El poder del pueblo por lo regular “dormido” que sólo “despierta” en momentos muy concretos
y puntuales.
Cuando el pueblo tiene la
iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa la retoman las
élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder
Domingo Núñez Polanco por los caminos de la patria sembrando conciencia y humanidad |
El sistema hace
al individuo pero también el individuo hace al sistema. Indudablemente, un gran
empresario o un político tienen mucha más influencia en el funcionamiento de la
sociedad que un simple ciudadano corriente o que un trabajador.
Pero, indudablemente
también, el sistema no podría funcionar sin, como mínimo, la colaboración, por
activa o por pasiva, del conjunto de la ciudadanía. En realidad, en última
instancia, el funcionamiento del sistema viene determinado por la forma de
comportarse de la mayoría de la gente que lo conforma. El poder es en verdad,
en última instancia, del pueblo. Las élites que nos dominan no tendrían nada
que hace sin la colaboración del pueblo, sin su sumisión. Nadie puede dominar
si nadie se deja dominar.
Cuando el pueblo
tiene la iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa la retoman
las élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder
El problema es
que el poder del pueblo no hace acto de presencia más que en determinados
momentos excepcionales de la historia en que la fuerza de la mayoría se impone
cuando la unidad de los ciudadanos se torna real. Digamos que el poder que, en
última instancia, ostenta el pueblo, es un poder “dormido” que sólo “despierta”
en momentos muy concretos y puntuales. Dicho poder sólo hace acto de presencia
cuando el pueblo, de alguna manera, forzado por la necesidad fundamentalmente,
se subleva. En estos casos el poder del pueblo pasa de ser potencial a real.
Sin embargo, la mayor parte de las veces, cuando dicho poder despierta, es
canalizado por ciertas minorías que tienden también a controlarlo. Pero a pesar
de esto, del hecho de que las revoluciones o las protestas sean normalmente
dirigidas por ciertas vanguardias, el pueblo en esos momentos excepcionales
ejerce mucha más influencia de lo habitual.
Durante el resto
del tiempo, durante la mayor parte de la historia, el poder real es ejercido
por ciertas élites que controlan los resortes del Estado. El poder económico
actúa cómodamente mientras el poder del pueblo permanezca dormido. Bajo estas
circunstancias, no es muy difícil comprender por qué las democracias se
convierten en oligocracias. El poder del pueblo está secuestrado por el poder
de las oligarquías. Incluso podríamos decir que
el poder del pueblo es en parte cedido por éste a las élites. Al delegar, al
acomodarnos, al relajarnos, al mirarnos el ombligo, cedemos poder. Al eludir
nuestra parte de responsabilidad, cedemos poder. Al dejarnos llevar, perdemos
el control de nuestras propias vidas.
Mientras el
pueblo permanezca dormido, estaremos condenados a las oligocracias. Sólo será
posible alcanzar la auténtica democracia cuando el pueblo despierte y
permanezca despierto indefinidamente. Tampoco sirve despertarse en determinado
momento y luego volverse a dormir. Así se han producido las involuciones. A los
momentos puntuales en que el pueblo despertó e impulsó la historia hacia
delante, les sucedieron momentos en los que los avances se convirtieron en
papel mojado o incluso en retrocesos. Tras las revoluciones vinieron las
contrarrevoluciones. Muchos avances teóricos no se tradujeron en la práctica.
Cuando el pueblo tiene la iniciativa, la sociedad avanza, pero cuando la iniciativa
la retoman las élites, sean cuales sean éstas, la sociedad vuelve a retroceder.
La historia es un continuo zigzag, un continuo movimiento pendular hacia
delante y hacia atrás, dependiendo de qué parte de la sociedad lleve la
iniciativa, si el pueblo o las minorías dominantes del poder económico de
turno. Pero, además de esto, la historia tiene su inercia. A cierto periodo de
iniciativa popular sucede un periodo primero de contención de dicha iniciativa
que, si bien no puede impedir durante determinado tiempo el avance, sí puede
frenarlo al cabo del tiempo para acabar invirtiéndolo. Y viceversa.
Esto es lo que
está ocurriendo, en esencia, en el momento histórico actual. Tras los avances
derivados de las revoluciones “socialistas”, estamos padeciendo una nueva
involución. Pero esta involución no nació hace pocos años, no se gestó sólo
cuando cayó el muro de Berlín. En realidad, en la misma revolución, como en
toda revolución, ya teníamos presente la semilla de la contrarrevolución.
Cuando un nuevo sistema impide que el poder del pueblo fluya libremente, se
retroalimente a sí mismo, tarde o pronto, surge la involución.
En el momento en
que la revolución rusa de 1917 fue controlada por cierta élite, incluso aun
admitiendo que al principio bienintencionada, el germen de la contrarrevolución
ya estaba floreciendo. Lo mismo que posibilitó el triunfo de la revolución
bolchevique, el asalto al Estado burgués, con el tiempo (no mucho) posibilitó
el fracaso a medio y largo plazo de la revolución. El fuerte liderazgo
ejercido, liderazgo que contribuyó mucho al triunfo de la revolución
(entendiendo triunfo como la caída del Estado burgués, el acceso al poder
político), fue a su vez la principal causa de la degeneración de la revolución.
De esta manera, la burocracia se realimentó a sí misma y transformó el Estado
proletario en un Estado totalitario al servicio de la nueva casta dominante. La
dictadura del proletariado se transformó en la dictadura contra el
proletariado. La sociedad debe transformarse con el control de toda ella.
Cuando una revolución depende de una élite, de unas pocas personas, tarde o
pronto, la revolución se traiciona a sí misma.
En el capítulo
Los errores de la izquierda de mi libro Rumbo a la democracia analizo en
profundidad las causas de los fracasos de la izquierda en el siglo XX. Fracasos
que aún estamos pagando en este siglo XXI. Fracasos de los que es imperativo
aprender. Por consiguiente, sólo es posible transformar el sistema con ciertas
garantías de éxito, de futuro, cuando el control permanece en el pueblo en todo
momento, no sólo cuando se “asaltan” los palacios o los
parlamentos, no sólo cuando se toma el poder, sino que
sobre todo cuando se ejerce. La única forma de evitar la degeneración de toda
revolución es mediante el desarrollo de la infraestructura política necesaria
para ello. Y dicha infraestructura no puede ser otra que la democracia, la
verdadera, el poder del pueblo. Es más, realmente, lo verdaderamente importante
es construir los medios adecuados para posibilitar la transformación social,
para avanzar sin parar y evitar los retrocesos.
Lo realmente importante es
construir la democracia, es desarrollarla continuamente, es profundizar en
ella. Es mucho menos probable que un sistema degenere cuando no lo controla
cierta minoría, o por lo menos cuando el control de la minoría dominante se
minimiza. Como ya he explicado en diversos escritos míos, la clave está en la
democracia. Con suficiente democracia podremos contrastar libremente las ideas,
podremos experimentar libremente para ver qué ideas funcionan en la práctica y
cuáles no, podremos, en suma, aplicar el método científico para transformar la
sociedad. Y de paso, y no menos importante, podremos evitar las involuciones.
Sin control popular, llevado hasta el extremo, hasta el máximo de sus
posibilidades, las revoluciones fracasan y dan paso a las contrarrevoluciones,
como las experiencias prácticas históricas nos han enseñado sin ninguna
duda.
Nota:
El precedente
texto lo tomamos de una página web y
perdimos el nombre de su autor
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