La Revolución inminente
Todo movimiento ciudadano que se enfrente al poder, es un movimiento político. No tiene sentido acampar junto a Wall Street o frente a los ampulosos rascacielos de la aristocracia financiera. Ellos se encargan de acumular beneficios, especular sin control, sobornar a los políticos, estafar a los ciudadanos, evadir capitales…. Pero no mandan. No pueden hacerlo. El poder, entendido como la capacidad de influir y decidir sobre los resultados, reside en los Estados, porque ellos controlan la fuerza (ejército, fuerzas y cuerpos de seguridad), dictan las reglas del juego (leyes) y gozan de recursos humanos (empleados públicos) y económicos (bienes y hacienda pública).Nos hemos pasado 70 años (tras la II Guerra Mundial), creyendo que el remedio a todos los males de la humanidad lo encontraríamos en la Economía, la gran superestructura, la ciencia madre. Detrás de cada acción humana sólo había motivos crematísticos. La Historia se explicaba como un encadenamiento de causas económicas que provocaban cambios sociales y políticos. Intelectuales de todo el mundo se han dedicado a razonar y discutir sobre las bondades o maldades del capitalismo y sus variantes (liberal, Keynesiano, tercera vía…). Cegados por esta falsa opinión, dispuestos a encerrar el mundo en ecuaciones macroeconómicas, hemos dejado de pensar, de criticar, de discernir sobre nuestro modelo político, la democracia representativa.
La democracia representativa, como las demás formas de gobierno (monarquía absoluta, dictadura, democracia participativa…) tiene un principio, un desarrollo y un final. Todo sistema humano crece como un árbol: germina a partir de la semilla de una ideología, va extendiendo su tronco hasta ramificarse (en instituciones) y adquirir su forma definitiva. Cuando la copa se ha completado, ya no puede cambiar. A partir de entonces el árbol (o sistema) no se adaptará a las transformaciones externas y, para protegerse, se irá encerrando en sí mismo, deslizándose por la de la senda de la decadencia.
Hace más de un siglo que Occidente vive bajo la hegemonía de democracia representativa. Nació como una exigencia de las sociedades europeas que tuvieron que rebelarse y demoler el sistema de clases sociales. Renovamos nuestros valores (con los derechos humanos) y surgieron nuevas instituciones políticas: elecciones, partidos políticos, constituciones, los tres poderes del Estado…, que se consolidaron con el tiempo, hasta adquirir un perfil definitivo. Desde hace décadas, los procesos electorales y las organizaciones políticas se han enquistado, siguiendo un irreversible proceso de decadencia. Encerrados en sus propias reglas, no están dispuestos a adaptarse y su principal función se ha convertido en resistir a toda costa.
Las Constituciones políticas (como la española de 1978) son un formidable blindaje para las democracias representativas. Sus artículos son murallas que impiden el asedio de cualquier proposición innovadora. Pero el verdadero motor del sistema, el que hace funcionar sus rígidos resortes, son estas estructuras monolíticas que conocemos como partidos políticos.
Los partidos políticos, que se declaran como los depositarios de la libertad ideológica (cuando su objetivo es eliminarla), manejan a su antojo las piezas del ajedrez político, es decir, los políticos. Seleccionan a los candidatos (eligiendo a los más corruptibles, que son aquellos dispuestos a vender su alma de servidores), los instruyen, los moldean a su antojo y los reparten en todas las parcelas del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial).
Una vez controlado el poder, los partidos lo desvían hacia sus propios intereses. Movidos como títeres, los políticos ejecutan las órdenes de la organización y anteponen sus intereses a los del ciudadano, pese a que su deber y responsabilidad es servir a la sociedad.
Los partidos son mafias dedicadas a enriquecerse, administrar sus privilegios y, sobre todo, a cerrar el paso a nuevos intrusos. Desde hace décadas no hay Estado “democrático” donde el poder se lo repartan dos opciones aparentemente distintas, pero que en el fondo representan lo mismo (estas opciones se llaman demócratas y republicanos en EEUU, PSOE y PP en España, conservadores y laboristas en GB…) El sufragio universal ha perdido su valor y los ciudadanos nos limitamos a poner una cruz entre estas dos alternativas (y otras de minoritarias), en una tendencia cuyo horizonte futuro es infinito. ¿Cuántas décadas, siglos si cabe, sobrevivirá nuestra ingenua creencia en que dos alternativas idénticas garantizan la libertad ideológica? La situación de cada votante puede compararse con la del cautivo del mito de la caverna que, atado de grilletes, sólo contempla unas pocas sombras. Estas sombras son los logotipos de los partidos políticos, que se turnan eternamente. ¿Qué reglas son las que permiten dicha perpetuación? Las que fijan el reparto, entre los dos grandes, de las cuotas publicitarias, de la financiación, las listas cerradas, la ley d’Hont y la psicología del votante (que sólo votará al que conozca, al que sea útil y que se juzga, ingenuamente, responsable de esta situación).
Para enriquecerse mutuamente, partidos políticos y aristocracia financiera han llegado a una secreta y demoníaca connivencia. Un acuerdo que ha dado carta blanca al mundo de la especulación y ha convertido a los políticos en clase privilegiada. A cambio de su mutuo enriquecimiento, la sociedad y la economía productiva ha entrado en la una crisis económica profunda, sin precedentes. Para cubrir sus agujeros, han recurrido al dinero público y a los recortes, sin ningún tipo de escrúpulos. Han socavado el Estado del Bienestar, porque a los poderes financieros no les conviene un sector público amplio, sino una sociedad de cotizaciones y pensiones privadas.
Las relaciones económicas se dividen en dos mundos antagónicos: uno superior y parasitario, el especulativo, que se dedica a acumular riqueza impunemente con el beneplácito del poder, y otro inferior, el productivo, que aporta las plusvalías del trabajo y del capital y se encarga de soportar las cargas públicas.
¿Qué me ha hecho pensar, ingenuamente, que el pasado no volvería a repetirse, que no incurriríamos en el mismo error? Como en los más retrógrados años del Antiguo Régimen, el poder ya no necesita justificarse, se justifica por sí mismo. Los políticos afirman que no pueden hacer nada, que están atados de manos y pies. Y es cierto. Pero el compromiso que les inmoviliza no es con el ciudadano al que simulan representar, sino con las entidades financieras que les han prometido una feliz jubilación política en un consejo de administración, o en una fundación privada.
No nos queda otra salida que la revolución: demoler el sistema y fundar otro de nuevo, donde quepan viejos (derechos humanos) y nuevos valores (transparencia, independencia de los tres poderes, meritocracia). No hay revolución sin un proyecto y un camino claro, o con pretensiones de ello. Pero, ¿qué nuevo modelo político debe alumbrarnos? La respuesta sigue estando en la democracia. Una democracia con fórmulas de transparencia, que prescinda de los partidos políticos, donde el voto y el mérito seleccionen a los mejores, que impida al ejecutivo acceder a los cargos parlamentarios, que convierta al ejecutivo en un poder gestor, que agrupe a los ciudadanos en plataformas políticas… A este nuevo modelo, aún sin nombre, me atrevo a fijar sus líneas maestras en El fin de lademocracia.
¿Cómo hacerlo? Pocas son las alternativas cuando los partidos políticos controlan la mayoría de la prensa y de los poderes coercitivos. Una acción rápida y contundente sería la de recuperar los centros de poder: parlamentos (estatales y autonómicos) y gobiernos, desvalijar las sedes de los partidos políticos y los sindicatos y, con el brazo de la justicia, limpiar esta atmósfera irrespirable de políticos ineptos y corruptos. Las revoluciones árabes nos han abierto el camino. Sin olvidar que la acción revolucionaria (el movimiento) debe ir paralela a la acción constituyente (plataforma). Como en el pacto de San Sebastián (1930) hay que preparar una asamblea de expertos, que redacte una carta magna abierta al futuro.
La democracia representativa, como las demás formas de gobierno (monarquía absoluta, dictadura, democracia participativa…) tiene un principio, un desarrollo y un final. Todo sistema humano crece como un árbol: germina a partir de la semilla de una ideología, va extendiendo su tronco hasta ramificarse (en instituciones) y adquirir su forma definitiva. Cuando la copa se ha completado, ya no puede cambiar. A partir de entonces el árbol (o sistema) no se adaptará a las transformaciones externas y, para protegerse, se irá encerrando en sí mismo, deslizándose por la de la senda de la decadencia.
Hace más de un siglo que Occidente vive bajo la hegemonía de democracia representativa. Nació como una exigencia de las sociedades europeas que tuvieron que rebelarse y demoler el sistema de clases sociales. Renovamos nuestros valores (con los derechos humanos) y surgieron nuevas instituciones políticas: elecciones, partidos políticos, constituciones, los tres poderes del Estado…, que se consolidaron con el tiempo, hasta adquirir un perfil definitivo. Desde hace décadas, los procesos electorales y las organizaciones políticas se han enquistado, siguiendo un irreversible proceso de decadencia. Encerrados en sus propias reglas, no están dispuestos a adaptarse y su principal función se ha convertido en resistir a toda costa.
Las Constituciones políticas (como la española de 1978) son un formidable blindaje para las democracias representativas. Sus artículos son murallas que impiden el asedio de cualquier proposición innovadora. Pero el verdadero motor del sistema, el que hace funcionar sus rígidos resortes, son estas estructuras monolíticas que conocemos como partidos políticos.
Los partidos políticos, que se declaran como los depositarios de la libertad ideológica (cuando su objetivo es eliminarla), manejan a su antojo las piezas del ajedrez político, es decir, los políticos. Seleccionan a los candidatos (eligiendo a los más corruptibles, que son aquellos dispuestos a vender su alma de servidores), los instruyen, los moldean a su antojo y los reparten en todas las parcelas del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial).
Una vez controlado el poder, los partidos lo desvían hacia sus propios intereses. Movidos como títeres, los políticos ejecutan las órdenes de la organización y anteponen sus intereses a los del ciudadano, pese a que su deber y responsabilidad es servir a la sociedad.
Los partidos son mafias dedicadas a enriquecerse, administrar sus privilegios y, sobre todo, a cerrar el paso a nuevos intrusos. Desde hace décadas no hay Estado “democrático” donde el poder se lo repartan dos opciones aparentemente distintas, pero que en el fondo representan lo mismo (estas opciones se llaman demócratas y republicanos en EEUU, PSOE y PP en España, conservadores y laboristas en GB…) El sufragio universal ha perdido su valor y los ciudadanos nos limitamos a poner una cruz entre estas dos alternativas (y otras de minoritarias), en una tendencia cuyo horizonte futuro es infinito. ¿Cuántas décadas, siglos si cabe, sobrevivirá nuestra ingenua creencia en que dos alternativas idénticas garantizan la libertad ideológica? La situación de cada votante puede compararse con la del cautivo del mito de la caverna que, atado de grilletes, sólo contempla unas pocas sombras. Estas sombras son los logotipos de los partidos políticos, que se turnan eternamente. ¿Qué reglas son las que permiten dicha perpetuación? Las que fijan el reparto, entre los dos grandes, de las cuotas publicitarias, de la financiación, las listas cerradas, la ley d’Hont y la psicología del votante (que sólo votará al que conozca, al que sea útil y que se juzga, ingenuamente, responsable de esta situación).
Para enriquecerse mutuamente, partidos políticos y aristocracia financiera han llegado a una secreta y demoníaca connivencia. Un acuerdo que ha dado carta blanca al mundo de la especulación y ha convertido a los políticos en clase privilegiada. A cambio de su mutuo enriquecimiento, la sociedad y la economía productiva ha entrado en la una crisis económica profunda, sin precedentes. Para cubrir sus agujeros, han recurrido al dinero público y a los recortes, sin ningún tipo de escrúpulos. Han socavado el Estado del Bienestar, porque a los poderes financieros no les conviene un sector público amplio, sino una sociedad de cotizaciones y pensiones privadas.
Las relaciones económicas se dividen en dos mundos antagónicos: uno superior y parasitario, el especulativo, que se dedica a acumular riqueza impunemente con el beneplácito del poder, y otro inferior, el productivo, que aporta las plusvalías del trabajo y del capital y se encarga de soportar las cargas públicas.
¿Qué me ha hecho pensar, ingenuamente, que el pasado no volvería a repetirse, que no incurriríamos en el mismo error? Como en los más retrógrados años del Antiguo Régimen, el poder ya no necesita justificarse, se justifica por sí mismo. Los políticos afirman que no pueden hacer nada, que están atados de manos y pies. Y es cierto. Pero el compromiso que les inmoviliza no es con el ciudadano al que simulan representar, sino con las entidades financieras que les han prometido una feliz jubilación política en un consejo de administración, o en una fundación privada.
No nos queda otra salida que la revolución: demoler el sistema y fundar otro de nuevo, donde quepan viejos (derechos humanos) y nuevos valores (transparencia, independencia de los tres poderes, meritocracia). No hay revolución sin un proyecto y un camino claro, o con pretensiones de ello. Pero, ¿qué nuevo modelo político debe alumbrarnos? La respuesta sigue estando en la democracia. Una democracia con fórmulas de transparencia, que prescinda de los partidos políticos, donde el voto y el mérito seleccionen a los mejores, que impida al ejecutivo acceder a los cargos parlamentarios, que convierta al ejecutivo en un poder gestor, que agrupe a los ciudadanos en plataformas políticas… A este nuevo modelo, aún sin nombre, me atrevo a fijar sus líneas maestras en El fin de lademocracia.
¿Cómo hacerlo? Pocas son las alternativas cuando los partidos políticos controlan la mayoría de la prensa y de los poderes coercitivos. Una acción rápida y contundente sería la de recuperar los centros de poder: parlamentos (estatales y autonómicos) y gobiernos, desvalijar las sedes de los partidos políticos y los sindicatos y, con el brazo de la justicia, limpiar esta atmósfera irrespirable de políticos ineptos y corruptos. Las revoluciones árabes nos han abierto el camino. Sin olvidar que la acción revolucionaria (el movimiento) debe ir paralela a la acción constituyente (plataforma). Como en el pacto de San Sebastián (1930) hay que preparar una asamblea de expertos, que redacte una carta magna abierta al futuro.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.