tiempo que no
lo veía lo reconocí en el instante en que pasó ante mis ojos; al mismo tiempo
él me reconoció, y quizá antes de que pasaran 30 segundos después de habernos
visto estaba yo preguntándole si sabía dónde vivía Lucas Pichardo. Lo sabía, y
como era tan cerca de la librería que podíamos ir a su casa en pocos minutos,
fuimos allá y tuve la suerte de encontrar a Lucas, que había formado familia,
pues además de casarse con una cubana ésta le había dado un hijo que en ese
momento tenía apenas dos años.
Lucas me dijo que Virgilio Mainardi
vivía fuera de La Habana, en un lugar llamado El Pino; que no sabía donde vivía
Rafael Mainardi pero su hermano Virgilio podía decírmelo; que otro hermano de
Virgilio y Rafael residía en Guantánamo, a más de mil kilómetros de La Habana,
y en cuanto a Pipí Hernández, no tenía su dirección pero yo podía verlo en la
Universidad porque estaba haciendo allí unos trabajos de reparación no sabía de
qué.
Ni Lucas Pichardo ni Pipí Hernández
quisieron participar en la organización del Partido Revolucionario Dominicano,
el primero porque alegó que carecía de las condiciones que a su juicio debía
tener un militante político y el segundo porque era trotskista. Ambos iban a
morir muchos años después de 1939 a causa de su oposición a la tiranía
trujillista. A Pipí Hernández lo asesinó en La Habana un agente cubano de
Trujillo y Lucas Pichardo y su hijo fueron fusilados en el año 1959 cuando
llegaron al país con los expedicionarios del 14 de junio. Lucas Pichardo fue
quien me presentó, pocos días después de haberlo visitado en su casa, al Dr.
Romano Pérez Cabral, un médico dominicano que vivía hacía muchos años en La
Habana, cuyo consultorio fue el local donde se llevaron a cabo las reuniones
del Partido Revolucionario Dominicano que eran habitualmente semanales y
nocturnas. El Dr. Pérez Cabral me presentó a otro dominicano, Alexis Liz,
hombre de excelentes condiciones, que aceptó, tan pronto se lo pedí, trabajar
por la organización del partido que años después sería conocido del pueblo
dominicano por las siglas de su nombre —PRD—.
Alexis Liz conocía a dos dominicanos
que vivían en La Habana: eran José Franco y Belisario Heureaux, hijo de Lilís.
El primero aceptó ser miembro del Partido pero el tipo de trabajo que
desempeñaba le impedía participar en las reuniones que, como dije hace poco,
eran en su mayoría semanales.
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