Einstein: de perezoso al mas grande genio de la historia
A los niños un poco vagos no les suelen gustar los estudios, pero eso no
impide que dentro de ellos pueda esconderse todo un genio. Albert
Einstein, uno de los mayores científicos de la historia, es el ejemplo
perfecto. Aunque él fue uno de esos niños con pocas ganas de aprender lo
más básico, al crecer comenzó a tener un gran interés por conocer cosas
y, poco a poco, fue deshaciéndose de la pereza que lo poseía. Solo
había que encontrar los estímulos necesarios: todo empezó nada más y
nada menos que con una brújula.
Mientras la mayoría de los bebés ya están gateando y dando sus primeros
pasos cuando rondan el año de edad, al pequeño Albert no le parecía
agradar la idea de empezar a ponerse a andar. No fue lo único en lo que
demostró ser un poco más lento de lo normal: hasta los dos años no se
puso a usar palabras. El pequeño Einstein lo tenía todo para preocupar a
sus familiares. Lentitud para aprender a andar, sin dotes para la
conversación… ¿Qué sería lo próximo?
Sin embargo, cuando tenía cinco años, se produciría el acontecimiento
con el que se comenzó a forjar al gran científico. A esa edad, Einstein
estuvo en cama, enfermo. Para darle ánimos, su padre le regaló una
brújula. Aquella era la primera vez que el joven Einstein veía un
artefacto tan prodigioso: pusiera donde pusiera la brújula, su aguja
siempre señalaba al mismo lugar.
Sorprendido, el pequeño preguntó cómo funcionaba. Pero que alguien le
explicara los campos magnéticos no le valía. Él quería verlo con sus
propios ojos: ¿esos campos se podían ver y oír?
Aquel regalo le despertó la curiosidad por la lectura y el
funcionamiento de las cosas. Gracias a uno de esos libros que leyó ya
con 15 años, se preguntó cómo sería montar sobre un rayo de luz y
‘navegar’ subido a él por el espacio exterior. Sería una de las primeras
de tantas preguntas que intentaría resolver a lo largo de su vida y que
luego estaría incluida en su aportación a la ciencia más conocida.
Sin embargo, esta curiosidad no sirvió para que Einstein dejara de ser
un perezoso. Al menos, durante un tiempo. En el colegio demostró su
maestría con las matemáticas, pero no parecía tan trabajador en materias
como Química o Francés. Los profesores veían al joven como un alumno
lento, demasiado lento, hasta el punto de que consideraban que se
pensaba demasiado la respuesta a una pregunta antes de contestar. Su
pereza iba a más: no practicaba deporte, rechazaba las órdenes que le
daban y no conseguía aprender nada de memoria. Uno de los profesores del
instituto le dijo que no llegaría a nada en la vida.
Afortunadamente estuvo rodeado de personas que, como su padre cuando le
regaló la brújula, le incitaron el amor por la curiosidad. Su madre,
Pauline, le enseñó a tocar el violín, mientras que su tío Jacob le
enseñó las nociones básicas de álgebra. Además, Jacob motivó a su
sobrino realizando experimentos en un taller que montaron juntos.
Quizá por esa desidia, Einstein abandona el colegio a los 15 años:
despreciaba ese ambiente que no le permitía saciar su curiosidad. Ni
siquiera tuvo mejor suerte con los exámenes de acceso a la Escuela
Politécnica de Zúrich, con 16 años, aunque consiguió aprobarlos un año
después.
Pero tampoco en esta institución fue capaz de quitarse la etiqueta de
vago mientras estudiaba Física. Precisamente su profesor de Matemáticas
lo llamó nada más y nada menos que “perro vago”. Fue el último de su
promoción y, cuando terminó los estudios, se convirtió en el único que
no recibió una oferta de empleo.
Con 23 años, dos años después de graduarse, sus amigos le encontraron un
trabajo en la oficina de patentes de Berna (Suiza). Un puesto ideal
para dar rienda suelta a su amor por la ciencia, ya que hacía las tareas
diarias en apenas dos horas y dedicaba el resto de la jornada a este
menester. Gracias al tiempo que le dedicaba, en apenas tres años formuló
su famosa teoría de la relatividad especial, que entre otras muchas
cosas demuestra que la relación espacio/tiempo no es constante en todo
el universo, como se expone en la paradoja de los gemelos.
Sin embargo, este es uno solo de los muchos descubrimientos que hizo.
Para entonces, ya no no tenía nada que ver con el bebé vago que se
negaba a andar. Una brújula, la animadversión hacia la educación reglada
y la curiosidad lo convirtieron en todo un genio. Ya lo decía él: “No
tengo ningún talento especial. Solo soy especialmente curioso”.
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