Seguridad jurídica y estabilidad económica, grandes mitos de la mundialización neoliberal
La seguridad jurídica y la estabilidad económica son los diques-mito contra los que se estrella, por muy blanda que sea o se manfieste, cualquier iniciativa social de progreso que pretenda extender la justicia y la equidad a toda la población en un plano de igualdad real.
Aquellos partidos, movimientos o personas que adopten posturas de profunda democratización efectiva de la cosa pública y de participación colectiva en la toma de decisiones chocan siempre con las opiniones críticas, advertencias veladas o las reprimendas paternalista de los gurús o peritos orgánicos del sistema capitalista que lanzan ideas y proclamas ideológicas a la sociedad de que no se deben sobrepasar unos límites precisos e insalvables: “libertad” de empresa a todo trance y procedimientos rigurosos “constitucionales” abstrusos e insoslayables son fronteras que jamás han de ponerse en cuestión.
Si el cura y el médico fueron las figuras y símbolos legendarios que sostuvieron las estructuras conservadoras de otros tiempos no tan lejanos, hoy el jurista y el economista han tomado las riendas en el imaginario popular de iconos con el máximo carisma social posible cuyas opiniones son poco menos que irrefutables o casi divinas. Ponerse frente a sus “verdades” instrumentales, dogmáticas muchas veces, requiere un arrojo especial y unas convicciones muy profundas.
Bajo el paraguas protector de los expertos en leyes y de los técnicos en economía, convertidos ambos saberes en las “ciencias” humanas por antonomasia de la actualidad, las elites y el capital transnacional quedan en un segundo plano táctico y tácito para que sus intereses directos y gruesos, sus ambiciones inconfesables y sus oscuras transacciones financieras, no sean conocidas ni comprendidas por la gran masa que sobrevive entre la necesidad acuciante y el empleo en precario.
“Ley, orden y estabilidad” es la divisa predilecta de los santones y de sus testaferros que ostentan el poder real y el vicario cobijados en las trastiendas capitalistas del mundo de hoy. En esas tres palabras, de aroma dulce y perfil atractivo, se condensa la ideología conservadora y neoliberal de la mundialización en vigor. Ley, orden y estabilidad que buscan detener la vida en un statu quo determinado, eliminando el conflicto por decreto emanado de una espuria verdad natural y absoluta: habitamos el mejor de los mundos posibles, hemos alcanzado el final de la historia, toda resistencia mental o social es condenable, mala per se y terrorista en última instancia.
La física, no obstante, ha demostrado que nada permanece quieto, que todo está en movimiento. Darwin, a través de su teoría de la evolución, abunda en esa idea. Marx, por su parte, recogiendo conceptos de la filosofía antigua y de la economía política surgida en el siglo XIX, nos dejó dicho que el conflicto y la contradicción son conceptos inherentes al discurrir humano.
Ante estas evidencias científicas, las elites no tuvieron más remedio que reaccionar, nunca mejor expresado. Su poder, sus dineros y sus intereses pedían a gritos una estructura ideológica defensiva que tejiera una filosofía omnicomprensiva para extender su perspectiva a toda la sociedad en su conjunto. A la sazón, esas creencias, transformadas a conveniencia en un refrito ecléctico de “mitos científicos” son la base del mundo capitalista.
La religión del capital tuvo que insuflar nueva vida a palabras como democracia, libertad e igualdad para presentarse ante la ciudadanía como portadores de una “buena nueva” de alcance interclasista, transversal y universal. Unas veces se denominan derecha sin ambages, otras conservadores que quieren preservas las tradiciones y costumbres inveteradas del pueblo sano, otras social-liberales, otras liberales a secas, demócrata cristianos en ocasiones, moderados, populista o reformistas en acepciones modernas y en un giro fantástico incluso social-demócratas progresistas de muy variado signo y condición pero siempre decididos entusiastas del régimen capitalista escondido bajo el eufemismo “Estado social”.
Sinécdoque perfecta: la parte explotadora pasó a ser el todo social en la mente popular, apropiándose de la democracia, la libertad y la igualdad que habían esgrimido los trabajadores con conciencia de clase y distintas vanguardias sociales de izquierda para que los conflictos latentes capital-trabajo, amo-esclavo, explotador-explotado, Occidente-Tercer Mundo o machista-feminista salieran a la luz pública y fueran motor de expresión contradictorio hacia una sociedad más justa y solidaria.
Con el derrumbe de la URSS y su escenario geopolítico de influencia, el capitalismo obtuvo un impulso espectacular. Solo cabía pensar y actuar dentro de los estrechos márgenes de lo políticamente correcto, esto es, en clave de resignación conservadora y solipsista. De buenas a primeras, el mundo único y acabado del sistema capitalista se convirtió en un hábitat natural donde la ley del todos contra todos guiaba nuestros sueños de libertad absoluta.
Esa libertad formal no se tradujo en valores constatables ni perdurables. Todo parecía vacío, pura seducción ideológica. El trabajo se hizo escaso y el Estado social se vendió por nada a cambio a las multinacionales más pujantes y depredadoras. Los señuelos de las sociedades inminentes del conocimiento y el ocio jamás hicieron acto de presencia.
Y llegamos a ahora mismo, un teatro de injusticias patentes, guerras cruentas con tecnología punta y de precariedades existenciales muy agudas. El sueño capitalista está en crisis, hace aguas por todas partes. Sus “verdades” inatacables precisan defenderse con militares y policías para salvaguardar las estructuras agrietadas por el conflicto social y político. Nada nuevo en la Historia grande del ser humano.
Palo y zanahoria son remedios clásicos para mantener la quietud sublime del régimen capitalista. No obstante, la porra y la metralleta son terapias que hay que dosificar con inteligencia. Los golpes suaves quedan reservados a grupos de personas expertas en leyes y en los procesos económicos, dos redes ideológicas que utilizan la palabra pero que son extremadamente beligerantes en el uso de la misma con requiebros, añagazas, subterfugios y emboscadas semánticas para esconder los intereses de clase que supervisan y subvencionan sus presupuestos tomados por científicos y equidistantes de opciones políticas concretas por el gran público elector.
Retomamos el principio de nuestra disertación. Hoy, cuando alguien se atreve plantear dudas políticas acerca de la ley o el entramado jurídico y el sistema económico en vigor, las alarmas del régimen saltan como fieras contra tamaña osadía. Nadie puede franquear lo que dicta la ley; nadie debe poner en entredicho la eficacia de la economía capitalista y de la sacrosanta “libertad de empresa”.
No importa que se aporten datos y evidencias contundentes al respecto: pobreza, paro, desahucios, hambre, marginación social… El aparato democrático capitalista se basa en procedimientos rígidos y fríamente inhumanos: lo que no se atenga a las expectativas de la ley o se adapte a los preceptos de la economía neoliberal, no existe, aunque, repetimos con ironía malsana, sí existan las personas que vivan en la pobreza, estén desempleadas, hayan dado con sus huesos en la calle, no tengan nada que llevarse a la boca o habiten en la mugre de los extrarradios del sistema.
La inseguridad jurídica y la inestabilidad económica son muros ideológicos que preservan los dineros y el poder de las clases propietarias y pudientes. Cualquier política progresista que nazca de la persona concreta y desde la realidad social a pie de calle debe hacer de la desobediencia civil y política coherente y argumentada su bastión inexpugnable mínimo para llevar democráticamente a las instituciones y así defender los intereses de la inmensa mayoría, de todos nos atreveríamos a decir.
Lo que de verdad crea inseguridad e inestabilidad sociales en cantidades ingentes son la distribución injusta de la riqueza, las amnistías fiscales a los defraudadores y las reformas laborales contra los derechos de la gente trabajadora. Pero esos daños colaterales son meros datos estadísticos producidos por la bella y eficaz maquinaria de la globalización del siglo XXI que no repercuten en los saldos y cuentas de beneficios ni en el nivel de vida de las castas dirigentes. Por supuesto, tampoco en su ética individual o moral de clase.
Cuando oigamos a alguna figura mediática o adustamente académica, jurista o economista de postín, alzar su voz de prestigio avalada por las elites contra una medida o propuesta de izquierdas (de clase, de los de abajo o, si así se quiere, de la multitud indeterminada de Negri o bien del cualquierismo inefable de Rancière) está mintiendo a favor del sistema capitalista. No tenga dudas al respecto: si las elites se muestran nerviosas o inseguras, la propuesta ha dado en la diana: es manifiestamente justa y democrática, aunque mejorable, como todo en la vida.
Los que hambrean siempre quieren comer, salvo que se les incite sibilinamente mediante la ideología de las clases dominantes al suicidio o a la autoculpabilidad inducida del ostracismo apolítico: ley vieja y natural donde las haya. Un ser humano en esas condiciones de precariedad total es un ser vulnerable en extremo: la inseguridad jurídica y la estabilidad económica le importan un rábano. Como debe ser.
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