Chávez y la expansión de lo posible
Cuando Hugo Chávez gana las elecciones presidenciales en Venezuela el 6 de diciembre de 1998 es un personaje desconocido en el mejor de los casos para las izquierdas europeas y latinoamericanas desconfianza –comparado, por ejemplo, con la fascinación que producía el neozapatismo como paradigma de intervención radical “exterior” al Estado-, cuando no visto con por su biografía militar, por el rol decisivo de su carisma popular y por enarbolar un discurso que no se movía en una gramática “clasista” ni en los marcos tradicionales de la izquierda. Por el contrario, el poder político construido emanaba de una resignificación “bolivariana” de los referentes históricos de la Independencia que interpelaba a los amplios sectores empobrecidos y marginados como el corazón de una “refundación nacional” contra las viejas y desprestigiadas élites político-económicas, en un terreno marcado por la desestructuración social, la crisis de los referentes ideológicos y la conflictividad sociopolítica en la que se fraguó la voluntad destituyente.
El Gobierno de Chávez abrió de inmediato un proceso constituyente revolucionario, redefinió el pacto social venezolano y emprendió una verdadera guerra contra la miseria y por la inclusión social que literalmente amplió el demos venezolano. En ese tránsito, enfrentó la resistencia férrea de los antiguos grupos dominantes del Estado, que desplegaron contra él Gobierno de Chávez todo el repertorio destituyente ensayado en el continente y que fracasó contra todas las expectativas, gracias a la audacia política, el control del petróleo, el apoyo crucial de parte importante de las Fuerzas Armadas y una pasión política de masas que lo sustentaba.
Durante la mayor parte de este proceso, el Gobierno bolivariano era una anomalía en América Latina, una experiencia solitaria y a contrapelo de un relato histórico hegemonizado por el pensamiento liberal-conservador según el cual se había acabado el tiempo para la utopía de la política como transformación radical. Hoy, en gran medida gracias a las batallas de Chávez y el pueblo venezolano, el escenario es muy distinto.
Sin embargo, en el momento de su muerte América Latina, y no sólo Venezuela, ya es otra. Prácticamente todos los jefes de Estado del subcontinente acudieron al funeral de Chávez a mostrar sus respeto, mostrando que hay ya una esfera política propia con criterios diferentes a los norteamericanos y europeos; los procesos de integración regional avanzan, con tensiones y solapamientos pero en una dirección convergente para construir un espacio geopolítico en un mundo multipolar; el escenario político subcontinental, en fin, está marcado por una primacía relativa de una narrativa –posneoliberal, soberanista, progresista, integracionista- que, con importantes diferencias y acentos nacionales y destacadísimas excepciones, nutre los procesos populares y el “giro a la izquierda” de los gobiernos regionales.
Para que este cambio de época haya sido posible han sido fundamentales las experiencias de avanzada que, como la venezolana en primer lugar -pero después la boliviana o la ecuatoriana-, han abierto brecha y han quebrado la fatalidad de los órdenes oligárquicos y excluyentes y el diseño neoliberal para Latinoamérica. Lo han hecho atreviéndose a transitar el camino “impuro” y complejo de las transformaciones estatales.
Con las irrupciones de masas y la llegada de actores políticos inéditos a los diferentes gobiernos nacionales, se producía un desplazamiento en el escenario de confrontación política: de contra el Estado a dentro del Estado: por ocupar sus plazas principales, por transformar su morfología, por transformar su orientación social y romper sus condicionantes –patriarcales, coloniales, capitalistas, depredadores del medio-, por generar un nuevo sentido común de lo exigible y esperable del Estado. Se abría así una suerte de “guerra de posiciones” en las que las coaliciones sociales plebeyas heterogéneas que habían conquistado los Ejecutivos hacían frente ahora las resistencias de las élites en los Estados oligárquicos heredados y sus entramados civiles. Esa disputa, librada por el conflicto pero también por la seducción y ampliación del campo propio con sectores antes aliados subalternos de los órdenes oligárquicos, es el tránsito en el que se fragua el bloque histórico nacional-popular que conduce el nuevo ciclo político realizando transformaciones económicas, políticas y culturales que trascienden la alternancia electoral.
Estos procesos son inéditos, en el sentido de que no hay brújulas ni recetas en los manuales de las izquierdas. Es difícil encontrar referentes similares de tránsitos de tan largo recorrido en la transformación estatal, en tan poco tiempo y en condiciones de conflicto político democrático. Se trata por ello de experiencias políticas emancipadoras que avanzan, con límites y ángulos muertos. Porque al mismo tiempo que han tenido y tienen que enfrentar las tareas de redistribución inmediata y urgente de la riqueza, deben transformar el Estado heredado mientras se expande su inserción en el territorio y su capacidad para prestar servicios especialmente a los sectores más olvidados, deben romper la matriz primario-exportadora y cambiar la base productiva estrecha propia de las economías de enclave siendo al mismo tiempo ecológicamente sostenibles, deben conquistar la soberanía nacional y la integración regional, producir junto con el tejido comunitario formas de democracia y autonomía más avanzadas y generar una nueva cultura popular e intelectual que acompañe y haga irreversibles las conquistas jurídicas y políticas en marcha. Todo ello rindiendo cuentas en las elecciones con más frecuencia y mayor intensidad que en ningún proceso político conocido, y en medio de una elevada conflictividad frente a las viejas élites. En su avance complicado y contradictorio en estos retos históricos, han ido conquistando vidas más dignas para las mayorías sociales y expandiendo el horizonte de lo políticamente posible.
El Gobierno de Chávez abrió de inmediato un proceso constituyente revolucionario, redefinió el pacto social venezolano y emprendió una verdadera guerra contra la miseria y por la inclusión social que literalmente amplió el demos venezolano. En ese tránsito, enfrentó la resistencia férrea de los antiguos grupos dominantes del Estado, que desplegaron contra él Gobierno de Chávez todo el repertorio destituyente ensayado en el continente y que fracasó contra todas las expectativas, gracias a la audacia política, el control del petróleo, el apoyo crucial de parte importante de las Fuerzas Armadas y una pasión política de masas que lo sustentaba.
Durante la mayor parte de este proceso, el Gobierno bolivariano era una anomalía en América Latina, una experiencia solitaria y a contrapelo de un relato histórico hegemonizado por el pensamiento liberal-conservador según el cual se había acabado el tiempo para la utopía de la política como transformación radical. Hoy, en gran medida gracias a las batallas de Chávez y el pueblo venezolano, el escenario es muy distinto.
Sin embargo, en el momento de su muerte América Latina, y no sólo Venezuela, ya es otra. Prácticamente todos los jefes de Estado del subcontinente acudieron al funeral de Chávez a mostrar sus respeto, mostrando que hay ya una esfera política propia con criterios diferentes a los norteamericanos y europeos; los procesos de integración regional avanzan, con tensiones y solapamientos pero en una dirección convergente para construir un espacio geopolítico en un mundo multipolar; el escenario político subcontinental, en fin, está marcado por una primacía relativa de una narrativa –posneoliberal, soberanista, progresista, integracionista- que, con importantes diferencias y acentos nacionales y destacadísimas excepciones, nutre los procesos populares y el “giro a la izquierda” de los gobiernos regionales.
Para que este cambio de época haya sido posible han sido fundamentales las experiencias de avanzada que, como la venezolana en primer lugar -pero después la boliviana o la ecuatoriana-, han abierto brecha y han quebrado la fatalidad de los órdenes oligárquicos y excluyentes y el diseño neoliberal para Latinoamérica. Lo han hecho atreviéndose a transitar el camino “impuro” y complejo de las transformaciones estatales.
Con las irrupciones de masas y la llegada de actores políticos inéditos a los diferentes gobiernos nacionales, se producía un desplazamiento en el escenario de confrontación política: de contra el Estado a dentro del Estado: por ocupar sus plazas principales, por transformar su morfología, por transformar su orientación social y romper sus condicionantes –patriarcales, coloniales, capitalistas, depredadores del medio-, por generar un nuevo sentido común de lo exigible y esperable del Estado. Se abría así una suerte de “guerra de posiciones” en las que las coaliciones sociales plebeyas heterogéneas que habían conquistado los Ejecutivos hacían frente ahora las resistencias de las élites en los Estados oligárquicos heredados y sus entramados civiles. Esa disputa, librada por el conflicto pero también por la seducción y ampliación del campo propio con sectores antes aliados subalternos de los órdenes oligárquicos, es el tránsito en el que se fragua el bloque histórico nacional-popular que conduce el nuevo ciclo político realizando transformaciones económicas, políticas y culturales que trascienden la alternancia electoral.
Estos procesos son inéditos, en el sentido de que no hay brújulas ni recetas en los manuales de las izquierdas. Es difícil encontrar referentes similares de tránsitos de tan largo recorrido en la transformación estatal, en tan poco tiempo y en condiciones de conflicto político democrático. Se trata por ello de experiencias políticas emancipadoras que avanzan, con límites y ángulos muertos. Porque al mismo tiempo que han tenido y tienen que enfrentar las tareas de redistribución inmediata y urgente de la riqueza, deben transformar el Estado heredado mientras se expande su inserción en el territorio y su capacidad para prestar servicios especialmente a los sectores más olvidados, deben romper la matriz primario-exportadora y cambiar la base productiva estrecha propia de las economías de enclave siendo al mismo tiempo ecológicamente sostenibles, deben conquistar la soberanía nacional y la integración regional, producir junto con el tejido comunitario formas de democracia y autonomía más avanzadas y generar una nueva cultura popular e intelectual que acompañe y haga irreversibles las conquistas jurídicas y políticas en marcha. Todo ello rindiendo cuentas en las elecciones con más frecuencia y mayor intensidad que en ningún proceso político conocido, y en medio de una elevada conflictividad frente a las viejas élites. En su avance complicado y contradictorio en estos retos históricos, han ido conquistando vidas más dignas para las mayorías sociales y expandiendo el horizonte de lo políticamente posible.
La Directa
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