Los vientos políticos soplaban del mismo cuadrante y con igual intensidad siete meses después del destierro de Juan Pablo Duarte y sus compañeros. Pedro Santana sostenía su régimen despótico avasallando cualquier asomo de oposición con fusilamientos y medidas arbitrarias.
A la sombra de leyes injustas, emanadas de la Constituyente que lo llevó al poder en noviembre de 1844, Santana creó comisiones militares para juzgar “a verdad sabida y buena fe guardada” a quienes “intranquilizaban” a la ciudadanía.
Junto a Tomás Bobadilla, comenzaba a reescribir la historia borrando todo vestigio de Duarte y las ideas trinitarias.
Los que recordaban al fundador de la nación se hacían sospechosos de traición.
Los que buscaban el retorno de los exiliados trinitarios iban al paredón, como ocurrió a María Trinidad Sánchez, su sobrino Andrés Sánchez, Nicolás de Barías y José del Carmen Figueroa, fusilados el mismo día en que la República conmemoraba su primer año.
Corrían el mismo riesgo los que recibían correspondencia del exterior.
La coerción tocó las puertas de la familia Duarte el lunes 3 de marzo de 1845, mientras la casa despertaba a sus labores habituales. En medio de los rezos matinales, doña Manuela Díez recibió del Ministerio de Interior y Policía la siguiente comunicación:
“Siéndole al Gobierno notorio por documentos fehacientes que es a su familia de usted una de aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de contrarrevolución e instrucciones para mantener el país intranquilo, ha determinado enviar a usted un pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que a la mayor brevedad realice su salida con todos los miembros de su familia, evitándose el Gobierno de este modo de emplear medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública en el país”.
Ecuanimidad. El edicto amenazante la turbó, pero acostumbrada a los altibajos de la fortuna, se dispuso a enfrentar lo inevitable con ayuda de sus hijas.
Tenía 58 años y había sido la cabeza del hogar desde el fallecimiento de su esposo. Junto a él conoció los rigores del exilio en Puerto Rico, donde se instalaron en 1801 huyendo de la invasión de Toussaint Louverture a la parte española de la isla.
Había sufrido con ecuanimidad las tribulaciones de un hogar envuelto en el remolino político de la época que le tocó vivir.
Pasó los trances de ver a su segundo hijo perseguido y forzado al exilio en 1843. Sus aflicciones aumentaron con la prisión y el destierro de Juan Pablo, Vicente Celestino y Enrique, su nieto. En reclusión soportó el vituperio que recayó sobre Duarte por defender la integridad de la nación.
A su “casa de amarguras” llegaron las palabras de Bobadilla en la Constituyente, donde comenzó a torcer los hechos, diciendo que Juan Pablo, “lejos de haber servido a su país, jamás ha hecho otra cosa que comprometer su seguridad y las libertades públicas”.
Respaldo ciudadano. Sabiendo la injusticia que se cometía, el clero y ciudadanos influyentes trataron de que el régimen revocara la medida. Varios comisionados apelaron a Bobadilla, quien se cerró a toda consideración.
Su paranoia política lo llevó a decir que la orden no podía ser cambiada porque “al Gobierno le consta que las hermanas de Duarte fabricaron balas para la Independencia de la patria, y quienes entonces fueron capaces de tal empresa, con más razón no dejarán ahora de arbitrar medios para la vuelta del hermano que lloran ausente”.
Preparada para manejar lo inapelable, doña Manuela vendió sus últimas posesiones en Santo Domingo. Mientras iniciaba los preparativos de su salida, el Gobierno colocó un batallón de soldados frente a la casa, igual que hizo el general Charles Hérard Riviére dos años antes.
Un apoyo le llegó del que menos lo esperaba. El jefe de las tropas había formado parte del ejército que Duarte comandó en el Sur. El coronel Matías Moreno recordaba a Juan Pablo con afecto, y conservaba en recuerdo una de sus charreteras de general.
El oficial se acercó a doña Manuela con la excusa de comprar los muebles que vendía, para asegurarle que haría de guardián, no de carcelero. Prometió evitarle vejaciones, la alertó respecto a un vecino, espía del Gobierno, y recomendó que nadie saliera hasta la partida.
Exilio perpetuo. La familia esperó dos semanas el momento de embarcar. Su marcha en la goleta inglesa Henry King coincidió con la celebración de la primera batalla por la Independencia.
Doña Manuela, sus hijas Rosa, Filomena y Francisca; Manuel, el menor de los varones, y cuatro nietos, se alejaron en la tarde del 19 de marzo, escuchando el bullicio de las fiestas que recordaban el triunfo dominicano.
Pasaron siete días en alta mar sobrellevando el golpe del desarraigo, tensos por el cambio y la incertidumbre del porvenir. Rosa cortó los lazos con su novio, Tomás de la Concha, quien terminó siendo fusilado por Santana en 1855.
El 25 de marzo, los Duarte se reunificaron en el muelle de La Guaira, puerta de entrada a Venezuela. María, Ignacia, Romualdo, Ricardo y Wenceslao volvían a la tutela de su padre Vicente Celestino.
Juan Pablo abrazó a su madre y hermanos, mientras legaba “a ese Dios de justicia el castigo a tanta iniquidad…”.
De nuevo, se culpaba por las desgracias que sufrían, aunque ninguno lo recriminó. Lo amaban incondicionalmente, y estaban conscientes de la magnitud de su rol en la Independencia.
Duarte y Vicente Celestino trabajaron varios años reconstruyendo las finanzas de la familia, que echó raíces en Caracas, y nunca volvió al suelo natal.
Los Duarte-Díez en el exilio
Doña Manuela Díez y los hijos desterrados junto a ella murieron en Caracas, Venezuela, sin volver a su patria. Algunos terminaron viviendo más tiempo en ese país que en el suyo.
Rosa Duarte (1820-1888) tenía 25 años cuando llegó a tierra venezolana, donde pasó 43 años.
Su hermano Manuel (1826-1890) vivió 45 años en Caracas, y 19 en Santo Domingo. María Francisca, cuya fecha de nacimiento se desconoce, murió en 1889, tras un exilio de 44 años.
Filomena (1818-1865) fue la que mayor tiempo de su vida pasó en su país. Contaba 27 años al ser desterrada, y pasó dos décadas en Venezuela.
La madre de los Duarte-Díez vivió trece años en el exilio. Nacida en El Seibo el 26 de junio de 1786, falleció a los 72 años el 31 de diciembre de 1858.
De Vicente Celestino, quien jugó un rol importante en la Independencia, se desconocen las fechas de nacimiento y muerte.
LOS VALORES
1. Ecuanimidad
La ecuanimidad es el camino al equilibrio y la paz mental. Es posible mantener un ánimo estable ante el pesar o la alegría, el insulto o el elogio cuando se ejercita con constancia este valor. La madre de Duarte y sus hermanas enfrentaron las dificultades con serenidad de espíritu, y de ese modo se colocaron por encima de los acontecimientos.
2. Amor incondicional
La familia de Juan Pablo lo amó sin esperar nada a cambio. Sus integrantes vivieron este valor desde el corazón. Aceptaron sus acciones sin cuestionar sus luchas.
Lo quisieron en sus triunfos y asumieron junto a él las severas consecuencias de sus reveses. El de la familia Duarte-Díez fue un amor sin condiciones, del que estuvieron ausentes los miedos, los dolores, las culpas y las recriminaciones.
3. Comunidad
“Con un fraile no puede nadie, con dos ni Dios, con una comunidad ni la Santísima Trinidad”. El aforismo no está descaminado. En sociedad lo imposible es posible. La comunidad levanta puentes de colaboración, crea lazos de confianza y de servicio. Media y ofrece apoyo como hicieron ciudadanos al decretarse el destierro de los Duarte.
La cooperación nos convierte en agentes proactivos para resolver problemas de seguridad, de higiene, de servicios. Si practicáramos a todos los niveles este valor social, romperíamos “el arraigado hábito de esperarlo todo del Gobierno”, observado por Ulises F. Espaillat y Pedro Francisco Bonó hace más de siglo y medio.