Hostos y Luperon estandarte del ideario antillanista
La amistad, el
cariño y el afecto que se profesaron Hostos y Luperón no tienen parangón en la
historia de los libertadores de nuestra América morena y el Caribe. Solo es
comparable con la profunda amistad
infinita que se prodigaron dos grandes
de la historia de la humanidad, Carlos Marx y Federico Engels.
A Luperón y a
Hostos es justo que
se les recuerde
juntos, que unamos
sus almas grandes
en un solo
pensamiento. Razón mayor para
ello es, además,
que ambos próceres
se amaron, se
admiraron y se
comprendieron; que ambos,
al acercar sus
corazones y sus
mentes, identificaron sus
anhelos para con la
Patria dominicana, para
con las Antillas
y para con
América.
Hoy queremos
recordar y honrar a esos dos paladines del antillanismo. Luperón el guerrero,
patriota, estadista, aquel gran
Luperón que encarnó
el mejor tipo
de dirigente dominicano
por reunir en su persona
un alma templada,
una voluntad férrea,
una mente idealista, y
Hostos con un corazón generoso, pensador lleno de luz, un civilizador, un
moralista y ético que tenía por arma
para civilizar a la América y el Caribe la educación, la Escuela Hostosiana.
Presentaremos en
varias entregas el texto de un
opúsculo que escribiera Emilio Rodríguez
Demorizi 1939 a propósito del año
centenario de ambos próceres antillanistas.
Hoy presentaremos
la primera entrega del referido opúsculo escrito por Emilio Rodríguez Demorizi.
Primera
Entrega:
En las
vidas predestinadas a
idéntica misión suele
haber señales misteriosas,
denunciadoras de una
voluntad extraterrenal que
va enlazándolas hasta sujetarlas
al mismo…, en
la vida y
en la muerte,
como ríos lejanos
que al fin
se arrastran sobre
las piedras del
mismo cauce.
Bajo este
signo vinieron al
mundo, en 1839,
el uno en la isla
de Puerto Rico
y el otro
en la de
Santo Domingo, los
ilustres próceres antillanos
Eugenio María de
Hostos y Gregorio
Luperón. El puertorriqueño nació
en los albores
del año, el
11 de enero,
y el dominicano
en sus postrimerías,
el 8 de
septiembre.
Ambos llegaron
a la vida
en tierra esclava,
pero ninguno recibió
de la fatal
herencia el más
leve sometimiento. Fueron
esencialmente libres y
a la libertad
consagraron sus vidas
ejemplares.
El hijo
de Borinquén fue
a la escuela
desde temprano, obediente
a su destino
de civilizador; el
hijo de Quisqueya,
pasado apenas por
las aulas, se fue a
los rudos cortes
de madera, en
los feraces campos
de Puerto Plata,
fiel a su
predestinación de soldado.
Mientras Hostos se
adiestraba en las
lides del pensamiento,
Luperón blandía el
hacha, que es
también una espada.
En 1857,
cuando Hostos principia
en la Universidad
de Madrid sus
estudios de Derecho,
Luperón se inicia
en la política
en la jefatura
del Puesto Cantonal
de Yásica, donde,
sin conocer rudimentos
de aquella ciencia,
y sin necesitarlo,
a veces imparte
justicia por su
propio brazo y
se habitúa a
hacer del derecho
una deidad sagrada
e inviolable.
En 1861.
Luperón se niega
a firmar el
acta de anexión
de la República
a España, y
por ello se
ve obligado a
emigrar a Cabo
Haitiano, New York,
México, Jamaica. Esa
peregrinación no la
emprende Hostos sino
más tarde, en
parecidas circunstancias, después
de haber roto
con España.
De 1863
a 1865, Luperón
es de los
primeros paladines de
la guerra restauradora,
contra la Madre
Patria. En esos
mismos años, Hostos,
en Madrid, se hace
activo propagandista de
la libertad. Cada
uno lucha con
sus armas. Hostos
escribe, en España
contra España. Luperón
guerrea en Santo
Domingo contra la
misma España. Ambos
pudieron decir entonces
como dijera Hostos,
refiriéndose a los
sucesos estudiantiles de
la noche de
San Daniel, en
la Villa y
Corte de Madrid: “cuando
comencé mi carrera
política, la comencé
por un acto
de valor cívico”.
El 23
de septiembre de
1868 se dio
el grito de
Lares, la primera
manifestación armada del
separatismo en Puerto
Rico, cuyos organizadores, particularmente el
Dr. Ramón Emeterio
Betances, estaban en
convivencia con Luperón,
con quien contaba
para darle cima
a la heroica
y malograda empresa.
Poco después, el 20 de
diciembre, Hostos promulgaba
en el Ateneo
de Madrid su
memorable discurso contra
el régimen colonial
de España en
América. Tomaba cuerpo,
entonces, el ideal
de Confederación de
las Antillas, propugnado
por Hostos y
Luperón, sin que
hubiese todavía ninguna
relación directa entre
ellos. Pero el
destino iba acercándolos
cada día más,
por esa milagrosa
fuerza de cohesión
del ideal…
Falta, a veces, en
muchas vidas, para
crecer y para
magnificarse, el contacto
con otras vidas.
Betances sin Luperón
habría sido el
errante agitador de
siempre, perdido tras
una fuerza centrípeta
que organizara sus
acciones, sin un
sólo momento de
reposo. Sin Luperón,
en la vida
de Hostos habría faltado
algo esencial: la
contemplación directa del
hombre que él
busca para darle
forma a sus
ansias de civilización
y libertad en
las Antillas. Igualmente,
Luperón necesitó de
ambos, de Betances
y de Hostos,
para hacer más
perfecta su transmutación
de soldado en estadista, de
hombre de armas
en hombre de
pensamiento. Eran hombres
diferentes, como dijera
Hostos de Duarte
y de Sánchez,
pero eran hombres
que se completaban.
El año de 1870
es el de
las primeras luchas
de Hostos por la libertad
dominicana; y es
también el año
de más angustiosa
actividad de Luperón.
Cuando el
Presidente Báez quiere
pasar de la
torpeza a la anexión a
España al criminal
error de la
sumisión a los
Estados Unidos de
Norte América, Hostos
está en New
York y allí
mismo combate el
nefasto proyecto. Escribe
largamente contra el
propósito de Báez,
en la prensa
americana, y su voz alienta
a los patriotas
que luchan denodadamente
por salvar la
República. El liberal
Senador Summer, insigne
amigo de los
dominicanos, y el
General Grant, que
conocen la oposición
de Luperón a
la anexión de
Santo Domingo, también
oyen la dramática
voz de Hostos.
Mientras tanto, Luperón,
arma al brazo,
en el destierro
o en los
ensangrentados campos de
la patria, lucha
contra Báez y se
lanza tenazmente a la
realización de sus
designios. Así, por igual, Hostos
y Luperón se
convierten en próceres
de la misma
patriótica cruzada.
A fines
de 1870 Hostos
inicia su peregrinación
por Sur América.
La revolución de
Puerto Rico, nuevamente
fraguada, había sufrido
un grave colapso
con la fatal
odisea de Luperón
en el vapor
EL TELEGRAFO, a
la que Hostos
alude en uno
de los primeros
escritos en que
habla de su
futuro amigo:
“… Se habían
comprado cinco mil fusiles,
seis cañones y
parte de EL
TELEGRAFO. El director
de la revolución,
Betances, no ha
querido nunca llevarla
por sí mismo
a Puerto Rico,
y contando con
el auxilio de los dominicanos,
se decidió fácilmente
a socorrer a
Cabral y a
Luperón, abandonándoles los
cinco mil fusiles,
que cayeron en
poder de Báez,
y su parte
en EL TELEGRAFO,
que cayó en
poder de las
autoridades danesas de
Saint Thomas”.
Cuando Hostos
regresa a New
York, en 1874,
la guerra de
Cuba está en
sus más álgidos
momentos. En Santo
Domingo el Presidente
Báez ha sido
derrocado, y los
dominicanos tienen ya
plena conciencia de
su nacionalidad. Mientras
Hostos toma parte
en la frustrada
expedición del General
Aguilera, hacia los
ardidos campos de
la isla hermana,
Luperón, en Puerto
Plata, se erige
en decidido protector
de los soldados
de la emigración,
cubanos y puertorriqueños que
habían formado allí
animada colonia de
trabajadores y patriotas.
A principios
de 1875, tras
la tentativa de
expedición a Cuba,
Hostos no sabe
hacia dónde dirigirse.
Entonces recuerda, en su artículo
El horizonte de
Santo Domingo. Sus
luchas por la
República, como si
quisiera ganarse todavía
más la buena
voluntad del país
hacia el cual,
por fin, decide
encaminarse:
“Cuando Báez
y los anexionistas
de la actual
administración de los
Estados Unidos conspiraban
contra ella en
Santo Domingo (la autónoma
de nuestra raza
en el archipiélago), la
misma pluma que
hoy funda en
la autonomía, es
decir, en la
independencia absoluta de
nuestras islas, el
porvenir común de
todas ellas, defendía
en 1870 la
de Santo Domingo…”
¿Qué veía
Hostos en aquella
sociedad, poco menos
que hundida en
la barbarie, pero
que a pesar
de ello luchaba
heroicamente por salvar
su bandera de
manos de anexionistas
y tiranos? Su
previsor espíritu, sus
claros ojos veían
en ella, indudablemente el
único punto de
apoyo en que
podía afirmarse su
pensamiento político: la
libertad de Cuba
y Puerto Rico,
la anhelada Confederación
de las Antillas.
Algo más
le atrae. Le
llaman los cubanos
y puertorriqueños de
Puerto Plata, y
los dominicanos que
les protegen. Entre
esas voces no
faltará, seguramente, la
de Gregorio Luperón.
El infatigable
peregrino toma su
bordón hacia Santo
Domingo. Va a
luchar, va a
ganarse allí “algunos
de los mejores
amigos de su
vida”; va a
vivir sus más tremendos días
de periodista; a
contemplar de cerca
una revolución y
a mezclarse en
ella, pero también
a iniciarse en
la profesión del
magisterio; va a
presenciar un espectáculo
grandioso: la ascensión
de Espaillat a
la Presidencia de la República,
por virtud del
derecho triunfante, sin
el estruendo ni
el horror de
las armas; y va, finalmente,
a conocer a
Luperón.
El 30
de mayo de
1875, el vapor
americano TYBEE echó
sus anclas al
mar de Puerto
Plata. Por primera
vez Eugenio María
de Hostos pisaba
tierra dominicana. Una
y otra vez
la dejaría, antes
de reposar en
ella eternamente.
Desde antes
de la caída
del Presidente Báez,
en 1873, Puerto
Plata ofrecía la
impresión de un
vasto campamento de
patriotas y trabajadores.
Cubanos y puertorriqueños, emigrados
de su país
por nobles pecados
de patriotismo, habían
plantado allí sus
tiendas, al amor
de los dominicanos.
Luperón, apartado de
la política, estaba
al frente de
su casa de
comercio.
Allá se
encontraron Hostos y
Betances. Tras el
abrazo a su
ilustre compatriota, la
visita a Luperón,
que Hostos recordará
años después:
“Confieso que
no dejó de
parecerme extraordinario el
encontrarme detrás del
mostrador de una
mercería al hombre que
en la guerra
nacional y en
la civil había
deslumbrado tantas fantasías.
Pero allí, y
así, lo conocí
en 1875, puesto
en contacto con
él por su
maestro, guía y
amigo, el noble
y primer ciudadano
de Puerto Rico,
el siempre desterrado
Doctor Betances”.
Desde entonces,
hasta su salida
de Puerto Plata,
Hostos está en
comunicación constante con
Luperón. Se auxilian
mutuamente; el pensador
le sirve de
secretario al guerrero
y fraternizan de
tal modo, que
éste le llama
“amigo de corazón
y hermano”. Hostos,
en cambio, y
muchos de sus
compatriotas, ven en
el insigne soldado
al esperado Máximo
Gómez de Puerto
Rico.
La llegada
de Hostos fue
un acontecimiento en
aquella sociedad en
que se debatían,
por medio de la prensa
y la tribuna,
con desusado ardor,
los intereses más
opuestos: los luperonistas
contra los baecistas;
y cubanos, puertorriqueños y
dominicanos, contra el
régimen colonial de
España en las
Antillas.
El recién
llegado disfrutó de
pocos días de
descanso. Asumió muy
pronto la redacción
de LAS DOS
ANTILLAS, periódico semanal
“exclusivamente dedicado a
la defensa y
propaganda de los
intereses políticos de
Cuba y Puerto
Rico”, que acababa
de ser creado,
el 3 de
abril de 1875,
bajo la dirección
del puertorriqueño Enrique
Coronado. En él
colaboraba, a veces,
Gregorio Luperón.
La campaña
periodística reanudada por
Hostos sufrió graves
inconvenientes y tropiezos.
Sus artículos, así
como las actividades
políticas de los
emigrados, eran constante
motivo de protesta
de los representantes de
España y de los
periódicos ministeriales de
Cuba y Puerto
Rico, a su
vez combatidos sin
embozo por los
periódicos dominicanos simpatizadores, en
su generalidad, de
la causa antillana.
Para conectar
esa actividad hostil
a España, a
la que estaba
ligada la República
por el Tratado
de 1874, cuyas
negociaciones habían sido
afectadas por las
campañas políticas que
tenían lugar en
el país en
pro de Cuba.
LAS DOS ANTILLAS
aparecía, ya por el mes
de julio, fechado
en Islas Turcas,
aunque, como siempre,
era editado en
la imprenta puertoplateña
de Don Manuel
Castellanos. Esa prudente
medida había sido
adoptada a ruegos
del mismo Presidente
de la República,
General Ignacio María
González. Pero ese
ardid no tuvo
el resultado apetecido.
Las continuas acusaciones
del BOLETIN MERCANTIL,
el periódico gubernamental
que Pérez Moris
redactaba en San
Juan Puerto Rico,
y las crecientes
amenazas de las
autoridades españolas dirigidas
al Gobierno dominicano,
impulsaron al Presidente
González a dictar
el decreto del
28 de julio
de 1875, por
el cual se
ordenaba la supresión
de LAS DOS
ANTILLAS, de lo
que protestó Luperón
con su habitual
entereza.
Del altivo
heraldo de Hostos
sólo desapareció el
nombre. Surgió en
el acto con
el título de
LAS TRES ANTILLAS.
Una isla más
se había incorporado
al periódico, como
si el formidable
combatiente quisiere con
ello ser más
fiel al ideal
de confederación de
las Islas mayores
del Caribe. Un
nuevo decreto vino a
suprimirlo, y el
12 de agosto
un nuevo periódico
sustituyó al desaparecido.
Ya no eran
las islas, ahora
eran sus hombre,
LOS ANTILLANOS cuya
vida fue tan
efímera y combatida
como la de
los primeros.
A medidas
más extremosas aún
compelían las autoridades
españolas a las
dominicanas, en contra
de los emigrados.
Hostos se constituyó
entonces en el
más activo de
sus resueltos defensores.
En esa lucha,
que fue creando
en aquel ambiente
una situación política
adversa al Presidente
González, Luperón aparecía
del lado de
Hostos.
En esos
días el Gobierno
resolvió la expulsión
de los cubanos
y puertorriqueños residentes
en Puerto Plata.
Luperón se opuso
tenazmente a esa
medida, e hizo,
como dice él mimo,
un llamamiento a
todas las sociedades
que existían en
Puerto Plata, y
éstas le dieron
su firme apoyo
para impedir aquel
horrible crimen de
un Gobierno infame.
Esa actitud
de Luperón contribuyó
a que fuese
considerado como enemigo
del Gobierno, que
ya veía alzarse
ante sí la
vigorosa oposición, esta
vez armada de
doctrinas, que logró
abatirlo. Pero antes
de ello tendrían
lugar sucesos extraordinarios vividos
igualmente por Hostos
y Luperón.
El 23
de enero de
1876 es un
día memorable en la historia
de Puerto Plata.
Un grupo de
soldados, portador de
siniestras órdenes, se
acerca al hogar
de Luperón. Va
a hacer preso
a quien jamás
conoció “la pesadumbre
de las prisiones”.
Luperón rechaza la
orden arbitraria y
convierte su casa
en un reducto
inexpugnable. Desde el
balcón, a tiro
de fusil, dispersa
la soldadesca. El
pueblo, el Municipio,
el Cuerpo Consular,
los emigrados, acuden
en auxilio de
Luperón. Entre ellos
está Hostos, que
luego se complacerá
en recordar el
singular suceso:
“Desde su
casa y acompañado
por un corto
número de amigos
se defendía tan
denodadamente, que no
sólo rechazó con
buen éxito la
fuerza armada que
intentó penetrar en
su hogar, sino
que armó a sus parciales
de la ciudad
y del contorno,
que se presentaban
organizados en cuerpos
a defenderlo y
después se organizaron
en cantón en las
inmediaciones de Puerto
Plata. La chispa
que allá y
en Santiago inflamó
el ánimo de los pocos
que deseaban fundar
gobiernos de derecho
y de los
muchachos que buscaban
lo que nunca
los descontentos o
los ambiciosos en
la revueltas civiles,
concluyó por producir
una revolución victoriosa”.
El insólito
atentado y la
audacia de Luperón
tuvieron eco resonante
por toda la
República. En Santiago,
Ulises Francisco Espaillat,
Máximo y Maximiliano
Grullón y otros
prestantes ciudadanos, protestaron
del hecho en
una altiva exposición
dirigida, el 25
de enero de
1876, al Gobernador
de Puerto Plata… Dos
días después se
inició en Santiago
la llamada Revolución
de Enero, según
Hostos “único movimiento
de doctrinas, única
lucha de ideas
que se ha sostenido en
el país”. En tan graves
momentos, Hostos está
de tal manera
ligado a Luperón,
que es él
quien redacta, el
28 de enero,
el escrito en
el que éste
agradece la protesta
de Santiago. Es la voz
de Hostos y
de Luperón al
mismo tiempo, que se
extiende por toda
la República, en
uno de los
más altos documentos
de nuestra historia
política. Escrito por
Hostos, no había
de silenciar su
idea, el ideal antillanista.
No hace falta
en él la
firma de Hostos
como no haría
falta en el Manifiesto de
Monte Cristi la
firma de Martí.
En uno de
sus más salientes
párrafos decía:
“Para pactar
con España, si
efectivamente es necesario,
empecemos por anular
el Tratado con
España, y por
afirmar ante Dios,
ante América, y
ante nuestra propia
conciencia, que nunca
cometeremos la insensatez que
hoy es infamia,
de ser dominicanos
y no ser
antillanos, de conocer
nuestro porvenir y
divorciarlo del porvenir
de las Antillas,
de ser hijos
de la nueva
idea y de
abandonarla en Cuba
y Puerto Rico”.
Mientras se
desenvolvía el incruento
proceso de la Revolución de
Enero, el 5
de marzo abría
sus puertas la Sociedad-Escuela La
Educadora, fundada por
Hostos con el
entusiasta y liberal
concurso de Luperón,
en una casa
de éste, en
la que funcionaba
la benemérita Sociedad
Liga de la
Paz, rama de la
creada en Santiago
por el educacionista
y prócer domínico-cubano Manuel
de Jesús de
Peña y Reynoso.
En La
Educadora, primera escuela
dominicana de carácter
esencialmente doctrinario, el
soldado restaurador y
el peregrino de Borinquén. Se
iniciaron en las
nobles actividades del
magisterio, en las
altas enseñanzas de
las doctrinas democráticas,
del conocimiento de
las constituciones americanas
y particularmente de
la dominicana, y
en la difusión
del “pensamiento moral
o social dirigido
a armonizar los
intereses generales de las tres
Antillas hermanas”.
Hostos, Luperón,
Fernández de Arcila,
García Copely, eran
los profesores. Junto
a Luperón, Hostos
se convirtió en
maestro, no en
soldado; y el
soldado se hizo
aún más civilista.
El feliz contagio
los beneficiaba a
ambos, pero Luperón
quizás se aprovechara
más de ello.
Hostos no dejó
de ser un
pensador, cada día
más fiel a
ese destino. Luperón
fue más dúctil
a la necesaria
evolución que debía
resultar de esa alianza.
Puede decirse que
dejó de ser
un soldado desde
entonces y fue
un pensador político,
un propagandista de
doctrinas republicanas, un
campeón civil de
la libertad y
del derecho. Producto
de esas tendencias
de su espíritu
fue su obra
NOTAS AUTOBIOGRAFICAS Y
APUNTES HISTORICOS.
Más que
la relación de
sus hechos heroicos,
de su legendaria
vida de soldado,
esa obra contiene
la doctrina de
Luperón, la exposición
de sus ideas
políticas y de
su acendrado nacionalismo,
no exento de
encendidas pasiones. En
ese nacionalismo de primer
orden no podrán
señalarse mayores influencias
de Hostos, porque
esta era una virtud
ingénita en Luperón,
pero sí en
su antillanismo, pues
en contacto con el Apóstol
ningún elevado espíritu
pudo sustraerse a
las irradiaciones del
ideal que le
obsedía con tan
vivo ardimiento.
En La
Educadora, las relaciones
entre Hostos y
Luperón se hacen
cada vez más
íntimas. En la
escuela, en el
hogar, en las
actividades públicas, siempre
aparecen juntos, no
obstante la situación
política de Luperón,
considerado como Jefe
de la oposición
al Gobierno de
González, ya en
sus postrimerías.
Los ataques
de los adeptos
de González, dirigidos
a Luperón, también
se extienden a
Hostos. Nada menos
que el periódico
oficial, LA GACETA
DE SANTO DOMINGO,
del 17 de
febrero, acusa al
Maestro de hacer
“uso exagerado de
la prensa”, de
“tomar las armas”
con el cubano
Pedro Recio, y
de encabezar como
jefes de los
cuerpos armados, de
cubanos, que han
fundado últimamente en
Puerto Plata, sin
legítima autorización, y,
por último, de
haber cooperado a
encender la tea
de nuestras discordias,
asumiendo una inmensa
responsabilidad, ofendiendo el
sagrario de nuestras
leyes y obrando
contra nuestros propios
intereses.
Hostos consideró
calumniosas esas imputaciones
y las rechazó
valientemente en su
artículo “Confesiones de
un culpable”, publicado
el 5 de
marzo en EL
PORVENIR, de Puerto
Plata. En su
vigorosa defensa de
la actitud de
la emigración cubana
en aquellos momentos,
hay también una
velada defensa de
la actitud de
Luperón y una
arrogante declaración de
su adhesión al
soldado. En ese
escrito declaraba:
“Si alguno,
si muchos, si
todos los proscritos
de Cuba y
Puerto Rico han
deseado ardientemente que
nuestro amigo el
General Luperón saliera
ileso de los
ataques de que
fuera víctima, y
se han atrevido
a desear para
Santo Domingo el
bien que para
Cuba y Puerto
Rico deseamos, no
es pagar con
infracciones de una
ley escrita el
hospedaje que debemos
y agradecemos; es,
al contrario, acatar
una ley natural
que nos compete
a hacer ante
nuestros hermanos y
con ellos lo
que quisimos ser
en nuestro propio
suelo”.
Y más
adelante agrega que se complace
en considerar como
bueno entre los buenos
a todo aquel
que teniendo por
patria la libertad,
en cualquier parte
ejercita ese augusto
patriotismo… Que haya habido
un puertorriqueño decidido
a ser útil
en estos momentos,
como en cualquier
momento, a este
país, y que
ese puertorriqueño sea
yo, no lo he ocultado,
no lo oculto, no
lo ocultaré.
La verdad
es que Hostos
no había sido
ni seguía siendo
un mero espectador
en los sucesos
iniciados en enero
de 1876, en
Puerto Plata, que
produjeron la caída
de González. A
pesar de las
acusaciones de LA GACETA DE
SANTO DOMINGO, y
de sus confesiones,
continuaba mezclado en
los asuntos políticos
del país.
Evidencia de
esto es que,
al renovarse la
directiva de la
rama puertoplateña de
la Liga de la
Paz, el
9 de marzo,
Luperón fue elegido
Presidente de ella
y Hostos vocal.
Y esa sociedad
personificaba, precisamente, la
oposición al Gobierno.
Además, Hostos prestaba
su personal concurso,
en compañía de
Luperón, en la
Convención Electoral de Puerto Plata,
en favor de
la candidatura del
insigne Ulises Francisco
Espaillat para la
Presidencia de la
República, cuya plataforma
fue redactada por
Hostos, con toda
probabilidad, lo que
se deduce en una
carta de
Espaillat, del 27
de marzo, dirigida
a Luperón, a
Hostos, a Rodolfo
Ovidio Limardo y
a otros miembros
de la citada
Convención, en uno
de cuyos documentos,
indudablemente escrito por
Hostos, hay una
advertencia al pueblo
dominicano que compendia
todo un programa
de vida republicana
y que Espaillat
se complace en
repetir:
“Que la
urna electoral es
el único sucesor
legítimo y pacífico
de las balas.
Ella nunca ha
de temer el
peregrino; ni desazones
ni miserias. La
mano protectora de
Luperón se extiende
hasta él, a
través de mares
y de montañas”.
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