MORAL Y LUCES

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miércoles, 14 de marzo de 2018

El poder del pueblo unido



El  poder del pueblo por lo regular  “dormido”  que sólo “despierta” en momentos muy concretos y puntuales.

Cuando el pueblo tiene la iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa la retoman las élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder

Domingo Núñez Polanco por los caminos de la patria sembrando conciencia  y humanidad  


El sistema hace al individuo pero también el individuo hace al sistema. Indudablemente, un gran empresario o un político tienen mucha más influencia en el funcionamiento de la sociedad que un simple ciudadano corriente o que un trabajador.

Pero, indudablemente también, el sistema no podría funcionar sin, como mínimo, la colaboración, por activa o por pasiva, del conjunto de la ciudadanía. En realidad, en última instancia, el funcionamiento del sistema viene determinado por la forma de comportarse de la mayoría de la gente que lo conforma. El poder es en verdad, en última instancia, del pueblo. Las élites que nos dominan no tendrían nada que hace sin la colaboración del pueblo, sin su sumisión. Nadie puede dominar si nadie se deja dominar.

Cuando el pueblo tiene la iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa la retoman las élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder
El problema es que el poder del pueblo no hace acto de presencia más que en determinados momentos excepcionales de la historia en que la fuerza de la mayoría se impone cuando la unidad de los ciudadanos se torna real. Digamos que el poder que, en última instancia, ostenta el pueblo, es un poder “dormido” que sólo “despierta” en momentos muy concretos y puntuales. Dicho poder sólo hace acto de presencia cuando el pueblo, de alguna manera, forzado por la necesidad fundamentalmente, se subleva. En estos casos el poder del pueblo pasa de ser potencial a real. Sin embargo, la mayor parte de las veces, cuando dicho poder despierta, es canalizado por ciertas minorías que tienden también a controlarlo. Pero a pesar de esto, del hecho de que las revoluciones o las protestas sean normalmente dirigidas por ciertas vanguardias, el pueblo en esos momentos excepcionales ejerce mucha más influencia de lo habitual.

Durante el resto del tiempo, durante la mayor parte de la historia, el poder real es ejercido por ciertas élites que controlan los resortes del Estado. El poder económico actúa cómodamente mientras el poder del pueblo permanezca dormido. Bajo estas circunstancias, no es muy difícil comprender por qué las democracias se convierten en oligocracias. El poder del pueblo está secuestrado por el poder de las oligarquías. Incluso podríamos decir que el poder del pueblo es en parte cedido por éste a las élites. Al delegar, al acomodarnos, al relajarnos, al mirarnos el ombligo, cedemos poder. Al eludir nuestra parte de responsabilidad, cedemos poder. Al dejarnos llevar, perdemos el control de nuestras propias vidas.

Mientras el pueblo permanezca dormido, estaremos condenados a las oligocracias. Sólo será posible alcanzar la auténtica democracia cuando el pueblo despierte y permanezca despierto indefinidamente. Tampoco sirve despertarse en determinado momento y luego volverse a dormir. Así se han producido las involuciones. A los momentos puntuales en que el pueblo despertó e impulsó la historia hacia delante, les sucedieron momentos en los que los avances se convirtieron en papel mojado o incluso en retrocesos. Tras las revoluciones vinieron las contrarrevoluciones. Muchos avances teóricos no se tradujeron en la práctica. Cuando el pueblo tiene la iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa la retoman las élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder. La historia es un continuo zigzag, un continuo movimiento pendular hacia delante y hacia atrás, dependiendo de qué parte de la sociedad lleve la iniciativa, si el pueblo o las minorías dominantes del poder económico de turno. Pero, además de esto, la historia tiene su inercia. A cierto periodo de iniciativa popular sucede un periodo primero de contención de dicha iniciativa que, si bien no puede impedir durante determinado tiempo el avance, sí puede frenarlo al cabo del tiempo para acabar invirtiéndolo. Y viceversa.

Esto es lo que está ocurriendo, en esencia, en el momento histórico actual. Tras los avances derivados de las revoluciones “socialistas”, estamos padeciendo una nueva involución. Pero esta involución no nació hace pocos años, no se gestó sólo cuando cayó el muro de Berlín. En realidad, en la misma revolución, como en toda revolución, ya teníamos presente la semilla de la contrarrevolución. Cuando un nuevo sistema impide que el poder del pueblo fluya libremente, se retroalimente a sí mismo, tarde o pronto, surge la involución.

En el momento en que la revolución rusa de 1917 fue controlada por cierta élite, incluso aun admitiendo que al principio bienintencionada, el germen de la contrarrevolución ya estaba floreciendo. Lo mismo que posibilitó el triunfo de la revolución bolchevique, el asalto al Estado burgués, con el tiempo (no mucho) posibilitó el fracaso a medio y largo plazo de la revolución. El fuerte liderazgo ejercido, liderazgo que contribuyó mucho al triunfo de la revolución (entendiendo triunfo como la caída del Estado burgués, el acceso al poder político), fue a su vez la principal causa de la degeneración de la revolución. De esta manera, la burocracia se realimentó a sí misma y transformó el Estado proletario en un Estado totalitario al servicio de la nueva casta dominante. La dictadura del proletariado se transformó en la dictadura contra el proletariado. La sociedad debe transformarse con el control de toda ella. Cuando una revolución depende de una élite, de unas pocas personas, tarde o pronto, la revolución se traiciona a sí misma.

En el capítulo Los errores de la izquierda de mi libro Rumbo a la democracia analizo en profundidad las causas de los fracasos de la izquierda en el siglo XX. Fracasos que aún estamos pagando en este siglo XXI. Fracasos de los que es imperativo aprender. Por consiguiente, sólo es posible transformar el sistema con ciertas garantías de éxito, de futuro, cuando el control permanece en el pueblo en todo momento, no sólo cuando se “asaltan” los palacios o los parlamentos, no sólo cuando se toma el poder, sino que sobre todo cuando se ejerce. La única forma de evitar la degeneración de toda revolución es mediante el desarrollo de la infraestructura política necesaria para ello. Y dicha infraestructura no puede ser otra que la democracia, la verdadera, el poder del pueblo. Es más, realmente, lo verdaderamente importante es construir los medios adecuados para posibilitar la transformación social, para avanzar sin parar y evitar los retrocesos. 

Lo realmente importante es construir la democracia, es desarrollarla continuamente, es profundizar en ella. Es mucho menos probable que un sistema degenere cuando no lo controla cierta minoría, o por lo menos cuando el control de la minoría dominante se minimiza. Como ya he explicado en diversos escritos míos, la clave está en la democracia. Con suficiente democracia podremos contrastar libremente las ideas, podremos experimentar libremente para ver qué ideas funcionan en la práctica y cuáles no, podremos, en suma, aplicar el método científico para transformar la sociedad. Y de paso, y no menos importante, podremos evitar las involuciones. Sin control popular, llevado hasta el extremo, hasta el máximo de sus posibilidades, las revoluciones fracasan y dan paso a las contrarrevoluciones, como las experiencias prácticas históricas nos han enseñado sin ninguna duda.


Nota:
El precedente texto lo tomamos de una página web  y perdimos el nombre de su autor 

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