Por: René González Barrios
Máximo Gómez Báez (18 de noviembre de 1836 – 17 de junio de 1905) fue uno de los principales oficiales del Ejército Libertador cubano durante la Guerra de los Diez Años y el General en Jefe de las tropas revolucionarias en la Guerra del 95. Este 17 de junio, en el aniversario 110 de su muerte, se le rindió homenaje ante su tumba, en el Cementerio de Colón, de La Habana. Estas fueron las palabras del Presidente del Instituto de Historia de Cuba, René González Barrios.
Con respeto sagrado, y admiración profunda, rendimos tributo a la memoria de uno de los próceres más relevantes de la historia americana, a una de las vidas más transparentes, lúcidas y virtuosas, que brotara de las entrañas de la noble Quisqueya, y que esta, bondadosa, ofreciera como ofrenda de hermandad a su vecina Cuba.
Hace 110 años el pueblo habanero despidió, anegado en lágrimas, al hombre símbolo que servía de escudo, bandera, e inspiración, a todos los cubanos, fallecido un día como hoy. El generalísimo Máximo Gómez Báez encarnaba la Patria, y en su cuerpo delgado, músculo todo de cubanía y patriotismo, veían sus contemporáneos el rostro múltiple del martirologio cubano, al hombre que compartió glorias y sinsabores con todos los grandes: Céspedes, Aguilera, Agramonte, Vicente, Calixto, Maceo y Martí. Él los resumía.
Las honras fúnebres para despedir al ser amado, fue la ceremonia luctuosa más imponente que conociera la isla hasta entonces. Gómez dejaba su impronta de paz, mesura y cordura política, y a la vez, un inmenso vacío: marchaba el consejero exacto de nuestros destinos, y la más profunda y auscultadora mirada de nuestra realidad.
Pocos conocieron como él la psicología y cultura de nuestro pueblo, pensaron en el futuro de la Patria, y alertaron sobre la necesidad de la unidad, y la educación, como armas para enfrentar el ingerencismo y las ambiciones expansionistas del gobierno de Estados Unidos sobre la Isla. Al respecto, el 8 de mayo de 1901 reflexionaba al patriota puertorriqueño Sotero Figueroa:
“El triste pasado ya lo conocemos, y en el presente abierto tenemos el libro de nuestras tristezas para leerlo. Lo que tenemos que estudiar con profundísima atención, es la manera de salvar lo mucho que aún nos queda de la Revolución redentora, su Historia y su Bandera.
“De no hacerlo así, llegará un día en que perdido hasta el idioma, nuestros hijos, sin que se les pueda culpar, apenas leerán algún viejo pergamino que les caiga a la mano, en el que se relaten las proezas de las pasadas generaciones, y esas, de seguro les han de inspirar poco interés, sugestionados como han de sentirse por el espíritu yankee”.
Más que una alerta, parecería una profecía, escrita para los cubanos de todos los tiempos.
Tuvo el Mayor General Máximo Gómez Báez, el indiscutible don del magnetismo. Su mística figura resaltaba por su educación, austeridad, sencillez y modestia. En la guerra, fue impetuoso y temerario. En la paz, un humilde trabajador agrícola que con sus propias manos sacaba a la tierra el fruto de la vida para el sustento de su prole.
Como jefe, despertó entre sus contemporáneos, opiniones diversas. Idolatrado, admirado, respetado y querido, era a la vez temido. Aquel veterano y excepcional militar que confesara que en la vida no había “…odiado más que una cosa: la Guerra…”, fue rara simbiosis: un tierno corazón cubierto en delicada coraza de acero. La impactante figura del hermético general se transformaba en colosal ternura, ante la presencia de niños y mujeres. Quizás por su delicadeza de espíritu, a lo largo de las contiendas independentistas, se hizo acompañar siempre por poetas.
Uno de ellos, el puertorriqueño Francisco Gonzalo Marín, su ayudante, presenció el bochornoso incidente en que un miembro del Consejo de Gobierno ofendiera a Gómez tildándolo de extranjero. Bajo un árbol, instantes después, escribió el sentido poema “En días aciagos”.
Tiene de Hidalgo el ímpetu divino,
del noble Sucre el idealismo ciego,
la egregia estirpe del titán andino
y la serena intrepidez de Riego.
De su vida en el épico destino
Belona misma, con buril de fuego,
le marcó con la fé de un girondino
y la bravura heráldica de un griego.
La Gloria es un poema de dolores
en que la Ingratitud, genio atrevido,
escupe manchas y se lleva flores…
¡Nada le importe a quien la Gloria ha ungido,
que siempre a los que fueron redentores
les escupió la frente un redimido!
Llamado por la tropa “el chino”, “el viejo”, “el prieto”, o “el Generalísimo”, aquel hombre, “…aproximación de Don Quijote…” como el mismo se hiciese llamar en una ocasión, llevaba consigo un arma singular que ordenaba con silenciosa precisión: su mirada.
Sus pequeños y vivaces ojos producían centellantes llamaradas de fuego, muchas veces irresistibles para quienes sintieron su peso abrumador. Un simple gesto con ellos, un guiño, un parpadeo, eran expresiones extraverbales, bien identificadas por los hombres de su Estado Mayor. Su mirada, ordenaba silenciosa. Era un fulgurante rayo de fuego que según las circunstancias, alumbraba esplendorosamente o quemaba. Historiadores y contemporáneos, dejaron constancia de ello.
Su joven ayudante de la guerra del 95, Comandante Miguel Varona Guerrero, apuntaba que aquel hombre ejemplar, enemigo de la ostentación y la espectacularidad, “…siempre buscó la verdadera jerarquía humana en el fondo del alma de los individuos a quienes trataba…”
Genio mortal, duro en la batalla, llenó de amor filiar su hogar, con toda la ternura de su abrasadora mirada. Aquellos pequeños y achinados ojos tuvieron el privilegio de una visión intensa de un mundo complejo y cambiante. Vieron mucho. Cruzaron relampagueantes destellos con gigantes de Cuba y América, con hombres de pueblo de toda la amplia gama del espectro social y escudriñaron en lo más hondo de las entrañas del pueblo cubano, su psicología y esencia misma.
Los tiempos que corren nos exigen volver a Gómez; al político, al humanista, al educador, al intelectual, al hombre ético de vida ejemplar. El estudio de su obra, debería convertirse en un referente de obligatoria consulta para la defensa de nuestra soberanía y proyecto de nación. En el altar de la Patria, está él, incansable, como faro y guía de la más pura y noble Cubanía.
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