MORAL Y LUCES

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jueves, 21 de noviembre de 2013

Cuento de Juan Bosch: La muchacha de La Guaira

La muchacha de La Guaira

El primer oficial tuvo razón al pensar que un asunto de tal naturaleza debía ser comunicado al capitán, pero el capitán no la tuvo cuando dijo las estúpidas palabras con que más o menos dejó cerrado el episodio. Esas palabras no tenían sentido. Veamos los hechos tal como se produjeron, y eso nos permitirá apreciar el caso en todos sus aspectos.


El “Trodheim”, de bandera panameña, aunque en verdad era un barco noruego, entró en La Guaira ese día a las diez de la mañana; a las ocho de la noche había cuatro hombres de la tripulación perdidamente borrachos en los cafetines del puerto, uno detenido por riña y varios más bebiendo. Los venezolanos llaman “botiquines” a los ba­res; en uno de esos botiquines, prácticamente echada sobre una pe­queña mesa, con la barbilla en los antebrazos y los oscuros ojos muy abiertos, había una joven de negro pelo, de nariz muy fina y tez do­rada. Por entre las patas de la mesa podía preciarse que tenía piernas bien hechas, pero Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trodheim”, no estaba en condiciones de demostrar que le interesaba la dueña de esas piernas. Contó tres hombres de su barco bebiendo en ese boti­quín, y él sabía que no tardaría en haber escándalo; y era a él a quién le tocaría después entenderse con el capitán del puerto, ver a los agentes de los armadores, al cónsul de Panamá y a quién sabe cuánta gente más para obtener órdenes de libertad, pagar multas o enrolar nuevos tripulantes, si era del caso, todas las cuales podían ser consecuencias de esas bebentinas desaforadas. Hans Sandhurst, pues, pre­fería no fijarse en la muchacha de las bellas piernas.

Desde la ventana junto a la cual estaba sentado podía volver la vista hacia el puerto y ver allá abajo su barco, a la luz de la luna, casi perdido entre muchos más, con los amarillos mástiles brillando y la blanca línea en lo alto de las chimeneas. Enclavada entre el mar y los Andes, La Guaira apenas tendrá unos veinte metros de tierra plana natural, y desde el mar la ciudad se ve como un hacinamiento de pequeñas casas blancas trepadas una sobre la otra, destacándose sobre el fondo rojo de la montaña. El Caribe espejeaba bajo la luna, hasta perderse en una lejana línea de verde azul tan claro como el cielo de esa noche. Hans Sandhurst, que de sus cuarenta años había pasado casi diez, intermitentemente, viviendo entre Cartagena, Panamá y Jamaica, amaba ese mar, tan inestable y, sin embargo, tan cargado de vitalidad. Tres veces había fracasado en negocios y otras tantas había tenido que volver a su antigua carrera. Pero no sería extraño que probara de nuevo, quizá para dedicarse al corte de cedro en Cos­ta Rica, o a la pesca del camarón en Honduras, en cuyas costas abundaba ese crustáceo según le asegurara en Hamburgo hacía poco el capitán de un barco italiano. Se embebió Hans Sandhurts durante un rato en la contemplación de la pulida y brillante superficie de agua, en sus tonos verde azules, y cuando alzó su vaso de ron lo halló vacío. Se volvió, pues, para pedir más, y ya no estaban allí los tripu­lantes del “Trodheim”. El segundo oficial los buscó con los ojos, moviendo la cabeza en todas direcciones. Entonces fue cuando la muchacha le sonrió...   Ver mas


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