MORAL Y LUCES

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sábado, 1 de agosto de 2015

Haití: una amenaza a la paz y la seguridad internacionales



A principios de los años 90s Steven R. Ratner y Gerald B. Helman introdujeron el concepto de Estado Fallido para referirse a aquellos países incapaces de ejercer el monopolio legítimo de la violencia y proveer a sus ciudadanos de los beneficios fundamentales del Estado.


Desde entonces intelectuales de diversas áreas, dirigentes políticos y comunicadores vienen hablando de Estado fallido, Estado colapsado o en riesgo de colapsar, Estado débil, desestructurado, fracasado, frágil, inviables o en crisis.

A pesar del tiempo transcurrido el concepto aún no está lo suficientemente trabajado, lo que se manifiesta no sólo en la gran variedad de términos utilizados para referirse al mismo fenómeno, sino también en que a veces se utilizan las mismas palabras para caracterizar realidades en esencia muy diferentes.

No obstante, la mayoría de los autores integran a la definición de Estado fallido, como Ratner y Helman, la pérdida del monopolio del uso legítimo de la fuerza por parte de las instituciones estatales, la ruptura de la ley y el orden, la incapacidad para proveer a la población los servicios públicos básicos y para conducir adecuadamente sus relaciones con los demás estados integrantes de la comunidad internacional.

Algunas entidades han elaborado parámetros o indicadores para determinar las falencias o “fallas” del Estado y su nivel de incompetencia para el ejercicio pleno y responsable de sus atribuciones soberanas.

Entre los rankings más conocidos figura el de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que define a un Estado frágil en función de cinco ejes: violencia, justicia, instituciones, base económica y resilencia o capacidad para superar circunstancias traumáticas. Desde hace algunos años esta organización internacional publica un informe anual que mide el nivel de fragilidad de los estados.


Lo mismo viene haciendo desde el año 2005 el Fondo por la Paz (Fund for Peace), que publica anualmente, en colaboración con la revista Foreing Policy, un “Índice de Estados Fallidos” elaborado tomando cuenta 12 indicadores, entre ellos: aumento de la población, los desplazados internos y los refugiados, emigración y fuga de cerebros, desigualdad social, descontento y luchas grupales, situación económica, legitimidad del Estado, situación de los servicios públicos, respeto a los derechos humanos e intervención extranjera.

Aunque el concepto de Estado fallido no ha sido incorporado al Derecho Internacional, en la práctica ha resultado de mucha utilidad para la orientación de la colaboración internacional al servir de referencia para la identificación de situaciones susceptibles de poner en peligro la paz y la seguridad internacionales y la dimensión y características de tales amenazas.

Pues bien, en todos los índices de estados fallidos que se han elaborado hasta ahora aparece nuestro vecino Haití ocupando posiciones señeras, siempre entre los 20 países con mayores niveles de fallos o fragilidad a nivel mundial.

Por ejemplo, desde el año 2005 Haití figura entre los diez países que encabezan el Índice de los Estados Fallidos elaborado todos los años por la Fundación por la Paz.


Para entender por qué, basta con echar una simple mirada al pasado reciente y a la realidad actual del país vecino:
Han pasado 29 años desde la salida del poder en Haití de Jean Claude Duvalier. Durante todo ese tiempo el país ha vivido de crisis en crisis, sin lograr alcanzar estabilidad política ni avanzar en forma significativa en la superación de las precariedades económicas y sociales ni en la creación de instituciones con algún nivel de eficiencia.

Las primeras elecciones se celebraron en 1987, un año después de finalizada la dictadura. Esas elecciones las ganó Leslie Manigat, quien fue derrocado poco después por el General Henri Mamphy, quien a su vez fue depuesto por el también general Prosper Avril en 1988.

En marzo de 1990, luego de ser conminado a abandonar el poder por el general Herard Abraham en medio de violentas manifestaciones, Avril se ve obligado a abandonar el país. Abrahan se hizo cargo de la situación por muy poco tiempo, cediendo el mando del país a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia, Ertha Pascal-Trouillot.

En diciembre de 1990 se celebran elecciones y las gana Jean Bertrand Aristide. Antes de la investidura de Aristide, el general Gerard Lafontaine fracasa en un intento por hacerse con el poder. Pero siete meses después Aristide es derrocado por el general Raoul Cedras.

En septiembre de 1993 el Consejo de Seguridad de la ONU decide el inicio de la primera operación de mantenimiento de la paz en el país bajo el nombre de Misión de las Naciones Unidas en Haití (UNMIH). Sin embargo, las autoridades militares de entonces impidieron su despliegue.


Luego de intensas negociaciones Cedras convino en abandonar el país y establecerse en Panamá. Aristide retornó al poder acompañado de una fuerza multinacional de la ONU integrada por 20,000 hombres y dirigida por Estados Unidos.

Un año más tarde Aristide disolvió el ejército y formó un cuerpo de policía. Pero en marzo de 1995, por presiones internacionales, se transfiere la responsabilidad del mantenimiento del orden en el país a los soldados de paz de la ONU debido a numerosos hechos de violencia que se venían cometiendo con la participación de gente ligada al gobierno.

Aristide terminó su mandato y, no pudiendo optar por continuar en el poder, decidió postular a su amigo y colaborador René Preval para sucederle en el cargo. En noviembre de 1995 se celebraron elecciones. Preval las ganó con amplio margen.

El entonces pupilo de Aristide logró terminar su mandato, lo cual no significa que gobernara sin grandes dificultades. Por ejemplo, en 1997 el primer ministro Rosny Smarth se vio obligado a dimitir por el cambio en la correlación de fuerzas en el Parlamento, fruto de la división del partido Lavalas en varios grupos, entre estos el Partido del Pueblo en Lucha (OPL), encabezado el sociólogo Gerard Pierre Charles, y el Partido Lafanmi Lavalas, de Jean Bertrand Aristide. Esta crisis provocó una parálisis del legislativo que dejó al país sin jefe de gobierno durante 18 meses. Finalmente, Preval logró imponer a Jacques Edouard Alexis como nuevo primer ministro.


Pero la OPL logró la anulación de las elecciones del 6 de abril de 1997 y la violencia política y el bandolerismo resurgieron en todo el país, lo cual perturbó el período de recuperación económica que gracias a la restauración de la ayuda internacional se venía registrando en el país desde el ascenso de Preval, quien en octubre de 2000 sufrió un fallido golpe de Estado protagonizado por Guy Philippe.

En el 2001 volvió al poder Aristide tras la celebración de unas elecciones presidenciales en las que solo participó el 10% de los electores y que la oposición denunció como fraudulentas, al igual que las parlamentarias de mediados del año 2000, en las que obtuvo mayoría Lafanmi Lavalas.

Quedó así cerrado todo tipo de diálogo entre gobierno y oposición, inaugurándose un período de grandes turbulencias políticas, violencia de todo tipo y serias precariedades económicas por la suspensión de la ayuda internacional y la incertidumbre. Hubo de todo, desde intentos de golpes de Estado hasta la comisión de asesinatos políticos. A la oposición se le acusó de constituir el grupo de choque conocido como 184 o Convergencia Nacional, mientras que a Aristide se le vinculó con las hordas dedicadas al saqueo y las decapitaciones en varias ciudades del país, conocidas como Ejército Caníbal, que terminó convirtiéndose en un grupo opositor por la creencia de sus miembros de que Aristide había ordenado el asesinato de su jefe.

Tanto la OEA como el Caricom fracasaron en sus esfuerzos por lograr un acuerdo para la conformación de un organismo electoral que se encargara de organizar las elecciones. El 13 de enero de 2014 expiró el mandato de los diputados y de dos tercios de la membrecía del Parlamento. Aristide fue acusado de antidemocrático y de pretender instaurar una dictadura. El 5 de febrero de 2004 una rebelión armada que tuvo lugar en Gonaives, en el oeste del país, abrió las puertas de su destitución, que se produjo el 29 de febrero. La comunidad internacional que lo reinstaló en el poder años antes se veía ahora en la necesidad de relevarlo de la jefatura del Estado y extrañarlo del país.


Una vez más asume el poder provisionalmente el presidente de la Suprema Corte de Justicia, que en esta ocasión lo era Boniface Alexandre, quien no tardó en solicitar la conformación de una fuerza multinacional responsable de garantizar la paz y la seguridad en el país.

El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó de inmediato una resolución autorizando el despliegue de una Fuerza Militar Provisional (FMP) con efectivos de Estados Unidos, Canadá, Francia y Chile. En esencia lo que se hizo fue fortalecer misión que ya existía, adecuando su mandato a las nuevas circunstancias.

Más tarde la FMP fue convertida, mediante otra resolución, la 1542, en la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), compuesta por soldados de diversos países de la región y del resto del mundo. La MINUSTAH debió abandonar el territorio haitiano en el 2006, pero su mandato se ha ido extendiendo por las condiciones prevalecientes en el país.

Haití logró celebrar elecciones a principios de 2006 después de cuatro posposiciones por problemas de todo tipo, resultando vencedor nueva vez René Preval, quien se postuló por el Partido Esperanza (Lespwa).

Fueron elecciones muy controversiales. Incluso, el partido de Preval llegó a acusar al Consejo Electoral de maniobrar para escamotearle el triunfo en primera vuelta. Tras un período de incertidumbre con grandes presiones de los observadores internacionales de la ONU y la OEA se decidió declarar ganador a Preval, quien fue instalado en el puesto el 14 de mayo.


Preval heredó un país totalmente arruinado, con un sistema político fracturado y gravísimos problemas de seguridad. Sin embargo, con el apoyo de la MINUSTAH logró una cierta reactivación económica y avances importantes en la lucha contra las bandas de delincuentes que sembraban el terror en todo el país.

En estos esfuerzos y con puntos luminosos en su haber le sorprendió el terremoto de enero de 2010, que abonó con sangre el territorio haitiano e hizo retroceder enormemente a la nación en todos los órdenes. Lo ocurrido en la vecina nación desde entonces hasta la fecha está fresco aún en la memoria de las personas medianamente informadas.

A Preval le cabe el honor de haber culminado sus dos mandatos presidenciales y de entregar voluntariamente el poder. Aunque con retraso por el terremoto, se organizaron unas elecciones que si bien no estuvieron libres de serios traumas, resultaron más que aceptables para un estado fallido con su modesta infraestructura totalmente colapsada, desgracia a la que más tarde se sumó la devastadora epidemia de cólera. Esas elecciones las ganó en segunda vuelta y en forma dudosa el actual presidente Michel Martelly. Fueron unas elecciones en las que participó apenas el 23% del electorado.

Los haitianos intentan actualmente superar una nueva crisis política que ha impedido desde hace cuatro años la celebración de las elecciones para renovar el órgano legislativo. Dicha crisis se originó por desavenencias entre el Poder Ejecutivo y el Parlamento sobre la ley electoral y la composición del organismo responsable de organizar las elecciones. Las contradicciones desataron nuevamente la violencia en las principales ciudades del país.


En enero del presente año gobierno y oposición, presionados por la comunidad internacional, lograron un acuerdo que incluyó la designación de un nuevo primer ministro y de un nuevo Consejo Electoral que deberá organizar las elecciones para escoger dos tercios del Senado y la totalidad de la Cámara de Diputados el 25 de octubre del presente año, así como la primera vuelta de las elecciones presidenciales el 25 de octubre y una segunda vuelta el 27 de diciembre si fuese necesario.

Desde que Martelly subió al poder se han designado en Haití cinco consejos electorales, incluyendo al actual. Ninguno de los anteriores logró organizar elecciones, por lo que el parlamento tuvo que ser disuelto al vencerse el período de elección de todos sus miembros. El presidente Martelly se ha visto precisado a gobernar por decreto.

La comunidad internacional ha externado sus esperanzas de que el proceso permita la instalación del nuevo parlamento el 11 de enero de 2016 y la transferencia del poder al nuevo presidente el 7 de febrero. El nivel de tensión política es alto y la violencia muy preocupante.

Como puede apreciarse, la clase política haitiana ha sido incapaz de llenar el vacío de poder dejado por la salida de Duvalier en 1986. Más que el producto del colapso del Estado, que prácticamente nunca ha existido en Haití hablando en términos estrictos, lo que actualmente ocurre allí es la consecuencia del fracaso de un sistema de reparto del poder basado en el liderazgo sobre ciertos grupos cuya influencia depende del clientelismo, del ejercicio de la violencia en sus diferentes formas y del aprovechamiento de la ignorancia generalizada de la gente.


Los antiguos esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue y sus descendientes nunca emprendieron el camino de organizarse como Estado moderno porque no pudieron aprender eso de los franceses, que no propiciaron la instalaron en su colonia más próspera de América de instituciones al estilo occidental.

El sistema de reparto del poder, típico de países africanos hoy igualmente en situación de colapso, se estableció desde el momento mismo en que Haití emergió a la vida independiente, con un reino en el norte y otro en el sur. Desde entonces el país se lo reparten a dentelladas los grupos de poder que de los franceses solo heredaron las ínfulas de emperadores que caracterizaron a los que detentaron el poder colonial.

A diferencia de lo que ocurrió en otros países, la ocupación militar de Haití por parte de Estados Unidos, que se prolongó por 19 largos años, no logró que ese país se enrumbara por los senderos del desarrollo institucional como vía para organizar la nación y garantizar el cumplimiento de las funciones propias de un Estado, lo cual se explica por razones de índole cultural.

Desde hace 22 años, como hemos visto, una misión internacional acompaña a los haitianos con el claro mandato de ayudar a establecer un entorno seguro y estable; prestar asistencia mediante programas integrales y a largo plazo de desarme, desmovilización y reinserción; prestar asistencia en el restablecimiento y mantenimiento del estado de derecho, la seguridad pública y el orden público; proteger a los civiles que se encuentren en riesgo inminente de violencia física; apoyar el proceso político y constitucional; ayudar en la tarea de organizar, supervisar y llevar a cabo elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales libres y limpias, y promover y proteger los derechos humanos.

Sin embargo, los logros en el cumplimiento de las metas son muy modestos. Como acabamos de ver, los avances alcanzados en los períodos de cierta estabilidad terminan perdiéndose en épocas de turbulencias, que son recurrentes.


Haití sigue siendo hoy un país sin instituciones y en crisis política permanente, donde no se garantiza a la ciudadanía los servicios más elementales, como salud, agua potable, educación y saneamiento básico; donde la justicia es inoperante; donde la policía es corrupta y el ciudadano es víctima habitualmente de todo tipo de vejámenes; donde las bandas de delincuentes imponen su autoridad con absoluta impunidad en los amplios espacios donde el Estado brilla por su ausencia y el secuestro es una institución; donde las mujeres y las niñas son maltratadas, violadas y obligadas a prostituirse; donde el crecimiento demográfico y la poca productividad agrícola han impulsado un proceso de deforestación fuera de control que afecta al 97 % del territorio y amenaza con convertir al país en un desierto; donde las fuentes de agua, que es un bien cada vez más escaso, están contaminadas; donde las bandas de narcotraficantes operan sin restricciones. Haití es un país en donde no se conoce el imperio de la ley.

Pese a las calamidades que sufre el pueblo, los dirigentes haitianos han sido incapaces de ponerse de acuerdo para celebrar elecciones libres y transparentes, y garantizar un ambiente propicio para la superación de los gravísimos problemas que afectan a la nación.

La comunidad internacional ha intentado durante estas tres décadas organizar una democracia conforme a los valores occidentales en un país donde no existe un Estado real. En Haití nunca habrá estabilidad mientras esa responsabilidad se le confíe a la clase política haitiana. Porque el sistema de reparto del poder, que funciona al margen del Estado, y que solo produce estabilidad a sangre y fuego, como lo hizo la dictadura de los Duvalier, se encuentra colapsado y con dificultades para su recomposición por la presencia de la misión internacional que de alguna forma lo limita, pero no lo elimina. Más bien, convive con él, morigerando su capacidad destructiva.

Haití no solo es un Estado fallido, sino que también se ha comportado como un Estado canalla en la conducción de sus relaciones con la vecina República Dominicana, como ocurrió cuando el gobierno organizó una manifestación que culminó con la toma en Puerto Príncipe de la sede consular dominicana, donde se profanó su bandera y se izó el pabellón haitiano con la presencia y participación de oficiales de la policía. O como cuando el primer ministro calificó de torturador al gobierno y pueblo dominicanos, pese a mantener con el país relaciones diplomáticas formales, lo que obliga a observar ciertas normas protocolares y de elemental decencia.

En junio de 2013 el presidente Danilo Medina visitó Haití en ocasión de conmemorarse el Día Mundial del Medio Ambiente. En atmósfera de camaradería, según puede apreciarse en las fotos disponibles en la red de Internet, ambos mandatarios sembraron un árbol y el presidente Medina aprovechó la ocasión para poner a disposición del gobierno haitiano las plantas que fueran necesarias para apoyar un agresivo plan de reforestación del desolado territorio haitiano. Sin embargo, horas después el gobierno de Martelly anunciaba la suspensión de las importaciones de carne de pollo y huevos dominicanos debido a una enfermedad cuya existencia nunca se comprobó y de lo cual nada informó al presidente Medina durante su visita.


La comunidad internacional está plenamente consciente de los altísimos niveles de irresponsabilidad corrupción que prevalecen en las entelequias institucionales de Haití y los círculos políticos que se disputan a tiros su control. Aunque la reconoce formalmente como representante del pueblo, pese a la dudosa legitimidad de tal representación, las instituciones de la comunidad internacional desconfían de la dirigencia haitiana y por eso canalizan los recursos a través de organizaciones no gubernamentales.

Haití es actualmente el país donde más ONGs existen después de la India, la segunda nación más poblada del mundo. Es por eso que en el país vecino se habla actualmente de la existencia de un gobierno de las ONGs.

Este fenómeno explica en gran medida el escaso nivel de efectividad de la ayuda internacional, que sólo entre 2010 y 2012 alcanzó la nada despreciable suma de 6,000 millones de dólares, que en un 91% se canalizó a través de las ONGs, la mayoría de las cuales son incapaces de formular un proyecto. Esto, obviamente, contribuye a dispersar los recursos y los esfuerzos.


Peor aún, la proliferación de ONGs con semejante privilegio fomenta el desinterés de la sociedad civil en el desarrollo de la capacidad institucional que supuestamente se pretende fomentar.

La comunidad internacional teme que los políticos corruptos de los estados fallidos se roben el dinero, pero los acepta como interlocutores válidos y les garantiza puestos en los foros internacionales, aun siendo parte del problema y no de la solución, precisamente por la capacidad que generalmente tienen de complicar las cosas.

Somalia, un Estado que se desintegró hace tiempo, que no es capaz de impedir que su territorio sea utilizado como plataforma para la práctica de la piratería, conserva aún representación en todos los foros internacionales. Este país africano es señalado hoy por algunos estudiosos como ejemplo de lo que denominan “Estado fantasma”.

Haití es un “Estado fantasma” que ataca a la República Dominicana con la complicidad de la comunidad internacional, que no quiere asumir plenamente la responsabilidad que le asiste de proveer seguridad a todos los que se encuentran bajo la amenaza que representa este estado colapsado y a los que de hecho están siendo impactados por una emigración desbordada con tendencia a agravarse.


Al aprobar la resolución 1542 que estableció la MINUSTAH, el Consejo de Seguridad previamente estableció que “existen obstáculos para la estabilidad política, social y económica de Haití” y determinó que “la situación de Haití sigue constituyendo una amenaza a la paz y la seguridad internacionales de la región”, lo que sirvió de fundamento jurídico para acogerse al Capítulo VII de la Carta, que prevé las medidas a adoptar en situación como esta, incluyendo el uso de la fuerza.

Como bien establece el Fondo para la Paz, una de las características de los Estados fallidos es la capacidad de provocar flujos migratorios masivos desde su territorio, justamente como los ha estado provocando Haití, algo que llegó a asumir su clase dirigencial como política de Estado, convencida de que la gente carece de alternativa en su propia tierra y de no está en condiciones de cambiar esta situación.

La comunidad internacional ha terminado haciendo causa común con el Estado fallido de Haití convirtiendo en victimaria a la República Dominicana, que en realidad es la víctima de la incapacidad del vecino de cumplir con sus obligaciones.

Para el Secretario General de la OEA es la República Dominicana quien amenaza al Estado fallido de Haití, lo que contrasta con la justificación jurídica de la presencia en ese país de una misión internacional de estabilización de la ONU, como ya vimos.


De nada ha valido el esfuerzo hecho por la República Dominicana para la implementación del más amplio plan de regularización de extranjeros en situación migratoria irregular jamás ejecutado en la región, que ha beneficiado a miles y miles de ciudadanos haitianos.

Desde hace 29 años Haití pende sobre República Dominicana y toda la región cual espada de Damocles por su inestabilidad política, la violencia casi generalizada y su calamitosa situación social y económica.

El esquema de cooperación con Haití ha fracasado. Los mecanismos que hasta ahora ha empleado la comunidad internacional para hacerle frente a esta amenaza, como lo atestigua la situación que actualmente prevalece en este país después de tres décadas de esfuerzos, han sido ineficaces.

De ahí la necesidad de que República Dominicana demande un cambio de rumbo que implique la adopción de una modalidad de administración territorial que provea a Haití de órganos de administración que generen confianza y faciliten la canalización eficiente de la ayuda internacional y estimulen la inversión extranjera.

De no hacerse así seguiremos perdiendo tiempo y cuantiosos recursos. Y lo que es peor, la región seguirá expuesta al grave peligro que representa un Estado fallido densamente poblado próximo a sus fronteras.



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