MORAL Y LUCES

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miércoles, 17 de agosto de 2016

Einstein


A los niños un poco vagos no les suelen gustar los estudios, pero eso no impide que dentro de ellos pueda esconderse todo un genio. Albert Einstein, uno de los mayores científicos de la historia, es el ejemplo perfecto. Aunque él fue uno de esos niños con pocas ganas de aprender lo más básico, al crecer comenzó a tener un gran interés por conocer cosas y, poco a poco, fue deshaciéndose de la pereza que lo poseía. Solo había que encontrar los estímulos necesarios: todo empezó nada más y nada menos que con una brújula.
Mientras la mayoría de los bebés ya están gateando y dando sus primeros pasos cuando rondan el año de edad, al pequeño Albert no le parecía agradar la idea de empezar a ponerse a andar. No fue lo único en lo que demostró ser un poco más lento de lo normal: hasta los dos años no se puso a usar palabras. El pequeño Einstein lo tenía todo para preocupar a sus familiares. Lentitud para aprender a andar, sin dotes para la conversación… ¿Qué sería lo próximo?
Sin embargo, cuando tenía cinco años, se produciría el acontecimiento con el que se comenzó a forjar al gran científico. A esa edad, Einstein estuvo en cama, enfermo. Para darle ánimos, su padre le regaló una brújula. Aquella era la primera vez que el joven Einstein veía un artefacto tan prodigioso: pusiera donde pusiera la brújula, su aguja siempre señalaba al mismo lugar.
Sorprendido, el pequeño preguntó cómo funcionaba. Pero que alguien le explicara los campos magnéticos no le valía. Él quería verlo con sus propios ojos: ¿esos campos se podían ver y oír?
Aquel regalo le despertó la curiosidad por la lectura y el funcionamiento de las cosas. Gracias a uno de esos libros que leyó ya con 15 años, se preguntó cómo sería montar sobre un rayo de luz y ‘navegar’ subido a él por el espacio exterior. Sería una de las primeras de tantas preguntas que intentaría resolver a lo largo de su vida y que luego estaría incluida en su aportación a la ciencia más conocida.
Sin embargo, esta curiosidad no sirvió para que Einstein dejara de ser un perezoso. Al menos, durante un tiempo. En el colegio demostró su maestría con las matemáticas, pero no parecía tan trabajador en materias como Química o Francés. Los profesores veían al joven como un alumno lento, demasiado lento, hasta el punto de que consideraban que se pensaba demasiado la respuesta a una pregunta antes de contestar. Su pereza iba a más: no practicaba deporte, rechazaba las órdenes que le daban y no conseguía aprender nada de memoria. Uno de los profesores del instituto le dijo que no llegaría a nada en la vida.
Afortunadamente estuvo rodeado de personas que, como su padre cuando le regaló la brújula, le incitaron el amor por la curiosidad. Su madre, Pauline, le enseñó a tocar el violín, mientras que su tío Jacob le enseñó las nociones básicas de álgebra. Además, Jacob motivó a su sobrino realizando experimentos en un taller que montaron juntos.
Quizá por esa desidia, Einstein abandona el colegio a los 15 años: despreciaba ese ambiente que no le permitía saciar su curiosidad. Ni siquiera tuvo mejor suerte con los exámenes de acceso a la Escuela Politécnica de Zúrich, con 16 años, aunque consiguió aprobarlos un año después.
Pero tampoco en esta institución fue capaz de quitarse la etiqueta de vago mientras estudiaba Física. Precisamente su profesor de Matemáticas lo llamó nada más y nada menos que “perro vago”. Fue el último de su promoción y, cuando terminó los estudios, se convirtió en el único que no recibió una oferta de empleo.
Con 23 años, dos años después de graduarse, sus amigos le encontraron un trabajo en la oficina de patentes de Berna (Suiza). Un puesto ideal para dar rienda suelta a su amor por la ciencia, ya que hacía las tareas diarias en apenas dos horas y dedicaba el resto de la jornada a este menester. Gracias al tiempo que le dedicaba, en apenas tres años formuló su famosa teoría de la relatividad especial, que entre otras muchas cosas demuestra que la relación espacio/tiempo no es constante en todo el universo, como se expone en la paradoja de los gemelos.
Sin embargo, este es uno solo de los muchos descubrimientos que hizo. Para entonces, ya no no tenía nada que ver con el bebé vago que se negaba a andar. Una brújula, la animadversión hacia la educación reglada y la curiosidad lo convirtieron en todo un genio. Ya lo decía él: “No tengo ningún talento especial. Solo soy especialmente curioso”.

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