EN SU 105 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO. ¡JUAN BOSCH UN HOMBRE DE SIEMPRE!
A continuación presentaremos la
historia de un conflicto entre la República Dominicana y
la República de Haití, precisamente en el gobierno del Profesor
Juan Bosch,en el año 1963. El conflicto pudo devenir en una guerra entre
los dos Estados,pero que sea el propio Profesor Juan Bosch que nos narre los
pormenores de esa historia. Antes de entrar en materia para referirse al
caso, hace a modo de introducción un bosquejo de la historia del origen
del pueblo haitiano.
TOMADO
DEL CAPITULO XVII DEL LIBRO: “CRISIS DE LA DEMOCRACIA
DE AMÉRICA EN LA REPÚBLICA DOMINICA”
XVII– EL CONFLICTO CON HAITÍ
Hoy se le llama a
Cuba la “Perla de las Antillas”; ese sobrenombre, sin embargo, había sido
originalmente dado a la isla Española, antigua Santo Domingo o Saint-Domínguez.
En realidad, la
altura de sus montañas, la densidad y la riqueza de sus bosques, la abundancia
de aguas, la extensión, el número y la asombrosa fertilidad de sus valles
justificaba que se le llamara así. Fue un hecho político lo que la degradó a
los ojos de los viajeros y los estudiosos; y ese hecho político consistió en la
división de la isla en dos países de historia, lengua y origen diferentes:
Haití y la República Dominicana.
Cuando la isla quedó
dividida, dejó de llamarse la “Perla de las Antillas”.
La presencia de Haití
en la parte occidental de la isla Española equivalió a una amputación del
porvenir dominicano. Lo que era el porvenir visto desde mediados del siglo XVI
es, en la segunda mitad del siglo XX, un pasado de más de trescientos años.
Así, los dominicanos no podemos escribir nuestra historia ignorando ese pasado,
pues todo el curso de la vida de nuestro pueblo en las tres últimas centurias
ha sido configurado por ese hecho: la existencia de Haití al lado nuestro, en
una isla relativamente pequeña.
La existencia del
Pueblo dominicano fue el resultado de la expansión española hacia el oeste; la
de Haití, el resultado de las luchas de Francia, Inglaterra y Holanda contra el
imperio español. De manera que al cabo de los siglos, los dominicanos somos un
pueblo amputado a causa de las rivalidades europeas. Nuestra amputación no se
refiere al punto concreto de que una parte de la tierra que fue nuestra sea
ahora el solar de otro pueblo; es algo más sutil y más profundo, que afecta de
manera consciente o inconsciente toda la vida nacional dominicana. Los
dominicanos sabemos que a causa de que Haití está ahí, en la misma isla, no
podremos desarrollar nunca nuestras facultades a plena capacidad; sabemos que
un día u otro, de manera inevitable, Haití irá a dar a un nivel al cual viene
arrastrándonos desde que hizo su revolución. En aquellos años finales del siglo
XVIII y los primeros del siglo XIX, nadie quiso invertir un peso en
desarrollar, por ejemplo, la industria azucarera dominicana, por miedo a las invasiones
de Haití. El azúcar y el café de Haití habían dejado de fluir a los mercados de
Europa y de los Estados Unidos, y aunque ninguna tierra era más apropiada para
producirlos que la de Santo Domingo, los capitales para suplir la producción
haitiana prefirieron ir a Cuba. El desarrollo de Cuba comenzó entonces; en
cambio, el de nuestro país se estancó, primero, y descendió luego, pues la
gente más capaz y más acomodada económicamente abandonó la parte española de la
isla por miedo a la revolución haitiana.
La isla Española
tenía frente a su costa noroccidental una pequeña isla adyacente, La Tortuga;
el Gobierno colonial español abandonó La Tortuga porque le era costoso en
hombres y en dinero defenderla de incursiones inglesas y francesas, y así fue
como La Tortuga pasó a manos de piratas franceses y más tarde a manos del
Gobierno francés. Desde La Tortuga, poco a poco, los blancos franceses fueron
acomodándose en los pequeños valles fértiles de la parte norte del oeste de la
Española; fueron llevando esclavos y organizando plantaciones de caña y de
índigo, de manera que cuando España vino a darse cuenta, ya había en su colonia
una población de franceses que se consideraban por derecho de conquista colonos
franceses, parte del imperio colonial de Francia, sin deber de obediencia al
Gobierno español. Al principio, esa colonia francesa de facto se llamaba
Saint-Domínguez; después pasó a llamarse Haití. Al principio, España la dejó
estabilizarse por indolencia; después, tuvo que reconocer su existencia, y al cabo,
en el siglo XVIII, debilitada por su continuo guerrear en Europa, España
admitió que Haití era de derecho colonia de un poder extranjero.
He contado con
ciertos detalles lo que pasó en la colonia de Haití cuando los esclavos se
rebelaron contra sus amos a consecuencia de la agitación que produjo en la
colonia la Revolución Francesa; lo hice en mi libro Trujillo: causas de una
tiranía sin ejemplo. No voy, pues, a repetirme; pero sucintamente explicaré que
de esa rebelión surgió, al comenzar el siglo XIX, la República de Haití, y que
ésta tenía ya dieciocho años de vida cuando los dominicanos se declararon
independientes de España y protegidos de Colombia.
Menos de dos meses
después de esa acción política dominicana, los ejércitos de Haití cruzaron la
frontera y extendieron su gobierno a toda la isla. Así se explica por qué la
República Dominicana, establecida en 1844, surgió en guerra contra Haití y no
contra España, que había sido su metrópoli original.
Esa guerra, que en la
historia dominicana se conoce con el nombre de “guerra de independencia”
—aunque en los días en que se llevaba a cabo se llamaba, con mayor propiedad,
“de separación”— fue la culminación de una lucha larga, que se había iniciado
desde el siglo XVII, que se mantuvo prácticamente todo el siglo XVIII, y que
tuvo a principios del siglo XIX páginas sombrías con las invasiones de
Toussaint, de Dessalines y de Cristóbal. Los dominicanos, pues, formaron su
sentimiento nacional peleando, primero contra los franceses de la región
occidental, y después contra sus herederos, los haitianos.
Me veo en el caso de
repetir ahora lo que dije en mi libro sobre Trujillo acerca de la revolución
haitiana: ha sido la única revolución en la historia moderna que fue a la vez
guerra de independencia —de colonia contra metrópoli—, guerra social —de
esclavos contra amos— y guerra racial —de negros contra blancos—. La violencia
de esas tres guerras en una resultó devastadora; en términos absolutos, no
relativos, los antiguos esclavos destruyeron toda la riqueza acumulada en Haití
durante la colonia, y esa riqueza era mucha. Sin embargo —y esto no lo dije en
aquel libro porque estaba haciendo el análisis de un problema dominicano, no
haitiano— sucede que en cierta medida, el aspecto destructor de la revolución
haitiana ha sido continuo; de hecho, Haití ha seguido, a lo largo de su vida
independiente, en guerra constante contra todo núcleo humano y social que
pudiera convertirse, por cualquier vía, en sustituto de los colonos franceses.
Esa especie de guerra
social perpetua, que en su origen fue de negros contra blancos —debido a que
los negros eran los esclavos y los blancos los amos—, derivó después hacia la
matanza de los mulatos y se ha conservado como lucha sin cuartel de los negros
contra los mulatos. Las carnicerías de los tiempos de Soulouque, en que los
mulatos eran las víctimas, encogen el ánimo del que estudia la historia de
Haití. Ahora bien, sucede que los mulatos eran los que —tal vez por ser hijos
de blancos, y por tanto disponían de más medios— se preparaban para ser
burócratas, comerciantes, profesionales; formaban élites que al principio no
tenían sustancia económica pero que al final adquirían bienes, con lo cual
amenazaban convertirse en minorías con poder económico. Al mismo tiempo que
esas matanzas, con sus naturales consecuencias de inestabilidad política,
retardaban el desarrollo del país, los gobernantes usaban el poder para hacer
negocios, para enriquecerse y sacar dinero hacia Europa o —más recientemente—
hacia Estados Unidos; de donde resultaba que se expoliaba a un pueblo pobre, se
le robaba a la miseria. Y al tiempo que eso iba sucediendo década tras década,
la población haitiana crecía, su tierra se erosionaba, los medios del Estado
eran cada vez menos de los que se necesitaban para darle al Pueblo educación y
salud. Fue así como de manera natural, como rueda una bola por un plano
inclinado, Haití vino a caer bajo la tiranía de François Duvalier, quien tenía
ya años gobernando cuando se estableció en la República Dominicana el régimen
democrático que me tocó presidir.
Duvalier corresponde
a un tipo psicológico que se halla en las sociedades primitivas; el hombre que
a medida que va adquiriendo poder de cualquier clase va llenándose por dentro
de una soberbia que lo transforma día a día físicamente, lo envara, le da
insensiblemente la apariencia de un muñeco que se yergue y se yergue hasta que
parece que va a caerse de espaldas o que va a volar; al mismo tiempo, los
párpados bajan, la mirada se torna fría y adquiere un brillo como de
hechicería, el rostro se inmoviliza gradualmente y la voz va haciéndose cada
vez más imperativa y sin embargo más baja y escalofriante. En esos seres, la
conciencia del poder se traduce en transformaciones físicas; crean en torno
suyo una atmósfera que es como una emanación de brujos, y como sucede que a
esos cambios van correspondiendo otros en el seno de su alma, mediante los
cuales se hacen gradualmente insensibles a todo sentimiento humano hasta llegar
a ser puros receptáculos de pasiones sin control, esos hombres acaban siendo
peligrosos porque se niegan a aceptar que son simples seres humanos, mortales y
falibles, y no delegados vivos de las oscuras fuerzas que gobiernan los mundos.
El que desee
comprobar la verdad de lo que acabo de decir no tiene sino que tomar una
fotografía de François Duvalier hecha en 1955, por ejemplo, y otra hecha
en 1964. Son dos hombres diferentes, versión haitiana de los dos Dorian Gray de
Oscar Wilde.
En el lado sur de la
frontera que divide a la República Dominicana de Haití se ven de tarde en tarde
tipos a lo Duvalier; labriegos que eran gente corriente y moliente hasta la
hora en que se sintieron poseídos por un poder que ellos llaman “religioso”, y
empezaron a dictar recetas, a recomendar curaciones, a crear ritos propios, y
con ello comenzaron a cambiar de aspecto hasta convertirse en estampas de
caudillos de pueblos de la selva. Son locos con poderío, como en un nivel más
alto lo fue Hitler.
Ignoro debido a qué,
tan pronto resulté electo Presidente, Duvalier resolvió matarme. Tal vez
soñó conmigo e interpretó el sueño como una orden de quitarme la vida; quizá en
un acceso de hechicería vudú uno de sus espíritus protectores le dijo que yo
sería su enemigo. Es el caso que escogió un antiguo agente del espionaje de
Trujillo, que había sido Cónsul de Haití en Camagüey —Cuba— y le encargó mi
muerte. Durante toda la campaña política, yo no me había referido ni una sola
vez a Duvalier. La Unión Cívica hizo varias declaraciones acerca de su tiranía,
y si no recuerdo mal el doctor Fiallo se refirió también a él. Pero yo no lo
hice porque no me parecía prudente meter en Santo Domingo problemas ajenos y
además, porque si yo resultaba elegido Presidente de la República, no era
cuerdo que llegara a esa posición comprometido en el orden internacional por
declaraciones hechas al calor de la campaña política. Yo no me había ganado,
pues, enemistad de Duvalier; era gratuita, aunque debe presumirse que de origen
extrahumano. Por todo lo que he dicho acerca de la actitud del Pueblo
dominicano en relación con la existencia de Haití, y por lo que he relatado
brevemente sobre las largas hostilidades entre dominicanos y haitianos, debe
presumirse cuál fue la reacción de los dominicanos cuando de buenas a primeras
llegó a Santo Domingo, dada a través de una estación de radio, la noticia de
que fuerzas policíacas de Duvalier habían asaltado el local de nuestra embajada
en Puerto Príncipe, capital de Haití. En una hora, el Pueblo estaba agitado,
los partidos políticos se reunían, las estaciones de radio lanzaban boletines
al aire y al Palacio Nacional llegaban montones de telegramas denunciando la
agresión.
Hacía algunas semanas
que en Haití se producían actos de terrorismo contra el Gobierno de Duvalier;
éste había solicitado el retiro de la misión militar norteamericana; altos
jefes militares eran depuestos y encarcelados; un señor Barbot, que había sido
el fundador de la milicia armada de Duvalier —los tonton macutes, asesinos
tenebrosos— daba asaltos aquí y allá, en los alrededores de Puerto Príncipe;
civiles y militares perseguidos se asilaban en las representaciones
diplomáticas de la América Latina, y la dominicana tenía varios asilados.
Un día llegó a la
embajada de nuestro país un teniente haitiano de apellido Benoit y pidió asilo,
que se le concedió, desde luego; al día siguiente, los hombres de Barbot
dispararon contra el automóvil de Duvalier, que llevaba a los hijos del
dictador a la escuela. La respuesta de Duvalier fue instantánea: mandó asaltar
la Embajada dominicana y al mismo tiempo sus matones entraron en la casa de la
familia de Benoit, dieron muerte a todos los que había allí —incluyendo la
madre de Benoit y una niña— y quemaron la vivienda. Duvalier, pues, había
agredido a la República Dominicana en su representación diplomática.
Ese día era domingo,
y si no recuerdo mal, estábamos a principios de mayo. De súbito comenzaron a
llegar noticias que daban indicios de que Duvalier tenía un plan: familiares de
Trujillo estaban arribando a Haití, guardias haitianos armados rodeaban la
Embajada dominicana, los correos diplomáticos dominicanos habían sido detenidos
antes de llegar a la frontera, el Cónsul nuestro en la villa fronteriza de
Belladere, estaba preso.
En la noche hablé por
radio y televisión y denuncié ante el Pueblo todos esos actos de locura que
estaba realizando Duvalier, y mientras en la Cancillería se trabajaba
redactando cables a Puerto Príncipe y a la OEA y notas para la prensa, yo
elaboraba, después de haber hablado, un plan de acción que podía librar a
haitianos y a dominicanos de los peligros que podía desatar sobre ambos países
un gobernante que no estaba en sus cabales. El plan era simple y no costaría
una gota de sangre: la República Dominicana movilizaría tropas y las
concentraría en la frontera del sur, en el punto más cercano a la capital de
Haití, y la movilización se haría en tal forma que diera la impresión indudable
de que esas fuerzas iban a avanzar por Haití; una vez creado el clima adecuado,
la aviación militar dominicana volaría sobre Puerto Príncipe y dejaría caer
hojas sueltas en francés pidiendo al Pueblo de la capital vecina que evacuara
los alrededores del Palacio Presidencial, porque los aviones dominicanos iban a
bombardear en un plazo de horas. Yo estaba seguro de que, dado el estado de
agitación que había en Haití y la preparación del ambiente que estábamos
haciendo en Santo Domingo, Duvalier huiría sin que hubiera necesidad de
disparar un tiro.
Pero este plan tenía
un punto débil: yo no podía confiárselo a nadie, ni siquiera a los jefes
militares que iban a participar en él. Si le decía a alguien que todos los
movimientos dominicanos serían aparentes, que no íbamos a llegar a la guerra,
no tardaría en saberse, y había que contar con la irresponsabilidad de la
mayoría de los líderes de la llamada oposición; uno de ellos, tal vez dos,
quizás tres, se plantarían, con toda seguridad, frente a un micrófono y me
acusarían de comediante y denunciarían el plan. De hecho, en medio de la
crisis, uno de esos líderes dijo que todo aquello lo había inventado yo porque
quería figurar en la historia como el conquistador de Haití, valiente
majadería, pues el día que los dominicanos hagan la conquista de Haití —si ello
fuere posible alguna vez— lo que harían sería comprar a precio alto los
problemas de Haití para sumarlos a los problemas dominicanos.
Los campesinos
dominicanos dicen, cuando algo no está completamente terminado, que “falta el
rabo por desollar”, con lo cual aluden al rabo del cerdo muerto, y en el caso
de mi plan había un rabo por desollar: ¿qué podía suceder si el dictador
haitiano no emprendía la fuga? No había sino una respuesta: las tropas
dominicanas debían avanzar sobre Haití; pero avanzar poco, unos kilómetros, lo
suficiente para dar la sensación de que iban a atacar de veras. Yo estaba
seguro de que la población haitiana de la región fronteriza no haría
resistencia; si se hacía indispensable, la aviación dispararía dos o tres
bombas en sitios donde no causaran bajas.
En ese punto, ocurrió
un misterio: los generales dominicanos llegaron a decirme que los camiones del
ejército no tenían repuestos de llantas, que no estaban en condiciones de
transportar las tropas. ¿Quién les había aconsejado que usaran esa coartada?
Hasta la noche antes habían estado muy entusiasmados con la movilización, y de
pronto, “los camiones militares no servían”.
El embajador Martin
fue a verme, alarmado, y era la primera vez que le veía alarmado. La
posibilidad de una guerra domínico-haitiana lo había inquietado, sin duda
porque había inquietado al Departamento de Estado. En esos mismos momentos,
Moscú, Pekín, La Habana y el MPD en Santo Domingo me acusaban de ser un muñeco
en manos del “imperialismo yanqui” para agredir a Haití. La situación era
tristemente cómica, pues era precisamente el llamado “imperialismo yanqui” el
que obstaculizaba la decisión dominicana de resolver el problema haitiano.
De pronto, unos días
después, el embajador Martin me visitó en mi casa para decirme que su Gobierno
esperaba en pocas horas la salida de Duvalier de Haití; me dijo que ya estaba
en el aeropuerto de Puerto Príncipe un avión de la KLM en el cual Duvalier
viajaría hasta Idlewild, de ahí a Amsterdam y de Ámsterdam a Argelia, donde Ben
Bella le había ofrecido asilo. Le expresé mis dudas al embajador Martin.
“Duvalier no se va”,
le dije; él me aseguró que sí. Durante el día me visitó otra vez, en la noche
me telefoneó dos veces para mantenerme informado de lo que estaba sucediendo en
Haití; por la mañana fue a verme a las cinco, convencido de que Duvalier se
iría. En todos los casos le respondí lo mismo: “No se va”. Y no se fue.
Pocos días después,
por un cubano exiliado me enteré de que en una zona militar, en el interior del
país, oficiales dominicanos estaban entrenando haitianos. ¿Cómo era posible que
estuviera haciéndose tal cosa sin mi conocimiento?
Llamé al Ministro de
las Fuerzas Armadas, lo interrogué, me dijo que era verdad y le ordené disolver
el campamento.
Una cosa era librarse
de Duvalier en una coyuntura favorable, a la luz del sol, como debe operar
siempre una democracia, y otra cosa era preparar fuerzas de haitianos para
lanzarlos a una invasión; esto último era violar el principio de no
intervención, lo cual podía quitarnos autoridad si en esa hora convulsa del
Caribe algún Gobierno decidía hacer lo mismo con nosotros. A partir de ese
momento, decidí esperar una oportunidad propicia para buscarle solución al
problema que planteaba la presencia de Duvalier en el Gobierno de Haití.
Sin embargo, he aquí
que un buen día, al leer la prensa en las primeras horas de la mañana me enteré
de que el general León Cantave había invadido Haití por la costa norte.
El general Cantave
había estado a verme para pedirme ayuda y yo le había respondido que el
Gobierno dominicano no podía hacerlo. ¿De dónde salió la expedición de Cantave;
quién la armó, quién la respaldó? Eso era un misterio que debía aclararse. Hice
una reunión de jefes militares, les interrogué sobre todas las posibilidades
que se me ocurrían; pedí detalles acerca de los tipos de armas que usó Cantave.
Nadie sabía nada. De acuerdo con sus informes, Cantave no había salido de
territorio dominicano, no había recibido la menor ayuda de las fuerzas armadas
dominicanas, y en los depósitos dominicanos no había armas similares a las que
había llevado Cantave a Haití.
Algo andaba mal. Si
el general Cantave no había salido de Santo Domingo, había salido de alguna de
las islas vecinas —Las Bahamas, de bandera inglesa—, y si había salido de esas
islas, ¿quién lo ayudaba? Le hice la pregunta, de manera abierta, al embajador
Martin. Me respondió que él no sabía, que su Gobierno no sabía, pero que
algunos de sus ayudantes presumían que Cantave había contado con la ayuda de
Venezuela. Eso me pareció imposible; primero, porque el presidente Betancourt
tenía encima las guerrillas comunistas y no iba a autorizar, con esa acción, un
acto parecido al de Fidel Castro contra su Gobierno; segundo, porque si
Betancourt hubiera tenido que ver en la invasión de Cantave, me lo hubiera
hecho saber. “¿Hay en la Florida algún lugar que se llame Venezuela?”, le
pregunté riendo al embajador Martin. “No, no lo hay”, respondió él, riendo
también.
Pocos días antes del
golpe de Estado, quizá tres días antes, me hallaba en mi despacho del Palacio
Presidencial cuando a eso de las seis de la mañana me dijo el jefe de los
ayudantes militares que los haitianos estaban atacando Dajabón, villa
dominicana en la frontera del norte. Efectivamente, en las calles de Dajabón
caían balas que procedían del lado haitiano, de la Villa de Juana Méndez
—Ouanaminthe, en el patois de Haití—, que queda frente a Dajabón, a menos, tal
vez, de dos kilómetros. Cuando la situación se aclaró, unas horas después, se
supo la verdad: el general Cantave había entrado en Haití de nuevo y había
atacado la guarnición de Juana Méndez.
El combate fue
bastante largo, con abundante fuego de fusilería y de ametralladoras. ¿De dónde
había sacado Cantave, otra vez, armas y municiones?
Al día siguiente, con
asombro de mi parte, vi en la prensa una foto de Cantave en un cuartel de
Dajabón. Había cruzado la frontera, como la habían cruzado otros haitianos,
algunos de ellos heridos; pero Cantave estaba vestido como quien iba a un baile
de gala, no como quien llegaba de un combate; y eso indicaba que el general
haitiano tenía ropa en Dajabón o en algún lugar cercano. Por primera vez, mis
sospechas hallaban un hilo que podía seguirse hasta dar con el ovillo. Hice
llamar al Ministro de Relaciones Exteriores y al de las Fuerzas Armadas. “Tenga
la bondad de solicitar de la OEA que envíe una comisión para que pruebe sobre
el terreno que la agresión a Haití no partió de la República Dominicana”, le
dije al primero.
¿Tuvo esa decisión
alguna parte en el golpe de Estado?
A menudo pienso que
sí; pues si la OEA investigaba —y mi plan era que investigara a fondo— yo
llegaría a saber qué mano oculta manejaba los hilos de una intriga que nos
ponía en ridículo como Gobierno, que restaba autoridad al Presidente de la
República, el responsable ante el país y ante los organismos internacionales de
la política exterior dominicana, y que nos exponía a los dislates de un tirano
que era capaz de todo.
Espero que
algún día se aclare el misterio en que están envueltos los repetidos y extraños
incidentes domínico haitianos de 1963
No hay comentarios:
Publicar un comentario