Por Eduardo Galeano*
Toda Argentina asiste.
Un espectáculo en tiempo real.
La televisión no pierde detalle, desde el momento en que el toro, negro tenía que ser, aparece en alguna calle de los suburbios de Buenos Aires, una mañana del año 2004.
Los periodistas van contando lo que ocurre como si fuera una mezcla de lidia y de guerra, la emoción rompecorazones de una corrida en la Plaza de Sevilla narrada en el tono epicotrágico de la caída de Berlín.
Pasa la mañana y la policía no llega.
La bestia, amenazante, pasta.
La población, temerosa, mira de lejos.
Cuidado, advierte un periodista que pasea entre la multitud, micrófono en mano: Cuidado, que puede ponerse nervioso.
El salvaje rumia pasto, ajeno a todos, concentrado en ese pedacito de campo que ha encontrado entre los grises edificios.
Por fin, llegan los patrulleros, cargados de agentes que se despliegan a su alrededor y lo miran sin saber qué hacer.
Entonces unos espontáneos se desprenden del gentío y, dando muestras de valor y de destreza, se abalanzan sobre el toro bravo, lo arrojan al suelo, lo golpean a puñetazos y patadas y lo atan con cadenas. Los cámaras registran el momento en que uno de ellos, triunfante, pone un pie encima del trofeo.
Se lo llevan en una carretilla. La cabeza le cuelga afuera. Cuando la levanta, le llueven golpes. Las voces denuncian:
—¡Quiere escaparse! ¡Quiere escaparse de nuevo!
Y así acaba este ternero, este adolescente de cuernos recién despuntados, que se había fugado del matadero.
El plato era su destino.
Él nunca había soñado con ser estrella de la tele.
*De su libro Espejos, regalo de mis amigos uruguayos José Claudio Sanguinetti y Julia Gadé.
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