MORAL Y LUCES

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jueves, 9 de junio de 2016

Santo Domingo visto por cuatro viajeros 1850-1889

Santo Domingo visto por cuatro viajeros 1850-1889 es una compilación editada por la Academia Dominicana de Historia con presentación de José Chez Checo, que reúne dos textos del célebre naturalista y cónsul de Inglaterra en el país Sir Robert H. Schomburgk. Uno del afamado abolicionista mulato Frederick Douglass, designado ministro de EEUU en Santo Domingo en 1889 y acompañante de la comisión del Senado que nos visitara en 1871 para explorar nuestra integración a la Unión Americana bajo los presidentes Grant y Báez. Otro de Wilhelm Sievers, resumen de las anotaciones de los recorridos de Richard Ludwig en 1888-89, con observaciones geológicas y mineras. Y un relato de Rodolphe E. Garczynski publicado en Appleton Journal en 1879, bajo el título “Life in Santo Domingo City”-cuyo contenido condensamos en versión libre para ilustración de los lectores.

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Nuestro viajero inicia su relato afirmando que “la vida en los trópicos es más o menos la misma en todas partes del mundo, pero la ciudad de Santo Domingo, gracias a la peculiar temperatura de la isla, puede difícilmente ser llamada tropical”. El calor no es demasiado fuerte y “el Sol no tiene prisa en ponerse. Al contrario, se rezaga bajo el horizonte y nos da esa deliciosa luminosidad que los alemanes llaman poéticamente resplandor crepuscular”.

“La vida en Santo Domingo comienza exactamente al amanecer, al menos para quienes viven en el Hôtel du Commerce, que es el caravasar del lugar. Porque, infortunadamente, contrario a las barracas que rodean la ciudadela, es una ciudad muy militar. Justo cinco minutos antes del amanecer, un cornetín emite una horrible nota, rompiendo el sueño de todos en la vecindad. A medida que el Sol hace su aparición, se anuncia desde la torre de la ciudad y cuatro cornetines y tres redoblantes terribles saludan a los durmientes con una diana, de origen español, la cual sin prejuicio nacionalista, puede compararse muy en desventaja con la música mañanera de West Point.

Los compañeros del hotel, que logran resistir al primer cornetín, se muestran indefensos ante la diana; y, en unos pocos minutos, los ruidos de ajetreo se escuchan a lo largo de la fila de dormitorios, de regio tamaño. En el Hôtel du Commerce, mantenido por un francés, Monsieur Auguste, el mobiliario de los cuartos es de la belle France. La vajilla es de Limoges, los calentadores de agua de Marsella... Ya vestido, uno se apura a bajar al comedor, también sala de estar, donde aguardan un panecillo y una taza de café dominicano. No hay leche ni mantequilla, a menos que sea solicitada por algún americano prejuiciado contra el pan seco. Los que tienen la intención de bañarse en el mar, usualmente posponen el café matutino hasta su regreso.

El lugar de baño es Güibia, a dos millas, ya que más cerca uno no puede bañarse por la certeza de que será atacado por tiburones, que no sólo enjambran el mar sino que ascienden por los ríos treinta y cuarenta millas. Bañarse es una institución para los dominicanos y en el camino a Güibia el viandante sobrepasa a un desvencijado coche tirado por un respetable poni blanco, con seis o siete mujeres de todas las edades que van a darse una zambullida en el mar. También se hallan caballeros montados que van a matar dos pájaros de un tiro –bañarse y dar a sus caballos una sobada con sal marina para prevenir llagas en el lomo, que las malas sillas y el peor cabalgar infaliblemente producen en los animales más recios.

El baño es una laguna formada por un semicírculo de arrecifes donde el agua es demasiado baja para los temidos tiburones. Las señoras tienen una parte y los caballeros otra. Es un sitio placentero porque el fondo es de arena y el baño es bueno, pero para los nadadores el agua es apenas lo suficientemente profunda y cerca de los arrecifes se hace honda tan rápido, que uno puede estar seguro que se cortará con el afilado coral cuyos bordes son tan cortantes como hojas de afeitar.

El camino corre a lo largo del mar, en el trayecto del ferry que desde Haina lleva a San Cristóbal, y en su recorrido existen recuerdos de los primeros días de España: viejos fuertes, antiguos pozos y ruinas de casas fortificadas. Sin embargo, entre la entrada a la ciudad y el lugar del baño hay pocos puntos de interés, salvo las puertas de una o dos residencias campestres que pertenecen a los ricos de Santo Domingo. No es necesario decir que fueron construidas tiempo atrás por los españoles, ya que las puertas, bellas muestras de trabajo en fierro, constituyen la prueba. Sin duda los dominicanos no construyen mucho y de seguro cualquier estructura que no sea de barro y palma puede ser atribuida a los primeros españoles o a algún comerciante extranjero establecido en el lugar.

Estos no son pocos y entre ellos hay muchos catalanes, excluidos del odio general hacia los españoles que por aquí se siente. Una de las residencias mencionadas pertenece a un catalán, que la ha llamado San Francisco del Carmelo. Los forasteros la toman por un convento y preguntan si pueden verla, y esta broma suscita el más intenso placer en el rico catalán, que está en el negocio de destilación. Ubicado en la calle del Comercio –que va desde la plaza frente a la Catedral a la Plaza del Mercado– está adornado con un portentoso letrero que luce una locomotora, con una destilería al lado y un hombre que corre delante de ella agitando su sombrero. El lema sobre esta obra de arte es: “A la industria catalana”, “Aguardiente y ron, venta al por mayor y al detalle”.

De regreso a casa, por el baño y la caminata, el apetito se agudiza y el café matinal sabe especialmente bueno. En particular cuando Monsieur Auguste permite a los americanos, considerados interlocutores privilegiados, tener uno o dos huevos en adición. Después de esta comida temprana, que finaliza, incluso para los bañistas, a las siete y media en punto, resta un montón de tiempo hasta la hora del desayuno que es a las once. Para los aficionados a la ciencia, aquellos que tienen algunos conocimientos de mineralogía, geología o botánica, siempre hay algo que ver o algún lugar adonde ir. Pero para el viajero común, el tiempo es, de hecho, un tirano.

No hay visión más lamentable que la de un hombre en un sitio extraño sin ocupación, sin poder hacer algo para sí. Deambula desganado de calle en calle, llama al sufrido cónsul para consejos sobre el correo, hace alarde de escribir cartas, que en el fondo sabe que no terminará; pero su gran recurso es fumar los cigarros dominicanos –un centavo la pieza– y frecuentar los lugares donde el letrero dice “Café y billar”. Bendecido quien inventó los billares, porque ciertamente ha salvado a muchos viajeros americanos de morir de puro ocio. Para los andariegos que pueden hablar una o dos lenguas extranjeras, lo normal es bajar la calle del Comercio y sentarse en las tiendas de conocidos y conversar por cerca de una hora. Esta es mi forma de matar el tiempo cuando he agotado mis helechos y fósiles. Tengo numerosos conocidos en esa calle y en general paso media hora con cada uno de ellos. La botica es el cuartel general, donde se llevan a cabo las grandes reuniones y se conciertan los negocios.

No es muy grande, pero de lejos es la tienda más atractiva de la ciudad y los campesinos que vienen, machete en mano, a vender cera y miel y tamarindo no parecen tan convencidos cuando observan con mirada asombrada la curva semicircular de los estantes llenos de botellas misteriosas. Creo que tienen la vaga idea de que si el dueño realizó tal hazaña, podría con esas botellas volar toda isla, tal vez toda la ciudad. Nunca he visto comprar algo en esta tienda. Si he visto a la gente del campo vender cosas. Aunque recuerdo a un americano que compró una onza de quinina y vi cómo se le caía la mandíbula cuando escuchó al precio. Todo es desagradablemente caro en esta ciudad, no sólo los bienes importados sino las provisiones –todo–. La mesa de billar al Hotel du Commerce le costó setecientos dólares a su genial dueño y los pianos, manufacturados expresamente para Santo Domingo por Pleyel, de París, promedian cuatrocientos cincuenta dólares –en París se vende por doscientos dólares o menos. La posesión de un piano entre los dominicanos es uno de los signos de aristocracia y dudo si las damas de cualquier hogar blanco permitirían al paterfamilias fumar un solo cigarro en paz, si la mejor sala no contara con un piano.

El desayuno, a las once en punto, es aquí en verdad una cena sin la sopa. No hay mucha variedad en el Hôtel du Commerce y una comida se parece mucho a la otra. Una tortilla excelente es la entrada habitual, la cual es seguida por pescado, generalmente el pescado colorado, que se parece al pargo rojo (red snapper). En ocasiones se sirve lisa delicadamente sancochada en vino blanco y cuando no hay, Auguste escoge un pez muy áspero, de sabor fuerte que creemos es mantarraya, pero al cual él le da un nombre español. Algunos comen plátano frito con su pescado, pero no recomiendo tal práctica. El siguiente plato en orden es generalmente un ragout de gallina, o pichones o, a veces, riñones guisados o sesos de ternera con sauce picante. Estos entremets son siempre seguidos por arroz hervido y frijoles, el plato nacional de la América española. El último plato es guiso de res con una suave cobertura de ajo. Todo bañando con un vino sobre el cual me resisto a dar un juicio. Auguste afirma, con osadía, que es un verdadero Bordeaux, pero yo creo que es catalán, con una adición de azúcar no refinada y tal vez un poco de aguardiente. Puede beberse si se mezcla con bastante agua.

Sigue el queso Gruyêre, con varios tipos de frutas, y concluye el desayuno una taza de café dominicano. Después del desayuno los nativos toman una siesta por varias horas, pero esta es una costumbre ante la cual los americanos se echan para atrás, y no hay ninguna otra forma de pasar el tiempo que los eternos billares o una cabalgata en el campo.” Todo desde el Hotel du Commerce.
Conversando con el tiempo
José del Castillo Pichardo
Santo Domingo 
 
Tomado de Dirio Libre

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