Por: Frei Betto
Roma autorizó este mes a la arquidiócesis de Olinda y Recife iniciar el proceso que podría llevar a la Iglesia Católica a reconocer y dar culto a Dom Helder Camara (1909-1999) como santo.
Le conocí cuando era obispo auxiliar de Rio de Janeiro, a comienzos de la década de 1960. Hombre de muchos talentos, se encargaba también de la Acción Católica, movimiento que agrupaba el llamado A, E, I, O, U (JAC, JEC, JIC, JOC, JUC).
Además de los años en que participé en la dirección nacional de la Acción Católica, conviví con Dom Helder durante su último período de vida; cada año yo daba una charla en Recife, en la Semana Teológica. Y nunca dejaba de visitarlo en la iglesia de las Fronteras, donde residía él.
Hombre de baja estatura y frágil, tenía curiosas características: apenas se alimentaba. Comía como un pajarito. Y tenía un extraño horario de sueño: se acostaba hacia las once, se levantaba a las dos de la madrugada, se sentaba en una silla-balancín y se entregaba a la oración. Era, según decía él mismo, su “momento de vigilia”. Rezaba hasta las cuatro, dormía otra hora y se levantaba para celebrar la misa.
En la década de 1960 Dom Helder encabezó en Rio de Janeiro la Cruzada San Sebastián, proyecto de desfavelización creado por él. No cuajó; lo cual le llevó a combatir las causas de la pobreza.
De espíritu amigable, allá donde iba juntaba a la gente en torno de él. Fue quien originó la CNBB, inventando las conferencias episcopales, y el CELAM, el consejo de los obispos de América Latina.
Esos organismos, que en cierta forma descentralizaron la Iglesia romana, salieron de la cabeza del obispo que, para desgracia de los militares golpistas, fue nombrado arzobispo exactamente en 1964. El Papa lo nombró para Sao Luis, pero días después le transfirió a la arquidiócesis de Olinda y Recife, en la que permaneció hasta su muerte.
Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) lideró el Pacto de las Catacumbas, por el que innumerables obispos se comprometieron con la “opción por los pobres”, dando origen a esa porción de obispos que más tarde se identificarían con la Teología de la Liberación. Nominado en 1972 para el Premio Nobel de la Paz, Dom Helder no ganó el premio por dos razones: primero por presión del gobierno Médici. La dictadura se hubiera visto muy cuestionada en su imagen al exterior en caso de que hubiese ganado. Incluso dentro del Brasil Dom Helder era considerado “persona non grata”. Censurado, nada de lo que el “obispo rojo” hablaba era reproducido o señalado por los medios del país.
La otra razón: los celos de la Curia Romana. Esta consideraba una falta de delicadeza, por parte de la comisión noruega del Nobel, el conceder a un obispo del Tercer Mundo un premio que antes debiera dársele al papa…
El gobierno militar, temiendo que le pasara algo a Dom Helder y la culpa recayera sobre la dictadura, envió delegados de la Policía Federal a ofrecerle protección. Dom Helder contestó: “No necesito de ustedes, ya tengo quien cuide de mi seguridad”. “Pero usted no puede tener escoltas privados. Para tenerlos es necesario registrarse en la Policía Federal. Debemos de conocerlos nosotros y autorizar el uso de armas. ¿Quién cuida de su seguridad?” Dom Helder replicó: “Son tres personas. Pueden anotar: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Incomodaba al gobierno el ver desmoralizada por Dom Helder la imagen que la dictadura quería proyectar del Brasil en el exterior. Él siempre resaltaba que, si el gobierno deseara probar que él mentía, entonces que abriera las puertas del país a fin de que comisiones internacionales de derechos humanos vinieran a investigar, como hizo la dictadura de Grecia.
El golpe más cruel que la dictadura le dio a Dom Helder fue el brutal asesinato de su asesor para la juventud, el P: Antonio Henrique Pereira Neto, de 29 años, en marzo de 1969, en Recife.
Dom Helder solía repetir: “Si hablo de los hambrientos, todos me llaman cristiano; si hablo de las causas del hambre, me llaman comunista”.
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