MORAL Y LUCES

MORAL Y LUCES

viernes, 29 de junio de 2012

JUAN BOSCH :TUTUMPOTES VERSUS HIJOS DE MACHEPA


JUAN BOSCH: TUTUMPOTES, BALAGUER Y LOS CIVICOS.

El día de mi llegada a Santo Domingo los jóvenes del barrio de Ciudad Nueva se batían con la policía. Esos jóvenes eran catorcistas, comunistas, emepedeístas o no pertenecían a ningún grupo, pero formaban la vanguardia de acción directa de la Unión Cívica, y peleaban contra la policía porque pensaban que la lucha nacional debía llevarse a cabo en el terreno político.

Ninguno de ellos creía que la solución de los problemas debía buscarse en el campo económico y social. En cambio, los jóvenes de los barrios altos, de Gualey y Guachapita, hijos de obreros y de sin trabajo, corrieron a rodear el automóvil en que yo iba —y a empujarlo cuando el motor dejó de funcionar a la altura del Puente Duarte—, mientras gritaban con un ritmo monótono: “Ya llegó Juan Bósch, ya esto se acabó”.

¿Qué era lo que ellos querían que se acabara?

La miseria y la desesperanza a que los tenía sometidos la familia Trujillo.

A los ojos de aquellos que no sabían ver en el fondo de los acontecimientos las fuerzas que los guían, el trujillismo parecía incólume. Pero no era así porque no podía haber trujillismo sin Trujillo.

Sin embargo era tanta la ceguera de los políticos dominicanos, que cuando la tarde de mi llegada y en los días sucesivos dije y repetí que a los Trujillo les quedaban no más de seis semanas de poder —“entre tres y seis semanas”, era mi expresión—, hasta mis compañeros en la dirección del PRD pensaron que yo estaba viendo visiones. Ramfis abandonó el país el 18 de noviembre y el 19, esto es, un mes después de mi llegada a la República Dominicana, comenzó el desfile de sus tíos y familiares hacia el destierro. Yo no había estado viendo visiones.

En las cuatro semanas que pasaron entre mi llegada al país y la salida de los Trujillo, la clase media dominicana vivió en un estado de agitación perpetua; pero la masa popular, y especialmente los barrios pobres de las ciudades, no tomaron parte en ella. 

En suma, Unión Cívica Nacional actuó de tal manera y con tanta persistencia y habilidad, que cuando llegó la hora de la liquidación de la familia Trujillo el odio contra Balaguer había sido inducido en la alta y la mediana clase media y en un sector importante de la pequeña clase media, y el resultado de ese odio era que esos grupos sociales reclamaban un cambio inmediato, pero un cambio de hombres, un cambio superficial. En pocos meses se había pasado del trujillismo al fiallismo, de un caudillaje a otro caudillaje. Se pensaba que los males del país no eran del sistema sino de los hombres, y la clase media tenía la impresión de que al cambiar el hombre Balaguer por otro hombre que fuera cívico, todo cambiaría favorablemente.

La situación era en verdad difícil. Ante el vacío dejado por Ramfis, la conmoción en los cuarteles era inevitable, y nadie sabía —ni aun el doctor Balaguer, que era Presidente de la República— quién saldría de esa conmoción convertido en líder militar; nadie podía saber si ese nuevo líder militar arrasaría con el poder civil, si le entregaría el poder a la UCN, si lo retendría para sí.

Todo era posible, y nos hallábamos prácticamente sin medios para hacer frente a lo que se presentara. Tal vez teníamos ante nosotros la última oportunidad de hacer una revolución; pero las masas no organizan, no dirigen ni desatan revoluciones. Las revoluciones son organizadas y dirigidas por minorías, y en estos años de la América Latina, las revoluciones son iniciadas y dirigidas por la juventud de la clase media.

De esa hora confusa surgió convertido en líder militar el jefe de la base aérea de Santiago, el general Pedro Rafael Rodríguez Echavarría, y Rodríguez Echavarría reconoció como Presidente de la República al doctor Joaquín Balaguer.

La República se había quedado atrás no sólo los treintaiún años de la tiranía, sino muchos más. En varios aspectos  se vivía en pleno siglo XIX, sólo que con los problemas del siglo XX; y según pude alcanzar a comprobar más tarde, había gente que vivía en el siglo XVIII.

El país necesitaba una revolución para situarse por lo menos en el siglo XX; no una revolución a la cubana de Fidel Castro, pero sí una a la cubana de Grau San Martín; una revolución que nos permitiera avanzar en pocos meses siquiera al punto que había alcanzado Venezuela en 1945, hubiera sido casi un sueño.

Rodríguez Echavarría había reconocido a Balaguer como Presidente de la República y eso determinó el enfrentamiento de Unión Cívica con él. A partir del 19 de noviembre de 1961, la UCN dedicaría todas sus fuerzas a derrocar conjuntamente a Balaguer y a Rodríguez Echavarría. 
Rodríguez Echavarría tenía una inclinación franca a la justicia social. No sabía cómo hacerla, pero sentía la necesidad de hacerla. Era tosco y violento, pero no tanto que no pudiera ser conducido en dos puntos: su instinto de justicia social y su sentimiento nacionalista. 

La juventud catorcista se colocó frente a él porque esa juventud seguía la línea política de UCN; sin embargo Rodríguez Echavarría se sentía inclinado al catorcismo. Desde luego, era un típico “guardia”, con todos los resabios de su  profesión. Había iniciado su carrera como guardia raso y por su origen popular era anticívico. Como a toda la masa del Pueblo, el instinto le hacía repudiar a esa casta de “primera” que surgía de entre las ruinas del trujillato queriendo apoderarse de los mandos del país.

A partir del 19 de noviembre la presión para sacar del poder a Balaguer y a Rodríguez Echavarría fue creciendo día a día. La representación norteamericana trabajaba abiertamente en esa dirección. Arturo Morales Carrión, Subsecretario de Estado para la América Latina, pasó a vivir en la Embajada de los Estados Unidos; los doctores Jordi Brossa, Donald Reíd Cabral, Luis Manuel Baquero, y en general los hombres claves en la Unión Cívica, visitaban con tanta frecuencia la Embajada que parecían haberse mudado en ella. 

El Departamento de Estado necesitaba tener bajo control los acontecimientos dominicanos; que en una situación inestable en la que iba envuelta la liquidación de la tiranía más dura que recordaba América, con el ejemplo cubano al costado, Washington no quería darse de buenas a primeras con una revolución salida de cauce; y si la fuerza dominante en el país era Unión Cívica, era lógico que controlando a Unión Cívica, el Departamento de Estado podía sentirse tranquilo. Lo que yo no entendía era que una agrupación dominicana se ciñera fielmente a una política dictada por un poder que tenía sus propios fines, y tenía que tenerlos, independientes de los fines que debían buscar los dominicanos.

Los propósitos norteamericanos podían ser legítimos desde el punto de vista de los intereses norteamericanos. Los Estados Unidos son una gran nación, con influencia mundial y obligaciones mundiales, que estaban pasando en ese año de 1961 por la experiencia de haber perdido una gran batalla política y diplomática en un pequeño país antillano llamado Cuba, y no era el caso de perder otra batalla en la República Dominicana. Pero el interés del Pueblo dominicano no era el de los Estados Unidos, como no era el de Rusia ni el de Cuba  ni el de ningún otro país.

El interés del Pueblo dominicano era hallar por sí mismo la respuesta a su propia angustia, hallar su camino hacia la dignidad, la libertad y el bienestar, y ese camino no íbamos a encontrarlo de la mano de los Estados Unidos ni de nadie que quisiera imponer una fórmula que no salía de las entrañas mismas de nuestro pueblo y de su historia. 

no habia edad limite 111Nosotros (…) —como le dije una noche al doctor Morales Carrión— no íbamos a conspirar para derrocar a Balaguer; nosotros creíamos en el Pueblo, y el Pueblo, la gran masa, no tenía vela en ese entierro.

Los comunistas, los emepedeístas, los catorcistas, tuvieron el primer papel en la huelga que se desató en el mes de diciembre, cuya finalidad era el derrocamiento de Balaguer y de Rodríguez Echavarría. El Pueblo, la gran masa popular, no participó en esa huelga; es más, la repudió. El Pueblo no tenía vela en ese entierro. La huelga se había decidido en una reunión a la que fueron invitados el 14 de Junio y el PRD.  Miolán y yo asistimos en representación de nuestro partido.

Esa misma noche la huelga quedó decretada. Por boca mía, el PRD dijo por radio que no apoyaba la huelga, lo cual le ganó al mismo tiempo la simpatía de las grandes masas de los barrios y del campo y el odio a muerte de los cívicos. 

Pero el Pueblo y nosotros nos entendíamos, hablábamos el mismo lenguaje; nosotros teníamos el oído puesto en su corazón, conocíamos sus anhelos y sus angustias. De la huelga de diciembre salió el Partido fortalecido; al terminar ese mes, nuestras afiliaciones pasaban de ciento veinte mil. En cambio, la huelga marcó el punto en que la masa popular, que hasta entonces se había mostrado indiferente a la propaganda de Unión Cívica, comenzó a ser francamente anti cívica.   

Quiere decir que ya en el mes de diciembre comenzaba a hacer efecto la siembra que estaba haciendo el PRD; más propiamente, puede afirmarse que en ese mes comenzaba el Pueblo dominicano a mostrar su perfil en el fondo de los acontecimientos históricos, y si ese perfil seguía definiéndose llegaría el día en que el Pueblo se levantaría a su tamaño natural y comenzaría entonces a hacer la historia nacional. ¿Cuándo sería ese día? No podíamos saberlo, pero estábamos seguros de que la República tendría su amanecer.

En los siete meses transcurridos desde la muerte de Trujillo hasta el 31 de diciembre de 1961, la historia dominicana avanzaba de prisa; y la historia avanza devorando, creando, destruyendo y construyendo. No en balde es la síntesis del poder creador y destructor de la especie humana.
Al producirse la fuga de los Trujillo el país entró en una etapa abiertamente revolucionaria, pero revolucionaria en cuanto al ambiente, no en hechos. Los militares enviados a cuidar las propiedades de los Trujillo y de los trujillistas que habían huido, entraban a saquearlas y después llamaban al Pueblo para que terminara el saqueo.

 El concepto de autoridad había sido sustituido por un impulso vengativo popular que en el primer momento se satisfacía con la depredación de los bienes de los fugitivos. Por todas partes, en las ciudades principales —y sobre todo en la Capital— y en los campos, se formaban turbas que corrían a saquear propiedades, a llevarse muebles, reses, caballos, puertas, ventanas, a quemar casas y destruir cercas. Guardias y policías fraternizaban con el Pueblo y tomaban su parte en el botín.

Se trataba de la reacción primitiva de unas masas que buscaban sacar algún provecho de la caída del trujillato, y debieron haber encontrado ese provecho en unas cuantas medidas revolucionarias que hubieran podido transformar las estructuras sociales para el beneficio de todo el Pueblo. Las masas buscaban ventajas y las sacaban en muebles y vajillas.  Hasta cierto punto tenían razón, porque ya no podía hacerse una revolución rápida. 

La Unión Cívica había convertido todo el impulso nacional hacia una revolución en un simple movimiento anti trujillista, en una lucha contra lo que  había sido, no contra lo que era. Y ya el trujillismo no era lo que debía combatirse. El trujillismo había sido algo malo, algo que pertenecía al pasado del país. Lo que debía combatirse estaba presente: las estructuras económicas y sociales, atrasadas como en ningún país americano; las violentas desigualdades de todo tipo. La UCN había actuado como el torero que desvía el toro con arrogante habilidad y lo lleva tras la muleta para salvarse él mismo de la cornada mortal.

Detrás de la UCN, hechizados por su prédica, iban los jóvenes de la clase media, los catorcistas y hasta los comunistas, los emepedeístas y hasta los escasos social-cristianos que había por esos días, gritando contra Balaguer y contra Rodríguez Echavarría, pidiendo la salida de uno y de otro del poder, y ninguno de esos jóvenes presentaba un programa al Pueblo, una lista siquiera de las medidas que debería tomar el Gobierno que sustituyera al de Balaguer. Era un espectáculo triste para los que comprendíamos que la última oportunidad de la Revolución Dominicana estaba disipándose, mucho más triste porque ya no había nada que hacer para encauzar a aquel pueblo maliciosamente desviado, para volver en sí a aquellos jóvenes que de manera cándida, creyendo de buena fe que lo que hacían era una revolución, servían con toda su alma los fines de los enemigos de la revolución.

Detrás de la UCN, hechizados por su prédica, iban los jóvenes de la clase media, los catorcistas y hasta los comunistas, los emepedeístas y hasta los escasos social-cristianos que había por esos días, gritando contra Balaguer y contra Rodríguez Echavarría, pidiendo la salida de uno y de otro del poder, y ninguno de esos jóvenes presentaba un programa al Pueblo, una lista siquiera de las medidas que debería tomar el Gobierno que sustituyera al de Balaguer. Era un espectáculo triste para los que comprendíamos que la última oportunidad de la Revolución Dominicana estaba disipándose, mucho más triste porque ya no había nada que hacer para encauzar a aquel pueblo maliciosamente desviado, para volver en sí a aquellos jóvenes que de manera cándida, creyendo de buena fe que lo que hacían era una revolución, servían con toda su alma los fines de los enemigos de la revolución.

el cuarto de hora de radio que usaba el PRD, dije por vez primera una frase que después repetiría a menudo: “El PRD sólo aceptaría el poder de manos del Pueblo”. Estoy seguro de que poca gente se dio cuenta de lo que había en el fondo de esas palabras.

Ya para ese momento la propaganda cívica y catorcista presentando al PRD como un partido trujillista, aliado de Balaguer, era rampante. De las oficinas de UCN salían día tras día docenas de consignas que los jóvenes partidarios de la Unión Cívica iban repitiendo por donde pasaban, y todas eran especies calumniosas destinadas a presentarnos a nosotros, los líderes del PRD, como recibiendo fondos de Balaguer o de los trujillistas perseguidos, como agentes de Ramfis y de Petán.

Los compañeros del Comité Ejecutivo del PRD se alarmaban y me pedían que respondiera a esa campaña a través de la radio. Pero mi posición era otra. Yo creía que la clase media dominicana no tenía comunicación con la masa popular, no conocía su psicología, no sabía qué cosa deseaba el Pueblo, y lo que era peor, no entendía su lenguaje así como el Pueblo no entendía el de la clase media. La clase media, debido a una deformación que trataré de explicar en otra parte, tenía una naturaleza psicológica anormal y no podía vivir sin el alimento cotidiano del chisme; era —y es— una fuente perpetua de chismes; crea y consume chismes. Según dije una vez cuando era Presidente de la República, el chisme es la mayor industria nacional. 

En cambio, el Pueblo, los sin trabajo, los campesinos, los obreros —y una parte de la pequeña clase media— no produce ni consume chismes. Todas esas calumnias que echaban a rodar los hombres de UCN se quedaban en su propio ambiente, pues había una muralla china que separaba a la clase media del Pueblo, y los chismes no lograban saltar esa muralla. Yo hablaba para el Pueblo, y si respondía a los chismes el Pueblo conocería esos chismes a través de mi palabra, lo cual podía ser perjudicial, pues según un viejo proverbio campesino, “no se debe poner a la gente en lo que no está”, es decir, no se debe dar pie para que la gente piense mal de uno. Si yo decía que los cívicos nos acusaban de estar recibiendo dinero de un trujillista, ¿cuánta gente del Pueblo no se preguntaría si sería o no verdad eso?

A mi juicio, pues, la campaña de la UCN contra el PRD se volvería contra sus autores. Lo mejor era dejar que esa campaña recorriera su órbita y volviera, como un boomerang, a los pies de sus creadores. 

Todos esos días eran agitados. Se había desatado la lucha por el poder en un país que no conocía los procedimientos de la lucha política en la democracia; el resentimiento, las pasiones, los odios y las ambiciones se derramaban como una avalancha sobre la tierra dominicana. Los cívicos usaban el prestigio del doctor Fiallo como un escudo y a él mismo lo llevaban y lo traían sin que él acertara a comprender lo que estaban haciendo de él.

La presión sobre Balaguer aumentó a tal punto que aceptó entregar el poder a un equipo de hombres de la UCN, tal y como lo había pedido la UCN con el respaldo del Departamento de Estado. Washington quería un Gobierno colegiado con autoridad para negociar, para recibir préstamos y obligar al Estado; y ese tipo de Gobierno no podía crearse sin una reforma constitucional. Balaguer, pues, envió al Congreso una solicitud de enmienda a la Constitución, y así se creó el Consejo de Estado, de siete miembros, con uno de ellos como Presidente, que debía gobernar hasta el 27 de febrero de 1963 y debía convocar a elecciones para Constituyente a más tardar el 16 de agosto de 1962 y a elecciones presidenciales, de Congreso y de Ayuntamientos a más tardar el 20 de diciembre del mismo año.

Para formar el Consejo de Estado, la UCN escogió cuatro de sus miembros y alguien que no se sabe si fue Balaguer, si fue Rodríguez Echavarría o fue otra autoridad, escogió a los dos supervivientes del complot del 30 de mayo. En total cuatro cívicos y dos que no lo eran, y después de la renuncia de Balaguer se agregaría uno que había entrado en la UCN a título de dirigente del 14 de Junio pero que en diciembre ya no era catorcista sino cívico.

La agitación crecía por horas, y esa agitación desembocó, el 16 de enero, en la muerte de cinco personas en el Parque Independencia. Hostigado por los cívicos, Rodríguez Echavarría envió un tanque de guerra a ese parque para que impidiera actividades de agitación en el local de la Unión Cívica que se hallaba en aquel lugar, y como la multitud no se dispersaba sino que se mostraba agresiva, los tripulantes del tanque dispararon. Rodríguez Echavarría perdió la cabeza, y a la conmoción producida por el desgraciado episodio respondió con un golpe de Estado relampagueante. Balaguer y los miembros del flamante Consejo de Estado fueron presos en Palacio, aunque a Balaguer se le permitió después salir, e inmediatamente Rodríguez Echavarría formó una Junta de Gobierno de tres miembros.
Dos días después, sin embargo, se desató la huelga general que liquidó el golpe de Estado.

Esa huelga fue el acto culminante de una agitación nacional de siete meses, que se inició el 5 de julio con la llegada de los delegados del PRD al país y se mantuvo sin un día de reposo hasta enero de 1962. Todavía a esa altura, la masa popular no había actuado. La masa popular era un espectador del drama dominicano. La entrada en el escenario, en calidad de actor, le estaba vedada por aquellos que decían representar su voluntad.

Trujillo había tenido metida en su puño a la totalidad de los dominicanos. El nombre que él mismo se había hecho dar, y que de manera casi inconsciente usaba todo el mundo para dirigirse a él o para mencionarlo ante otras personas, era el de “jefe”; y él fue el jefe de todos los dominicanos en la más amplia acepción del vocablo.

Las industrias de Trujillo pasaron al Estado, y el Estado es, por esa razón, el más grande empresario industrial del país. La casta de “primera”, y un sector de la alta clase media comercial, profesional y terrateniente, soñaron ser los herederos de Trujillo mediante la adquisición, a través del poder político, de esas empresas, con lo cual hubieran podido convertirse en la burguesía nacional.

La tiranía fue un molde de hierro en tres aspectos: el político, el militar y el económico; pero los dos primeros sólo tenían por objeto garantizar el último. Lo que Trujillo persiguió durante su largo mando fue hacerse rico, convertirse en el hombre más rico del país, y en uno de los más ricos de América; de manera que si en algún terreno aplicó su tiranía a fondo fue en el económico. 

En este aspecto, la República Dominicana no pudo avanzar un paso sino en la medida en que Trujillo lo permitió. Para mal de los dominicanos, el trujillismo acertó a dominar la vida nacional en los años decisivos de su formación económica, social y cultural, los años en que más avanzaron los demás pueblos americanos; y con su dominio impidió en forma drástica que los dominicanos se desenvolvieran según las tendencias del mundo exterior.

La República vivió aislada, y no en términos comparativos sino absolutos. Del país salía el que la tiranía dejaba salir; al país entraba aquél a quien la tiranía dejaba entrar; salían y entraban las noticias y los libros, los hábitos y las ideas que la tiranía permitía. 

La falta de sentido patriótico de la clase media dominicana, en conjunto, es algo desolador. Uno no puede comprenderlo. Yo, por lo menos, no puedo entender que no se ame a la patria como no puedo entender que no se ame a la madre. Me digo que esa ausencia de amor a la propia tierra se debe a su inseguridad, a su insatisfacción, a la angustia en que viven los dominicanos de clase media; pero no lo acepto. Sin amor es imposible hacer algo creador. La gallina, que es considerada como el más cobarde de los animales domésticos, se lanza como una pequeña fiera emplumada sobre el que se acerque demasiado a sus polluelos. El amor hace fuertes a los débiles y valientes a los cobardes. El amor obra milagros.

Causa pena oír a la mayoría de los dominicanos de clase media hablar de su pueblo y causa pesar oírla comentar las crisis nacionales. Para esa gente, el dominicano es haragán, es cobarde, es ladrón; y cuando hay un momento crítico en la vida del país, en los hogares, en las esquinas, en los cafés, unos y otros se preguntan cuándo van “los americanos” a actuar; inventan noticias de que ya llega “la flota”, de que el “Presidente dijo tal cosa o tal otra” —y se refieren no al Presidente de la República Dominicana sino de los Estados Unidos—. 

Durante los treintaiún años de la dominación trujillista, la mayoría de la clase media estuvo esperando que “los americanos” sacaran a Trujillo del poder.  Con las excepciones lógicas, comerciantes, profesionales, militares, sacerdotes, periodistas, hombres y mujeres carecen de dignidad patriótica porque les falta ese ingrediente estabilizador y creador que se llama amor; amor a lo suyo, a su tierra, a su historia, a su destino. En esta última palabra se halla la clave de esa actitud: la clase media dominicana, que vive sin un presente estable, no tiene fe en su destino; no cree en él y por tanto su vida como grupo social no tiene finalidad. Vive perdida en un mar de tribulaciones.

Como consecuencia de esa actitud, los dominicanos medios no han establecido todavía una escala de valores morales; no tienen lealtad a nada, ni a un amigo ni a un partido ni a un principio ni a una idea ni a un gobierno. El único valor importante es el dinero porque con él pueden vivir en el nivel que les pertenece desde el punto de vista social y cultural; y para ganar dinero se desconocen todas las lealtades.

La gran masa popular, que vive en su ambiente social y económico propio, es otra cosa. Las virtudes nacionales están en esa gran masa popular. Ahí están el amor a lo suyo, a su tierra, a su música, a su comida; la lealtad a los amigos, a los partidos, a ciertas ideas simples pero generosas. Esto no significa que no haya una porción de esa masa popular que no sea así.

En todos los casos, los sectores sociales no actúan en bloque, monolíticamente; y así como en la clase media hay un número que ha reaccionado contra su falta de fe, de su carencia de amor al país, así en la masa popular hay uno que actúa como descastado, sin principios, sin más actividad emocional que la primitiva de las bestias: comer, dormir, beber, reproducirse, aunque para ganar el sustento tenga que llegar al crimen, si se le exige el crimen. Ese es el margen social del cual sale el delincuente en toda agrupación humana.

La clase media dominicana era muy pequeña cuando se lanzó a establecer la República en 1844; era todavía pequeña cuando combatió a España en 1863 para restaurar la República. ¿Por qué ahora no tiene fe en su país?  La explicación quizá esté en que durante todo lo que va del siglo XX el Pueblo dominicano ha sido víctima de sus debilidades nacionales en forma verdaderamente impresionante. Comenzó el siglo en medio de guerras civiles desastrosas que sólo pararon en 1916 debido a la ocupación militar norteamericana, que duró ocho años; tuvo seis años de paz y junto con la crisis económica de 1929 le llegó la tiranía de Trujillo, que ahogó toda aspiración de cambios y mantuvo el país sumergido en un sistema despiadado de terror y de explotación. 

La clase media, más consciente por muchas razones de su situación, fue perdiendo la fe en el porvenir de su tierra; al faltarle la fe murieron, por agotamiento, las fuentes de los estímulos, la capacidad de amor y de lucha.

Al morir el tirano “comenzó a desgranarse la mazorca”, según hubiera dicho un campesino de esos que se expresan en forma gráfica, con imágenes sacadas de su ambiente. En forma casi natural, las masas del Pueblo comenzaron a afiliarse en el Partido Revolucionario Dominicano; la alta y la mediana clase media, en la Unión Cívica, y la dirección de la UCN estaba en manos de la casta de “primera”. 

Guiada por la casta de “primera”, la alta clase media y la mediana clase media —incluyendo en ésta a los comunistas del PSP, aunque cause asombro a los comunistas de otros países—, sin distinción entre adultos y jóvenes, repudiaron a Joaquín Balaguer por trujillista y escogieron para sucederle a Rafael F. Bonnelly.  ¿Por antitrujillista? No; porque pertenecía a la casta. Rafael F. Bonnelly era tan trujillista como Balaguer; de arriba abajo, de costado a costado, por fuera y por dentro, Bonnelly era tan trujillista como Balaguer, y más responsable que Balaguer de los peores aspectos del trujillismo.

Balaguer, doctor en derecho graduado en París, no le sirvió como abogado a Trujillo; Bonnelly, licenciado en derecho de la universidad dominicana, fue el abogado y notario preferido por Trujillo para legalizar sus apropiaciones forzadas de  tierras y bienes. Balaguer, buen orador, pronunció numerosos discursos en favor de Trujillo; Bonnelly, lector de discursos, leyó tantos en favor de Trujillo como los que Balaguer improvisó. Balaguer no le sirvió a Trujillo en cargos donde tuviera que tomar medidas represivas; Bonnelly fue durante años el Secretario de Estado de Interior y Policía, instrumento de la política represiva del régimen. Nadie puede afirmar que Balaguer se enriqueció con el favor de Trujillo; nadie puede afirmar que Bonnelly salió del servicio de Trujillo con los mismos bienes que tenía al iniciar su carrera de funcionario trujillista.

El alto mando cívico se alimentaba de chismes y rumores y regurgitaba chismes y rumores. Antes de Trujillo, las campañas políticas dominicanas se hacían a base de decirle a Fulano que Mengano, líder de otro partido, había dicho de él tal o cual cosa y Fulano se convertía fácilmente en enemigo de Mengano. 

Eugenio María de Hostos había tenido razón al decir que en la República Dominicana la política consistía en llevar el chisme a la categoría de negocio de Estado. Trujillo magnificó la importancia del chisme en el acontecer político nacional. El chisme, debido a su naturaleza mentirosa, era siempre el germen de una calumnia, y Trujillo hizo de la calumnia la forma habitual de lucha política.

Tradicionalmente, pues, todo lo que se relacionara con la política se hacía en términos de personas: Zutano es esto, Perencejo es aquello.

El… (Partido) llevó al país una técnica de propaganda política completamente nueva. se hablaba de problemas nacionales, no de personas; de los métodos para resolver esos problemas, no de los vicios o de las virtudes de nadie. Pero el PRD tuvo siempre un auditorio señalado, un sector social al cual se dirigía, y era la gran masa popular. Nunca antes la masa popular se había sentido objeto de la atención de nadie, y eso le dio rápidamente la sensación de su importancia. El “hijo de Machepa” encontraba a alguien que le daba categoría. 

 De niño, instintivamente y quizá llevado a ello por mi entonces desconocida pero sin duda existente vocación de escritor, observaba con cuidado el alma de la gente del Pueblo, su manera de reaccionar, y me fui formando una idea de sus hábitos mentales y de sus aspiraciones y preocupaciones. El del Pueblo era un mundo psicológico distinto del de la clase media. 

Entre el campesinado y los pobres y sin trabajo de las ciudades había mucha afinidad, porque los pobres y los sin trabajo salían del campesinado; entre éste y la pequeña clase media había también afinidad, pero no en aspiraciones ni preocupaciones, porque la pequeña clase media, casi siempre de origen campesino —aunque en los últimos tiempos sale también de los obreros y hasta de los pobres y sin trabajo de las ciudades— aspiraba a ser mediana clase media y por lo mismo sus preocupaciones pasaban a ser las de la mediana clase media; pero entre la mediana y la alta clase media y el campesinado y los trabajadores y los sin trabajo, ya no había prácticamente relación. Los unos no entendían a los otros y de hecho, hablando la misma lengua, no decían las mismas cosas.

Para explicarles a los jóvenes del Partido cómo debían expresarse ante la masa, les ponía el ejemplo de un señor de alta clase media —y de “primera”— cargado de títulos que en sus peroraciones por radio usaba a menudo la expresión “eso entraña una traición a la ética revolucionaria”. Les hacía fijarse en que la palabra “entraña” significaba para el Pueblo intestinos de animales, lo cual en su lengua se decía “mondongo”; que la palabra “ética” no quería decir nada para la masa popular y que si alguna persona de ese sector social la tomaba en cuenta, era por el significado de “tísica” que se le daba en ciertas zonas; de manera que la frase “eso entraña una traición a la ética revolucionaria” quería decir para la gente del Pueblo este disparate: “Eso mondongo una traición a la tísica revolucionaria”. Desde luego, para el Pueblo era lengua árabe.

Hablar en términos comprensibles para la gran masa significaba también hablar para la clase media si se sabían decir las cosas en un término medio cuidadoso, pero si no se hallaba el término medio apropiado, entonces había que hablar en la lengua del Pueblo. Como por otra parte, aun usando esa lengua se requería ir ilustrando poco a poco al Pueblo sobre todo lo que pudiera y debiera importarle, debía hablarse cada día de un tema, de un asunto, hasta agotarlo en toda su extensión, y si el tiempo no alcanzaba para agotarlo, seguir con ese tema un día más, dos días más si era necesario.

¿Y de qué hablaba yo en tantos días? Fundamentalmente de tres cosas: qué es y cómo funciona una democracia, cuáles son los problemas económicos en un país como la República Dominicana y cómo estaba organizada la sociedad dominicana.

Al hablar sobre la democracia explicaba qué es una Constitución, qué es una ley, cómo trabajan los poderes separados; cómo y por qué se vota, qué es un partido político; al hablar de los problemas económicos explicaba puntos tan abstrusos como lo que es una balanza de pagos, lo que es divisa, lo que es un banco, por qué teníamos que producir más y cómo hacerlo, en qué consistía la diferencia entre mercado interno y mercado extranjero; al hablar de la organización de la sociedad dominicana explicaba por qué el Pueblo estaba y había estado siempre sometido a una minoría y apliqué a esa minoría la palabra “tutumpote”, que se popularizó rápidamente y no tardó en traspasar los límites del país.

Esa palabra había sido de cierto uso en la región cibaeña cuando yo era un niño, pero su uso había desaparecido hasta el grado que en 1961 sólo la gente de alguna edad podía recordarla. Es difícil establecer su origen. Quizá provenga del latín, un latín vulgarizado, porque parece sonar en esa lengua muy similar a lo que significaba entre los dominicanos del Cibao en 1912, es decir, señor todopoderoso, con mucho poder, con dinero abundante. Tal vez tenga su raíz en los años de la ocupación haitiana; en el dialecto de Haití abundan las palabras con el sonido de “tuntún”, “tutún”. En algunas regiones de España “pote” quería decir “con abundancia”, y la locución “a pote” o “al pote” significaba “mucho de algo”. 

Yo tenía que crear una palabra en la que quedaran englobados los círculos de “primera” aunque no fueran señores de buenas cuentas bancarias, altos funcionarios públicos, terratenientes y grandes comerciantes; esa palabra debía tener sonido atractivo para las masas, debía ser pegajosa y debía bastarse a sí misma de tal manera que yo no me viera en el caso de tener que explicarle al Pueblo cada día quiénes eran sus explotadores habituales. Ninguna palabra era más adecuada para el caso que “tutumpote”; la resucité, pues, y no la había dicho más de cinco veces cuando ya el Pueblo la tenía en la boca y la usaba como un arma de lucha.

Los tutumpotes dominicanos, y algunos líderes que no son tutumpotes, me acusan de haber llevado al país la lucha de clases. La lucha de clases, y el odio de clases, existió siempre en Santo Domingo, sólo que una y otro eran ejercidos nada más por la gente de “primera”, y el Pueblo, que los padecía, no los tomaba en cuenta o consideraba que debía resignarse a sufrir la injusticia. 

Los cívicos dijeron varias veces que yo había llevado a Santo Domingo el odio racial; y como ellos no oían lo que yo decía, y se atenían a chismes y rumores, el doctor Fiallo salió un día —cuando ya era candidato presidencial de UCN— hablando de que no era verdad que él odiaba a los negros, que si los negritos por aquí, que si sus negritos por allá. Una vez más, como tantas otras, el líder de Unión Cívica le hacía propaganda al PRD. Al día siguiente le recordé al doctor Fiallo que en la República Dominicana no debía haber ni blancos ni negros sino sólo dominicanos.

Había la división social y la saqué a discusión, la mostré al Pueblo y le dije que era injusta y fuente de injusticias. Era mí deber hacerlo, para provecho de las grandes masas dominicanas y del país, pues sobre la injusticia, la explotación, la ignorancia y el abuso no puede edificarse ni mantenerse una República de hombres y mujeres libres.

Después de esa campaña de 1962, el Pueblo sabe quiénes son en verdad sus enemigos y dónde se emboscan. El Pueblo aprendió a distinguir entre un miserable calié que denunciaba por sesenta pesos al mes y un gran señor que sacaba enormes fortunas del régimen sostenido por los caliés; y supo que entre el calié y el tutumpote, su verdadero enemigo era el tutumpote.

Estoy seguro de que al enseñarle eso a la masa popular hice una obra de bien público, y me siento orgulloso de ello, digan lo que digan mis adversarios.

JUAN BOSCH: LA HISTORIA DEL CONFLICTO HISTÓRICO RD. Y HAITI.


EN SU 106 ANIVERSARIO DE SU NACIMIENTO. ¡JUAN BOSCH UN HOMBRE DE SIEMPRE!













A continuación presentaremos la historia de un conflicto entre la República Dominicana y la República de Haití, precisamente en el gobierno del Profesor Juan Bosch,en el año 1963. El conflicto pudo devenir en una guerra entre los dos Estados. Dejemos al propio Profesor Juan Bosch que nos narre los pormenores de esa historia. 

TOMADO DEL CAPITULO XVII  DEL LIBRO: "CRISIS DE LA DEMOCRACIA DE AMÉRICA EN LA REPÚBLICA DOMINICA" 

  XVII-- EL CONFLICTO CON HAITÍ  
Hoy se le llama a Cuba la “Perla de las Antillas”; ese sobrenombre, sin embargo, había sido originalmente dado a la isla Española, antigua Santo Domingo o Saint-Domínguez.
En realidad, la altura de sus montañas, la densidad y la riqueza de sus bosques, la abundancia de aguas, la extensión, el número y la asombrosa fertilidad de sus valles justificaba que se le llamara así. Fue un hecho político lo que la degradó a los ojos de los viajeros y los estudiosos; y ese hecho político consistió en la división de la isla en dos países de historia, lengua y origen diferentes: Haití y la República Dominicana.
Cuando la isla quedó dividida, dejó de llamarse la “Perla de las Antillas”.
La presencia de Haití en la parte occidental de la isla Española equivalió a una amputación del porvenir dominicano. Lo que era el porvenir visto desde mediados del siglo XVI es, en la segunda mitad del siglo XX, un pasado de más de trescientos años. Así, los dominicanos no podemos escribir nuestra historia ignorando ese pasado, pues todo el curso de la vida de nuestro pueblo en las tres últimas centurias ha sido configurado por ese hecho: la existencia de Haití al lado nuestro, en una isla relativamente pequeña.
La existencia del Pueblo dominicano fue el resultado de la expansión española hacia el oeste; la de Haití, el resultado de las luchas de Francia, Inglaterra y Holanda contra el imperio español. De manera que al cabo de los siglos, los dominicanos somos un pueblo amputado a causa de las rivalidades europeas. Nuestra amputación no se refiere al punto concreto de que una parte de la tierra que fue nuestra sea ahora el solar de otro pueblo; es algo más sutil y más profundo, que afecta de manera consciente o inconsciente toda la vida nacional dominicana. Los dominicanos sabemos que a causa de que Haití está ahí, en la misma isla, no podremos desarrollar nunca nuestras facultades a plena capacidad; sabemos que un día u otro, de manera inevitable, Haití irá a dar a un nivel al cual viene arrastrándonos desde que hizo su revolución. En aquellos años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, nadie quiso invertir un peso en desarrollar, por ejemplo, la industria azucarera dominicana, por miedo a las invasiones de Haití. El azúcar y el café de Haití habían dejado de fluir a los mercados de Europa y de los Estados Unidos, y aunque ninguna tierra era más apropiada para producirlos que la de Santo Domingo, los capitales para suplir la producción haitiana prefirieron ir a Cuba. El desarrollo de Cuba comenzó entonces; en cambio, el de nuestro país se estancó, primero, y descendió luego, pues la gente más capaz y más acomodada económicamente abandonó la parte española de la isla por miedo a la revolución haitiana.
La isla Española tenía frente a su costa noroccidental una pequeña isla adyacente, La Tortuga; el Gobierno colonial español abandonó La Tortuga porque le era costoso en hombres y en dinero defenderla de incursiones inglesas y francesas, y así fue como La Tortuga pasó a manos de piratas franceses y más tarde a manos del Gobierno francés. Desde La Tortuga, poco a poco, los blancos franceses fueron acomodándose en los pequeños valles fértiles de la parte norte del oeste de la Española; fueron llevando esclavos y organizando plantaciones de caña y de índigo, de manera que cuando España vino a darse cuenta, ya había en su colonia una población de franceses que se consideraban por derecho de conquista colonos franceses, parte del imperio colonial de Francia, sin deber de obediencia al Gobierno español. Al principio, esa colonia francesa de facto se llamaba Saint-Domínguez; después pasó a llamarse Haití. Al principio, España la dejó estabilizarse por indolencia; después, tuvo que reconocer su existencia, y al cabo, en el siglo XVIII, debilitada por su continuo guerrear en Europa, España admitió que Haití era de derecho colonia de un poder extranjero.
He contado con ciertos detalles lo que pasó en la colonia de Haití cuando los esclavos se rebelaron contra sus amos a consecuencia de la agitación que produjo en la colonia la Revolución Francesa; lo hice en mi libro Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo. No voy, pues, a repetirme; pero sucintamente explicaré que de esa rebelión surgió, al comenzar el siglo XIX, la República de Haití, y que ésta tenía ya dieciocho años de vida cuando los dominicanos se declararon independientes de España y protegidos de Colombia.
Menos de dos meses después de esa acción política dominicana, los ejércitos de Haití cruzaron la frontera y extendieron su gobierno a toda la isla. Así se explica por qué la República Dominicana, establecida en 1844, surgió en guerra contra Haití y no contra España, que había sido su metrópoli original.
Esa guerra, que en la historia dominicana se conoce con el nombre de “guerra de independencia” —aunque en los días en que se llevaba a cabo se llamaba, con mayor propiedad, “de separación”— fue la culminación de una lucha larga, que se había iniciado desde el siglo XVII, que se mantuvo prácticamente todo el siglo XVIII, y que tuvo a principios del siglo XIX páginas sombrías con las invasiones de Toussaint, de Dessalines y de Cristóbal. Los dominicanos, pues, formaron su sentimiento nacional peleando, primero contra los franceses de la región occidental, y después contra sus herederos, los haitianos.
Me veo en el caso de repetir ahora lo que dije en mi libro sobre Trujillo acerca de la revolución haitiana: ha sido la única revolución en la historia moderna que fue a la vez guerra de independencia —de colonia contra metrópoli—, guerra social —de esclavos contra amos— y guerra racial —de negros contra blancos—. La violencia de esas tres guerras en una resultó devastadora; en términos absolutos, no relativos, los antiguos esclavos destruyeron toda la riqueza acumulada en Haití durante la colonia, y esa riqueza era mucha. Sin embargo —y esto no lo dije en aquel libro porque estaba haciendo el análisis de un problema dominicano, no haitiano— sucede que en cierta medida, el aspecto destructor de la revolución haitiana ha sido continuo; de hecho, Haití ha seguido, a lo largo de su vida independiente, en guerra constante contra todo núcleo humano y social que pudiera convertirse, por cualquier vía, en sustituto de los colonos franceses.
Esa especie de guerra social perpetua, que en su origen fue de negros contra blancos —debido a que los negros eran los esclavos y los blancos los amos—, derivó después hacia la matanza de los mulatos y se ha conservado como lucha sin cuartel de los negros contra los mulatos. Las carnicerías de los tiempos de Soulouque, en que los mulatos eran las víctimas, encogen el ánimo del que estudia la historia de Haití. Ahora bien, sucede que los mulatos eran los que —tal vez por ser hijos de blancos, y por tanto disponían de más medios— se preparaban para ser burócratas, comerciantes, profesionales; formaban élites que al principio no tenían sustancia económica pero que al final adquirían bienes, con lo cual amenazaban convertirse en minorías con poder económico. Al mismo tiempo que esas matanzas, con sus naturales consecuencias de inestabilidad política, retardaban el desarrollo del país, los gobernantes usaban el poder para hacer negocios, para enriquecerse y sacar dinero hacia Europa o —más recientemente— hacia Estados Unidos; de donde resultaba que se expoliaba a un pueblo pobre, se le robaba a la miseria. Y al tiempo que eso iba sucediendo década tras década, la población haitiana crecía, su tierra se erosionaba, los medios del Estado eran cada vez menos de los que se necesitaban para darle al Pueblo educación y salud. Fue así como de manera natural, como rueda una bola por un plano inclinado, Haití vino a caer bajo la tiranía de François Duvalier, quien tenía ya años gobernando cuando se estableció en la República Dominicana el régimen democrático que me tocó presidir.
Duvalier corresponde a un tipo psicológico que se halla en las sociedades primitivas; el hombre que a medida que va adquiriendo poder de cualquier clase va llenándose por dentro de una soberbia que lo transforma día a día físicamente, lo envara, le da insensiblemente la apariencia de un muñeco que se yergue y se yergue hasta que parece que va a caerse de espaldas o que va a volar; al mismo tiempo, los párpados bajan, la mirada se torna fría y adquiere un brillo como de hechicería, el rostro se inmoviliza gradualmente y la voz va haciéndose cada vez más imperativa y sin embargo más baja y escalofriante. En esos seres, la conciencia del poder se traduce en transformaciones físicas; crean en torno suyo una atmósfera que es como una emanación de brujos, y como sucede que a esos cambios van correspondiendo otros en el seno de su alma, mediante los cuales se hacen gradualmente insensibles a todo sentimiento humano hasta llegar a ser puros receptáculos de pasiones sin control, esos hombres acaban siendo peligrosos porque se niegan a aceptar que son simples seres humanos, mortales y falibles, y no delegados vivos de las oscuras fuerzas que gobiernan los mundos.
El que desee comprobar la verdad de lo que acabo de decir no tiene sino que tomar una fotografía  de François Duvalier hecha en 1955, por ejemplo, y otra hecha en 1964. Son dos hombres diferentes, versión haitiana de los dos Dorian Gray de Oscar Wilde.
En el lado sur de la frontera que divide a la República Dominicana de Haití se ven de tarde en tarde tipos a lo Duvalier; labriegos que eran gente corriente y moliente hasta la hora en que se sintieron poseídos por un poder que ellos llaman “religioso”, y empezaron a dictar recetas, a recomendar curaciones, a crear ritos propios, y con ello comenzaron a cambiar de aspecto hasta convertirse en estampas de caudillos de pueblos de la selva. Son locos con poderío, como en un nivel más alto lo fue Hitler.
Ignoro debido a qué, tan pronto resulté electo Presidente,  Duvalier resolvió matarme. Tal vez soñó conmigo e interpretó el sueño como una orden de quitarme la vida; quizá en un acceso de hechicería vudú uno de sus espíritus protectores le dijo que yo sería su enemigo. Es el caso que escogió un antiguo agente del espionaje de Trujillo, que había sido Cónsul de Haití en Camagüey —Cuba— y le encargó mi muerte. Durante toda la campaña política, yo no me había referido ni una sola vez a Duvalier. La Unión Cívica hizo varias declaraciones acerca de su tiranía, y si no recuerdo mal el doctor Fiallo se refirió también a él. Pero yo no lo hice porque no me parecía prudente meter en Santo Domingo problemas ajenos y además, porque si yo resultaba elegido Presidente de la República, no era cuerdo que llegara a esa posición comprometido en el orden internacional por declaraciones hechas al calor de la campaña política. Yo no me había ganado, pues, enemistad de Duvalier; era gratuita, aunque debe presumirse que de origen extrahumano. Por todo lo que he dicho acerca de la actitud del Pueblo dominicano en relación con la existencia de Haití, y por lo que he relatado brevemente sobre las largas hostilidades entre dominicanos y haitianos, debe presumirse cuál fue la reacción de los dominicanos cuando de buenas a primeras llegó a Santo Domingo, dada a través de una estación de radio, la noticia de que fuerzas policíacas de Duvalier habían asaltado el local de nuestra embajada en Puerto Príncipe, capital de Haití. En una hora, el Pueblo estaba agitado, los partidos políticos se reunían, las estaciones de radio lanzaban boletines al aire y al Palacio Nacional llegaban montones de telegramas denunciando la agresión.
Hacía algunas semanas que en Haití se producían actos de terrorismo contra el Gobierno de Duvalier; éste había solicitado el retiro de la misión militar norteamericana; altos jefes militares eran depuestos y encarcelados; un señor Barbot, que había sido el fundador de la milicia armada de Duvalier —los tonton macutes, asesinos tenebrosos— daba asaltos aquí y allá, en los alrededores de Puerto Príncipe; civiles y militares perseguidos se asilaban en las representaciones diplomáticas de la América Latina, y la dominicana tenía varios asilados.
Un día llegó a la embajada de nuestro país un teniente haitiano de apellido Benoit y pidió asilo, que se le concedió, desde luego; al día siguiente, los hombres de Barbot dispararon contra el automóvil de Duvalier, que llevaba a los hijos del dictador a la escuela. La respuesta de Duvalier fue instantánea: mandó asaltar la Embajada dominicana y al mismo tiempo sus matones entraron en la casa de la familia de Benoit, dieron muerte a todos los que había allí —incluyendo la madre de Benoit y una niña— y quemaron la vivienda. Duvalier, pues, había agredido a la República Dominicana en su representación diplomática.
Ese día era domingo, y si no recuerdo mal, estábamos a principios de mayo. De súbito comenzaron a llegar noticias que daban indicios de que Duvalier tenía un plan: familiares de Trujillo estaban arribando a Haití, guardias haitianos armados rodeaban la Embajada dominicana, los correos diplomáticos dominicanos habían sido detenidos antes de llegar a la frontera, el Cónsul nuestro en la villa fronteriza de Belladere, estaba preso.
En la noche hablé por radio y televisión y denuncié ante el Pueblo todos esos actos de locura que estaba realizando Duvalier, y mientras en la Cancillería se trabajaba redactando cables a Puerto Príncipe y a la OEA y notas para la prensa, yo elaboraba, después de haber hablado, un plan de acción que podía librar a haitianos y a dominicanos de los peligros que podía desatar sobre ambos países un gobernante que no estaba en sus cabales. El plan era simple y no costaría una gota de sangre: la República Dominicana movilizaría tropas y las concentraría en la frontera del sur, en el punto más cercano a la capital de Haití, y la movilización se haría en tal forma que diera la impresión indudable de que esas fuerzas iban a avanzar por Haití; una vez creado el clima adecuado, la aviación militar dominicana volaría sobre Puerto Príncipe y dejaría caer hojas sueltas en francés pidiendo al Pueblo de la capital vecina que evacuara los alrededores del Palacio Presidencial, porque los aviones dominicanos iban a bombardear en un plazo de horas. Yo estaba seguro de que, dado el estado de agitación que había en Haití y la preparación del ambiente que estábamos haciendo en Santo Domingo, Duvalier huiría sin que hubiera necesidad de disparar un tiro.
Pero este plan tenía un punto débil: yo no podía confiárselo a nadie, ni siquiera a los jefes militares que iban a participar en él. Si le decía a alguien que todos los movimientos dominicanos serían aparentes, que no íbamos a llegar a la guerra, no tardaría en saberse, y había que contar con la irresponsabilidad de la mayoría de los líderes de la llamada oposición; uno de ellos, tal vez dos, quizás tres, se plantarían, con toda seguridad, frente a un micrófono y me acusarían de comediante y denunciarían el plan. De hecho, en medio de la crisis, uno de esos líderes dijo que todo aquello lo había inventado yo porque quería figurar en la historia como el conquistador de Haití, valiente majadería, pues el día que los dominicanos hagan la conquista de Haití —si ello fuere posible alguna vez— lo que harían sería comprar a precio alto los problemas de Haití para sumarlos a los problemas dominicanos.
Los campesinos dominicanos dicen, cuando algo no está completamente terminado, que “falta el rabo por desollar”, con lo cual aluden al rabo del cerdo muerto, y en el caso de mi plan había un rabo por desollar: ¿qué podía suceder si el dictador haitiano no emprendía la fuga? No había sino una respuesta: las tropas dominicanas debían avanzar sobre Haití; pero avanzar poco, unos kilómetros, lo suficiente para dar la sensación de que iban a atacar de veras. Yo estaba seguro de que la población haitiana de la región fronteriza no haría resistencia; si se hacía indispensable, la aviación dispararía dos o tres bombas en sitios donde no causaran bajas.
En ese punto, ocurrió un misterio: los generales dominicanos llegaron a decirme que los camiones del ejército no tenían repuestos de llantas, que no estaban en condiciones de transportar las tropas. ¿Quién les había aconsejado que usaran esa coartada? Hasta la noche antes habían estado muy entusiasmados con la movilización, y de pronto, “los camiones militares no servían”.
El embajador Martin fue a verme, alarmado, y era la primera vez que le veía alarmado. La posibilidad de una guerra domínico-haitiana lo había inquietado, sin duda porque había inquietado al Departamento de Estado. En esos mismos momentos, Moscú, Pekín, La Habana y el MPD en Santo Domingo me acusaban de ser un muñeco en manos del  “imperialismo yanqui” para agredir a Haití. La situación era tristemente cómica, pues era precisamente el llamado “imperialismo yanqui” el que obstaculizaba la decisión dominicana de resolver el problema haitiano.
De pronto, unos días después, el embajador Martin me visitó en mi casa para decirme que su Gobierno esperaba en pocas horas la salida de Duvalier de Haití; me dijo que ya estaba en el aeropuerto de Puerto Príncipe un avión de la KLM en el cual Duvalier viajaría hasta Idlewild, de ahí a Amsterdam y de Ámsterdam a Argelia, donde Ben Bella le había ofrecido asilo. Le expresé mis dudas al embajador Martin.
“Duvalier no se va”, le dije; él me aseguró que sí. Durante el día me visitó otra vez, en la noche me telefoneó dos veces para mantenerme informado de lo que estaba sucediendo en Haití; por la mañana fue a verme a las cinco, convencido de que Duvalier se iría. En todos los casos le respondí lo mismo: “No se va”. Y no se fue.
Pocos días después, por un cubano exiliado me enteré de que en una zona militar, en el interior del país, oficiales dominicanos estaban entrenando haitianos. ¿Cómo era posible que estuviera haciéndose tal cosa sin mi conocimiento?
Llamé al Ministro de las Fuerzas Armadas, lo interrogué, me dijo que era verdad y le ordené disolver el campamento.
Una cosa era librarse de Duvalier en una coyuntura favorable, a la luz del sol, como debe operar siempre una democracia, y otra cosa era preparar fuerzas de haitianos para lanzarlos a una invasión; esto último era violar el principio de no intervención, lo cual podía quitarnos autoridad si en esa hora convulsa del Caribe algún Gobierno decidía hacer lo mismo con nosotros. A partir de ese momento, decidí esperar una oportunidad propicia para buscarle solución al problema que planteaba la presencia de Duvalier en el Gobierno de Haití.
Sin embargo, he aquí que un buen día, al leer la prensa en las primeras horas de la mañana me enteré de que el general León Cantave había invadido Haití por la costa norte.
El general Cantave había estado a verme para pedirme ayuda y yo le había respondido que el Gobierno dominicano no podía hacerlo. ¿De dónde salió la expedición de Cantave; quién la armó, quién la respaldó? Eso era un misterio que debía aclararse. Hice una reunión de jefes militares, les interrogué sobre todas las posibilidades que se me ocurrían; pedí detalles acerca de los tipos de armas que usó Cantave. Nadie sabía nada. De acuerdo con sus informes, Cantave no había salido de territorio dominicano, no había recibido la menor ayuda de las fuerzas armadas dominicanas, y en los depósitos dominicanos no había armas similares a las que había llevado Cantave a Haití.
Algo andaba mal. Si el general Cantave no había salido de Santo Domingo, había salido de alguna de las islas vecinas —Las Bahamas, de bandera inglesa—, y si había salido de esas islas, ¿quién lo ayudaba? Le hice la pregunta, de manera abierta, al embajador Martin. Me respondió que él no sabía, que su Gobierno no sabía, pero que algunos de sus ayudantes presumían que Cantave había contado con la ayuda de Venezuela. Eso me pareció imposible; primero, porque el presidente Betancourt tenía encima las guerrillas comunistas y no iba a autorizar, con esa acción, un acto parecido al de Fidel Castro contra su Gobierno; segundo, porque si Betancourt hubiera tenido que ver en la invasión de Cantave, me lo hubiera hecho saber. “¿Hay en la Florida algún lugar que se llame Venezuela?”, le pregunté riendo al embajador Martin. “No, no lo hay”, respondió él, riendo también.
Pocos días antes del golpe de Estado, quizá tres días antes, me hallaba en mi despacho del Palacio Presidencial cuando a eso de las seis de la mañana me dijo el jefe de los ayudantes militares que los haitianos estaban atacando Dajabón, villa dominicana en la frontera del norte. Efectivamente, en las calles de Dajabón caían balas que procedían del lado haitiano, de la Villa de Juana Méndez —Ouanaminthe, en el patois de Haití—, que queda frente a Dajabón, a menos, tal vez, de dos kilómetros. Cuando la situación se aclaró, unas horas después, se supo la verdad: el general Cantave había entrado en Haití de nuevo y había atacado la guarnición de Juana Méndez.
El combate fue bastante largo, con abundante fuego de fusilería y de ametralladoras. ¿De dónde había sacado Cantave, otra vez, armas y municiones?
Al día siguiente, con asombro de mi parte, vi en la prensa una foto de Cantave en un cuartel de Dajabón. Había cruzado la frontera, como la habían cruzado otros haitianos, algunos de ellos heridos; pero Cantave estaba vestido como quien iba a un baile de gala, no como quien llegaba de un combate; y eso indicaba que el general haitiano tenía ropa en Dajabón o en algún lugar cercano. Por primera vez, mis sospechas hallaban un hilo que podía seguirse hasta dar con el ovillo. Hice llamar al Ministro de Relaciones Exteriores y al de las Fuerzas Armadas. “Tenga la bondad de solicitar de la OEA que envíe una comisión para que pruebe sobre el terreno que la agresión a Haití no partió de la República Dominicana”, le dije al primero.
¿Tuvo esa decisión alguna parte en el golpe de Estado? 
A menudo pienso que sí; pues si la OEA investigaba —y mi plan era que investigara a fondo— yo llegaría a saber qué mano oculta manejaba los hilos de una intriga que nos ponía en ridículo como Gobierno, que restaba autoridad al Presidente de la República, el responsable ante el país y ante los organismos internacionales de la política exterior dominicana, y que nos exponía a los dislates de un tirano que era capaz de todo.
 Espero que algún día se aclare el misterio en que están envueltos los repetidos y extraños incidentes domínico haitianos de 1963.

LUCHA DE CLASES Y DEMOCRACIA : EN CHINA Y OCCIDENTE

La guerra de clases en la sociedad global está tomando rumbos y formas diferentes. En Europa deriva hacia el aspecto policíaco-militar y es muy posible que el gran capital instale dictaduras abiertas en países periféricos como Grecia, Portugal y España. En América Latina, los gobiernos de centroizquierda han evitado la antagonización de los conflictos clasistas, a raíz de excedentes económicos y voluntad política. En China la lucha de clases transcurre al nivel popular como batalla por el plusproducto social (salarios, renta de la tierra)


1. Represión militar en Occidente lucha por la democracia en China.
 La guerra de clases en la sociedad global está tomando rumbos y formas diferentes. En Europa deriva hacia el aspecto policíaco-militar y es muy posible que el gran capital instale dictaduras abiertas en países periféricos como Grecia, Portugal y España. El monstruo estadounidense -con su peculiar carácter de Estado gangsteril, destellos de democracia formal, una gigantesca riqueza social y un sistema de “mind control” (propaganda) casi perfecto- podrá probablemente impedir un peligro sistémico. En América Latina, los gobiernos de centroizquierda han evitado la antagonización de los conflictos clasistas, a raíz de excedentes económicos y voluntad política. En China la lucha de clases transcurre al nivel popular como batalla por el plusproducto social (salarios, renta de la tierra), y en las clases medias y la intelectualidad, como lucha política por la democracia del futuro. Globalmente es verdadera -con la excepción de China- la célebre afirmación del mega-capitalista Warren Buffet: “Por supuesto que existe la guerra de clases; pero es mi clase, la clase de los ricos, que ejecuta esa guerra y que la está ganando – There’s class warfare, all right, but it’s my class, the rich class, that’s making war, and we’re winning.”
2. Tres propuestas de democracia en China
En el debate público en China se delibera sobre cuatro visiones de democracia. 1. La primera, peligrosamente popular entre intelectuales y jóvenes, es la estadounidense y sus clones de Taiwan y Hong Kong. 2. La segunda apoya el modelo unipartidista actual, pero con un mayor control social sobre los funcionarios partidistas y estatales, para impedir la corrupción y posibles abusos de poder. 3. Una variante de esta posición fue formulada recientemente por el “venture capitalist” (inversionista de alto riesgo) de Shanghai, Eric X. Li, en el New York Times (17/2). Versado en historia, el capitalista destruye el mito de la democracia gringa; define como “destructiva” la Revolución Cultural de Mao y defiende la represión de Tian An Men (1989). Su argumento: los líderes de China están preparados para “permitir una mayor participación popular en decisiones políticas -tal como han demostrado durante los últimos diez años- , siempre y cuando esa participación beneficie el desarrollo económico y los intereses nacionales del país”. La diferencia fundamental entre la posición de Washington y Beijing consiste en: si los “derechos políticos son dados por Dios y, por lo tanto, absolutos, o si deben considerarse como privilegios que deben ser negociados en base a las necesidades y condiciones de la nación”. 

 3. La democracia socialista del presidente Hu Jintao 
El presidente en funciones, Hu Jintao, ha revelado que “El Partido ha revisado tanto las lecciones positivas como negativas en desarrollar la democracia socialista y ha llegado a la conclusión de que sin democracia no puede haber socialismo ni modernización socialista”. Como esencia de la democracia socialista Hu define “que la gente determine su propio destino.” (1/7/2011).


 4. La contradicción objetiva de la democracia
El problema objetivo de la democracia, que los adeptos de la cleptocrática democracia burguesa escamotean y que Li decide a favor de una concepción elitista, resulta de la contradicción entre dos principios objetivos que rigen en la organización del cosmos, particularmente en su biósfera: el principio de autorregulación sistémica y la ley de escala del universo. El concepto de democracia en la organización del homo sapiens solo tiene sentido si se refiere al principio de autorregulación o, lo que es lo mismo, autodeterminación. Sin embargo, cuando el sistema tiene un cierto número de miembros o cierto nivel de complejidad, su regulación solo es posible vía la delegación de funciones, poder e información a diferentes subsistemas de decisión, que a su vez son coordenadas por el centro superior decisor del macrosistema. Un ejemplo de un centro de coordinación-decisión por alta complejidad sistémica, es el cerebro humano. La necesaria delegación de poder, información etc, debido al tamaño del sistema, es fácil de ilustrar. Cuando dos personas discuten no necesitan un moderador. Cuando doscientas sreúnen para debatir, no habrá racionalidad y democracia discursiva sin un moderador adecuado. 


 5. Solo el poscapitalismo resuelve la contradicción objetiva de la democracia
Es funcionalmente imposible, que un macrosistema socio-económico-político-cultural-militar, como Estados Unidos, China o Cuba, pueda existir sin un centro superior de coordinación y decisión, es decir, un Estado. El único mecanismo que puede reconciliar ese imperativo funcional con la democracia real consiste en la democracia participativa. Porque solo con ella puede haber una identidad aproximada entre las decisiones del Estado y los intereses de las mayorías, la famosa “volonté générale” de Rousseau. Esa identidad, a su vez, es inalcanzable en cualquier sociedad de clase, dado que el monopolio de producción y apropiación del plusproducto de la clase dominante – que genera la guerra de clases y es garantizado por el Estado- es incompatible con cualquier tipo de democracia real o participativa. Es por eso que la intensificación de la guerra de clases en Occidente inevitablemente llevará sus regímenes hacia la dimensión militar, como en los años treinta. En China, en cambio, el centro decisor del macrosistema, el Partido Comunista de China, todavía tiene la posibilidad de evolucionar la lucha de clases hacia el desarrollo de una verdadera democracia participativa socialista del siglo XXI. Por el bien de la humanidad, esperemos que así suceda.

 Heinz Dieterich,

JAMES PETRAS : CHAVEZ FRENTE A OBAMA



ELECCIONES PRESIDENCIALES DE 2012

Chávez frente a Obama
                                                                                    
Introducción

Dos presidentes en ejercicio se postulan para su reelección en 2012: Hugo Chávez en Venezuela y Barack Obama en Estados Unidos. Lo que da realce a estas dos contiendas electorales es que representan, en contraste, respuestas antagónicas a la crisis económica mundial. Chávez, con su programa socialista-democrático, persigue la promoción de políticas de inversión pública a gran escala y largo plazo, y un gasto público orientado a crear empleo, bienestar social y crecimiento económico. Obama, guiado por su compromiso ideológico con el capitalismo financiero corporativo, canaliza miles de millones de dólares para rescatar a los especuladores de Wall Street, se centra en la reducción del déficit público y los impuestos, y ofrece subsidios gubernamentales a las empresas con la esperanza de que los bancos presten y el sector privado invierta. Obama espera que el sector empresarial comience a contratar desempleados. La estrategia económica de Chávez se dirige hacia el aumento de la demanda popular mediante el aumento del salario social. La estrategia de Obama va dirigida a enriquecer a la élite, con la esperanza de que se produzca el efecto de “goteo” (trickle down). El programa de recuperación económica de Chávez se basa en un sector público líder, el Estado, a la luz de la crisis inducida por el capitalismo de mercado y la falta de inversión por el sector privado. La recuperación económica de Obama y su programa de empleo dependen totalmente del sector privado, utilizando para ello los regalos fiscales, a fin de estimular una inversión nacional que genere empleo.
De acuerdo con los expertos y los políticos, el desempeño socioeconómico de cada uno de los dos presidentes será decisivo para determinar quién será reelegido en 2012.
Medir el desempeño de los presidentes Chávez y Obama ante las crisis económicas
En los últimos tres años, los dos presidentes se han enfrentado a una profunda crisis socio-económica que ha producido un aumento del desempleo, de la recesión económica y de las demandas populares de liderazgo político en la formulación de un programa de recuperación económica.
El presidente Chávez respondió a través de un programa a gran escala del gasto público en programas sociales. Se asignaron miles de millones de dólares a un programa de vivienda masiva diseñada para crear un millón de hogares en los próximos años. Chávez ha reducido las tensiones militares y ha desactivado los conflictos fronterizos mediante la negociación de un acuerdo político con el régimen derechista de Santos en Colombia.
Chávez aumentó el salario mínimo y los pagos por pensiones y seguridad social, aumentando con ello el consumo entre los grupos de bajos ingresos, estimulando la demanda y aumentando los ingresos de las pequeñas y medianas empresas. El Estado venezolano se embarcó en grandes proyectos de infraestructura, especialmente carreteras y transportes, y en la creación de puestos de trabajo en actividades intensivas en mano de obra. El gobierno de Chávez han sostenido el nivel de vida mediante el establecimiento de controles de precios de alimentos esenciales y otros, que han mantenido la demanda popular a expensas de la especulación por parte de los dueños de supermercados. El gobierno de Chávez ha nacionalizado lucrativas minas de oro y ha repatriado las reserva el extranjero a efectos de financiación del programa de recuperación económica basado en la demanda, dejando de lado las concesiones fiscales a los ricos y los rescates de bancos y empresas privadas en quiebra.
Obama rechazó realizar cualquier tipo de inversión pública a gran escala y a largo plazo destinada a crear puestos de trabajo: su propuesta Jobs for America ​​conseguirá, en el mejor de los casos, reducir temporalmente el desempleo en menos de cinco décimas de uno por ciento. En la búsqueda de políticas que beneficien a los poseedores de bonos de Wall Street, Obama se involucró profundamente en la reducción del déficit, es decir, en los recortes a gran escala del gasto público, en particular el gasto social. Obama, de acuerdo con la extrema derecha, aceptó sus regresivas propuestas de reducir los desembolsos destinados a la Seguridad Social y los populares programas Medicare y Medicaid. Sus propuestas de financiación de Jobs for America ​​dependen de los recortes a la Seguridad Social, lo que garantiza una reducción en los desembolsos y un déficit, o algo peor, que facilitaría su privatización, es decir, la entrega de la seguridad social a Wall Street: un caramelo de miles de millones de dólares.
Obama ignora a las víctimas de las ejecuciones hipotecarias, más de 10 millones de familias, los que no tienen hogar y la degradación de las viviendas, en beneficio del rescate de los bancos y los estafadores hipotecarios.
Obama ha aumentado el gasto militar y multiplicado las tropas de combate en el extranjero, las operaciones terroristas clandestinas y el aparato de espionaje interno, aumentando el déficit a costa de las inversiones productivas en educación, mejoras tecnológicas y promoción de las exportaciones.
A diferencia de Chávez, que lleva a cabo notables políticas educativas y laborales positivas a favor de los venezolanos de origen africano e indígena, Obama hace caso omiso del 50% de desempleo en las grandes ciudades entre los jovenes (18-25 años) afroamericanos y latinos, favoreciendo en cambio a los banqueros blancos de Wall Street.
En contraste con Chávez, que vinculó las pensiones y los salarios a la inflación y hacer cumplir los controles de precios, Obama congeló los salarios federales y los pagos de la Seguridad Social, con el resultado de una disminución del siete por ciento de los ingresos reales en los últimos tres años.
Según datos recientes de la Oficina del Censo de EE.UU. (septiembre de 2011) con Obama más de 46 millones de estadounidenses viven en la pobreza, la mayor cifra conocida. La mediana de ingresos de los hogares cayó un 2,3% entre los años 2009 y 2010. El número de estadounidenses en la pobreza aumentó del 13,2% en 2008 al 15,1% en 2010. Casi uno de cada cuatro niños vive en la pobreza en 2010, y más de 2,6 millones más de ciudadanos estadounidenses habrían descendido al nivel de la pobreza en un solo año. En el otro extremo, con la política económica del “goteo” de Barack Obama, el número de estadounidenses ricos –personas con ingresos de más de 100.000 dólares anuales– han sufrido poco o ningún impacto: las tiendas de artículos de lujo, como Tiffany’s, han experimentado un aumento del 15% en sus ventas.
El 10% inferior de la población ha sido el que más ha sufrido, con una caída en sus ingresos del 12,1% en 2009-2010, mientras que el 10% con mayores ingresos registró un descenso del 1,5%. De los 34 países miembros de la OCDE, EE.UU., junto a México, Chile e Israel, es el país con mayor desigualdad social. Las políticas de estímulo de Obama, “de arriba abajo”, han salvado a los banqueros a costa de sacrificar la clase media y la clase trabajadora.
Consecuencias políticas y económicas de las diferentes políticas
Las consecuencias políticas y económicas de las diferentes políticas socioeconómicas –“de arriba abajo” en el caso de Obama y “de abajo arriba” en el de Chávez– son notables en todos los sentidos. Venezuela creció un 3,6% en el primer semestre de 2011, mientras que EE.UU. se estancaba en menos del 2%. Peor aún, durante la segunda mitad del año, Obama y sus asesores expresaron su temor de que EE.UU. se encaminara hacia una recesión, con crecimiento negativo. En contraste, el Presidente del Banco Central de Venezuela prevé un crecimiento acelerado para el año 2012.
Mientras que el porcentaje de desempleados en EE.UU. sigue estando por encima del 9%, que sumado a los subempleados se eleva a más del 19%, las grandes inversiones públicas en viviendas y obras de infraestructura venezolanas generan empleo y reducen las cifras de parados y subempleados en el mercado de trabajo formal e informal. La complacencia de Obama hacia los banqueros de Wall Street y los halcones de la reducción del déficit, junto al enorme aumento de las guerras en el extranjero y del aparato de seguridad nacional, ha llevado a la Hacienda pública a la bancarrota. Por el contrario, Chávez ha nacionalizado minas lucrativas del sector privado, bancos y empresas de energía y ha reducido la tensión militar incrementando los recursos destinados a programas sociales, como los subsidios a los alimentos. La reducción del déficit de Obama ha llevado a despidos masivos en la educación y servicios sociales.
Los gastos sociales de Chávez han aumentado el número de universidades públicas, escuelas primarias y secundarias y hospitales. Millones de personas han perdido sus hogares mientras Obama hacía caso omiso a los desalojos forzados de los bancos hipotecarios, mientras que Chávez ha dado un paso en la solución del déficit habitacional mediante la construcción de un millón de hogares.
Obama presta dinero a los bancos privados a interés cercano a cero; con ese dinero, que los bancos privados no prestan a las empresas productivas para crear puestos de trabajo, prefieren especular en el extranjero comprando bonos del Tesoro (por ejemplo, brasileños) que ofrecen tasas de interés más altas. Chávez invierte directamente en programas de infraestructuras productivas intensivos en trabajo, proyectos agrícolas autosuficientes y plantas de procesamiento final, refinerías y fundiciones.
Como resultado de la reaccionaria política económica que practica y sus amenazas abiertas de cortar programas sociales básicos, como Medicare, Medicaid y la Seguridad Social, la popularidad de Obama ha caído en los últimos tres años del 80% al 40%, y sigue bajando. Por otra parte, sus políticas fiscales y militaristas pro Wall Street –profundizando y ampliando las guerras de Bush y Rumsfeld y las operaciones terroristas– han llevado a un giro del clima político estadounidense hacia la extrema derecha. Ante el último trimestre de 2011, Obama parece vulnerable a la derrota electoral.
En contraste, el presidente Chávez, en la cresta de la ola de la recuperación económica, con programas positivos de expansión social e inversiones públicas, ha visto aumentar su popularidad del 43% en marzo de 2010 a 59,3% en septiembre de 2011. La oposición, respaldada por EE.UU., está fragmentada y debilitada y es incapaz de desafiar la percepción popular abrumadoramente positiva de los proyectos de vivienda e infraestructura en beneficio de los trabajadores, las empresas y los contratistas de la construcción.
Chávez es vulnerable en cuestiones de seguridad personal y corrupción e ineficacia administrativas. Pero se ve que ha adoptado importantes medidas para corregir estos problemas. Los graduados de la nueva academia de policía proporcionan servicios de policía honestos y eficientes vinculados a la comunidad, que, en proyectos piloto han reducido los delitos violentos en un 60%. No obstante, siguen siendo necesarios esfuerzos para acabar con la corrupción y la ineficiencia burocráticas.
Conclusión La comparación entre las presidencias de Chávez y Obama presenta un marcado contraste entre un programa económico bien elaborado y exitoso, de carácter socialista y de tipo “de abajo arriba”, y un fracasado programa de estímulo capitalista “de arriba abajo”. Mientras que el público estadounidense expresa su hostilidad por el saqueo realizado por la banca privada de la hacienda pública, por las amenazas gubernamentales hacia lo que queda de la red de seguridad social, y por el fracaso de Obama para reducir unos niveles persistentemente elevados de desempleo y subempleo, la popularidad de Chávez aumenta junto con la opinión de “sentimientos positivos” que expresan las tres quintas partes de los electores de su presidencia. Si el gobierno de Chávez continúa y profundiza su programa de estímulo “de abajo arriba” y la economía sigue creciendo y él se recupera de un cáncer, con toda probabilidad será reelegido con un resultado en 2012.
Por el contrario, si Obama sigue unido a la élite empresarial y financiera y liquida los programas sociales, continuará su descenso hacia una merecida derrota y el olvido.
La recuperación económica de Venezuela, a través de avanzados programas sociales es un poderoso mensaje al pueblo norteamericano: hay una alternativa a las políticas económicas regresivas “de arriba abajo”: se llama socialismo democrático y su defensor es el presidente Chávez, que habla y trabaja para la gente, en oposición a un estafador Obama que habla para la gente y trabaja para los ricos.


(Traducción por S. Seguí)


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.



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