Por Diómedes Núñez
Polanco
Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) y Juan
Bosch (1909-2001) fueron
tan profundamente marcados en
sus ambientes de familia
y de adolescencia, por la cultura,
las artes y el medio social,
que habrían de
influir decisivamente en su futuro
intelectual y humano.
Bosch amplia sobre el inspirador entorno:
“Mi padre (José Bosch
Subirats) escribía algunas cosas, pero
él era un español,
catalán, que llegó al país como albañil, tenía la cultura de un artesano (…), pero no la
cultura necesaria para ser
un escritor. (…) eso
sí, leía buenos
libros –tenía el gusto de los
buenos libros-, gustaba de
la buena
música. Había pertenecido en Barcelona, (…), el
era de Tortosa, al
orfeón del padre Claret (…).
“También, por otro
lado, mi abuelo materno, don Juan Gaviño –que
era gallego-, era un
hombre de cultura. (…) No me
explico cómo siendo de
origen pobre pudo adquirir
una cultura tan sólida. Leía muy buenos libros, estaba
suscrito a revistas
españolas que recibía regularmente. Recuerdo, entre ellas,
una que se
llamaba Barcelona gráfica, otra madrileña:
Blanco y
negro. El era
agricultor y estaba suscrito a
una revista que
se publicaba en
New York en español que se llamaba La Hacienda. (…).”
Y fue poco antes de
su muerte, en su agonía,
cuando la familia se enteró de que escribía
versos. Al parecer, tenía tal
grado de exigencia, que pidió
a su nieto romperlos. De adolescente, Bosch escribió un libro
de cuentos que el mismo pasó a
maquinilla e ilustró con dibujos en
colores, y también
lo encuadernó: Callejón
Pontón. “Porque a nosotros –observa - nos enseñaban a encuadernar – la escuela
hostosiana aspiraba a ser una
escuela que hiciera de los estudiantes
artesanos-. (…) Pero en el fuego de la
biblioteca de don Federico
García Godoy, en La
Vega, se quemó el libro, pues mi
padre se lo llevó a don
Federico…”.
El novelista, crítico literario y patriota cubano-dominicano, García
Godoy, celebraba una
tertulia en el parque
Duarte vegano, a la que también
asistía el joven Juan acompañando
a su padre.
Además, Bosch recordaba el día de
1920 que presencio con su familia el recital que ofreció el
poeta español, Francisco
Villaespesa, en el Casino Central de La
Vega.
Las vidas de Henríquez Ureña
y Bosch tendrían
el mismo telón de fondo: el magisterio global de Eugenio
María de Hostos,
con toda su carga
de humanidad. El no
solo fue su
antorcha permanente: se insertó en
las raíces más hondas de
su temperatura.
Henríquez Ureña
lo retrata así:
“Antes que
pensador contemplativo, Eugenio
María de Hostos
fue un maestro y
un apóstol de la acción,
cuya vida inmaculada y asombrosamente fecunda es
un ejemplo verdaderamente superhumano. Nacido en
Puerto Rico, se educó en
España, en la época del krausismo; no
solo estudió las ciencias,
sino también la filosofía
clásica, los pensadores
alemanes, los positivistas y su pedagogía; y cuando empezaba a
distinguirse entre la
juventud intelectual de la metrópoli, prefirió, a un porvenir
seguro de triunfos y de universal
renombre, el oscuro pero
redentor trabajo en pro
de la tierra americana, y se
lanzó a laborar por la
independencia de Cuba, por la dignificación
de Puerto Rico, por
la educación en Santo Domingo. Pedagogo era en verdad, y
en Santo Domingo y después
en Chile se agigantó y multiplicó
como difundidor de instrucción”.
Juan Bosch describe al Maestro:
“Eugenio María de
Hostos, que llevaba
35 años sepultado
en la tierra dominicana, apareció vivo ante mí
a través de su obra, de sus
cartas, de papeles que iban revelándome
día tras día su
intimidad; de manera
que tuve la fortuna
de vivir en la
entraña misma de uno de los
grandes de América, de ver cómo funcionaba su
alma, de conocer –en sus matices
más personales- el origen y el
desarrollo de sus sentimientos.”
Y pasa a la
siguiente confesión:
“Hasta ese momento, yo había vivido
con una carga agobiante de
deseos de ser útil a mi
pueblo y a cualquier pueblo,
sobre todo si
era latinoamericano; pero, para ser
útil a un
pueblo, hay que tener condiciones
especiales. (…)”.
Ambos bebieron
en la fuente
de la sabiduría y en
la entrega apasionada del deber,
para represar y
dimensionar la más noble
tradición dominicana y americana de
las utopías. Para mí,
la triada fecunda: Salomé Ureña,
su Pedro y Juan Bosch. Todo fruto
de esa conjunción
de estrellas que
fueron los Henríquez y
Carvajal, Francisco y Federico, anfitriones aventajados de Hostos
y Martí, próceres del pensamiento
y la libertad de América.
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