MORAL Y LUCES

MORAL Y LUCES

miércoles, 2 de julio de 2014

Juan Bosch:Mi salida de Costa Rica (Bosch, autobiografía política,tercera entrega)

(Bosch, autobiografía política,tercera entrega 


Yo vivía a mil kilómetros de Santiago de Cuba, Lo que equivale a decir a mil kilómetros del cuartel Moncada, sin embargo fui acusado de haber participado en el asalto que capitaneó Fidel Castro. El acusador fue el jefe del Servicio de
Inteligencia Militar, comandante Ugalde Carrillo, que había sido agregado militar a la Embajada de Cuba en la República Dominicana, lo que indica que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para servirle a Trujillo haciendo preso al secretario general del Partido Revolucionario Dominicano.
En condición de detenido fui enviado a altas horas de la noche, como uno más entre varios conocidos opositores de la dictadura de Batista, al antiguo cuartel de La Cabaña, del cual iba a ser jefe seis años después Che Guevara. Si la acusación de Ugalde Carrillo era la primera parte de un plan para enviarme a la República Dominicana, el plan lo hizo fracasar una decisión de mi mujer, que se fue a ver al general Enrique Loynaz del Castillo, el sobreviviente de más alto rango de la Guerra de Independencia cubana, ayudante de Máximo Gómez y dominicano como Gómez, persona tan respetada en
Cuba que ni siquiera Fulgencio Batista se atrevía a negarle lo que él pedía. Loynaz del Castillo era uno de los tres testigos de mi matrimonio con Carmen Quidiello, los otros dos fueron la escritora española María Zambrano y el poeta cubano Nicolás Guillén, y cuando Loynaz del Castillo oyó de la boca de Carmen Quidiello que yo estaba preso en La Cabaña desde hacía diez días y que ella no había podido obtener un pase para ir a verme, se dirigió al Palacio Presidencial y le pidió Batista mi libertad. Salí de La Cabaña ese día, pero no fui a dormir a mi casa y allá se presentaron a media noche los soldados de Ugalde Carrillo que iban en busca mía. Yo había actuado correctamente, pues, cuando me negué a creer que Batista tenía en los cuarteles más autoridad que oficiales como el comandante Ugalde Carrillo.

A esa altura del mes de agosto de 1953 yo ignoraba que José Figueres había sido elegido presidente de Costa Rica, y tan pronto me lo hizo saber el director de Bohemia, la revista para la cual escribía, que me dio la noticia y con ella la recomendación de que buscara asilo en una Embajada porque se me buscaba para enviarme a la República Dominicana, me fui a la Embajada costarricense y salí de ella protegido por el Derecho de Asilo para ir al aeropuerto de Rancho Boyeros donde tomé un avión que me condujo a San José de Costa Rica; tampoco había allí seccional del Partido Revolucionario Dominicano, pero entre los muy contados compatriotas que vivían en ese país se hallaba un miembro del Partido: Amado Soler Fernández, que estaba destinado a morir en Nicaragua asesinado por la Guardia Nacional de Anastasio Somoza, y vivían mis padres, que habían tenido que salir del país debido a la persecución de que eran víctimas desde hacía años.

De Costa Rica tuve que salir a solicitud de la Organización de Estados Americanos (la OEA) que la propuso como medida indispensable para evitar una agresión armada de la dictadura nicaragüense, encabezada por Anastasio Somoza padre. ¿Por qué pedía Somoza mi salida de Costa Rica? ¿Lo hacía para servirle a su amigote Rafael Leónidas Trujillo?


De La Paz a Santiago de Chile

No. Lo hacía porque a fines del mes de marzo de 1954 había entrado en Nicaragua, clandestinamente, un pequeño grupo de hombres armados entre los cuales estaban el hondureño Jorge Ribas Montes, que en Cayo Confites tuvo a su cargo el entrenamiento de un pelotón de morteristas, y el dominicano Amado Soler Fernández. El grupo, encabezado por Pablo Leal, se organizó e hizo prácticas del uso de armas en Costa Rica, con apoyo de José Figueres, en quien los dictadores del Caribe tuvieron en todo momento un enemigo a muerte; y en esa ocasión Figueres me pidió que fuera
yo quien mantuviera el contacto con Pablo Leal y le entregara el dinero, las armas y los vehículos que pidiera porque si Somoza llegaba a enterarse de que él, Figueres, estaba participando en los preparativos del ataque que iba a darse, reaccionaría anticipándose a atacar él a Costa Rica. Yo no podía negarme a servirle a Figueres en lo que me pedía e inicié el papel de representante suyo ante Pablo Leal proponiéndole a éste un acuerdo: Que inmediatamente después de tomar el poder, el grupo que él dirigía debía poner a las órdenes del Partido Revolucionario Dominicano un lugar del territorio de Nicaragua y la cantidad de armas necesarias para traer a la República Dominicana una fuerza capaz de enfrentar y derrocar al poder de Trujillo. La Guardia Nacional de Somoza enfrentó y asesinó a los combatientes que fueron armados y entrenados en Costa Rica y el dictador nicaragüense supo, por declaración de una de las víctimas de ese episodio, el papel que había jugado yo en la entrega de armas, dinero y vehículos para el grupo que había entrado clandestinamente en su país, y presentó ante la OEA las pruebas de mi actuación en favor de esas personas, lo que le dio derecho a pedir que se le solicitara al gobierno de Costa Rica mi salida de su territorio, y naturalmente, accedí a irme porque no podía servirle de pretexto a Somoza para lanzarse contra el gobierno de Figueres, lo que podría redundar en la muerte de muchos costarricenses de todas las edades y de los dos sexos.

Cuando Figueres me informó de la situación en que se hallaban su gobierno y su pueblo respondí diciéndole que desde ese momento iría a buscar información de hacia qué país tenía posibilidad de ir sin perder tiempo; y la posibilidad fue Bolivia, a cuya capital, La Paz, me dirigí cinco días después. Conmigo iban hacia ese lejano país andino mi hijo León y Pompeyo Alfau.

En La Paz, una ciudad que se halla a más de 3 mil 600 metros de altura, estuve residiendo unos seis meses con algunas salidas a lugares como el gran lago Titicaca, y visitas frecuentes al despacho de Hernán Siles Suazo, vicepresidente en esos tiempos de la República y presidente cuando en 1956 terminó el mandato de Víctor Paz Estensoro, pero La Paz estaba demasiado lejos de la República Dominicana para que los que dirigían la política boliviana pudieran tener interés en involucrarse en lo que estaba sucediendo en mi país. Es más, durante mi estancia en Bolivia yo me sentía, hablando de Trujillo y de su dictadura, que vivía flotando en un vacío agobiante porque ni siquiera podía escribirles a los compañeros de la dirección del Partido que vivían en La Habana debido a que no sabía si una carta mía llegaría a sus manos o a las del comandante Ugalde Carrillo.

A los seis meses de vivir en ese estado de ánimo decidí salir de Bolivia; irme a Chile, y lo hicimos León, Pompeyo y yo usando el ferrocarril que comunicaba las alturas de los Andes con las tierras bajas de Santiago de Chile, cuyo nivel no pasaba de 520 metros. Si en Costa Rica, país del Caribe, vinculado a los luchadores antitrujillistas al extremo de que en el movimiento guerrillero capitaneado por José Figueres tomaron parte dos dominicanos —Miguel Ángel Ramírez, que dirigió la batalla de San Isidro del General, y Horacio Julio Ornes, que dirigió la toma de Puerto Limón—, donde además vivían algunos dominicanos, sólo uno de ellos —Amado Soler Fernández— era miembro del Partido Revolucionario Dominicano, habría sido un sueño pensar que en Chile hubiera, no ya un perredeísta, sino un dominicano anti trujillista. Había habido uno, Pericles Franco, pero hacía tiempo que se había ido de Chile. Por mi parte viví en ese país tiempo suficiente para hacer contactos políticos y además, al menos entre los intelectuales chilenos se me conoció porque allí se publicaron tres libros míos: Cuba, la isla fascinante, Judas Iscariote, el Calumniado y La muchacha de la Guaira y otros cuentos, todos los cuales fueron comentados en la prensa por autoridades en la Literatura. (Allí escribí otros libros que no se publicaron en Chile: Póker de espanto en el Caribe y David, biografía de un rey, y además, como teníamos que mantenernos —mi hijo León, Pompeyo Alfau y yo— monté un taller de baterías para automóviles que estuvo en la calle Arturo Prat, y lo atendí yo mismo hasta el día en que lo vendí para irme a la bahía de Corral, y poco después a Buenos Aires y Río de Janeiro). En Chile no había un perredeísta, sin embargo yo me mantenía en contacto con la dirección del Partido por medio de cartas que no despachaba yo sino un amigo chileno a quien había conocido en La Habana; pero sobre todo trataba el tema de la dictadura trujillista —y también de la de Somoza, la de Batista y la de Pérez Jiménez— con el círculo de dirigentes del Partido Socialista chileno, a la cabeza de los cuales estaban Salvador Allende y Clodomiro Almeyda. Mis relaciones con esos y otros líderes del socialismo chileno eran tan cordiales que en el caso de Allende pasaron a ser también con su familia, y todavía lo son con su viuda, Hortensia Bussi de Allende, y en el banquete de despedida de su país que me dio un grupo de intelectuales, quien pronunció el discurso de rigor fue Allende.

De mi estancia en Chile hay un episodio al que nunca me referí porque no tenía, ni la tengo hoy, explicación para él.
Fue la llegada a Santiago de dos miembros de lo que en Cuba se llamaba el gansterismo político. Ese nombre era una aplicación a la política cubana, en los años posteriores al
Machadato, de los métodos criminales usados en los Estados Unidos por las bandas de traficantes de bebidas alcohólicas que abundaban en los años de la época conocida con la denominación de “la Ley Seca”. La Ley Seca había prohibido hacia el 1920 la venta de bebidas alcohólicas en lugares públicos, pero los aficionados a esas bebidas eran tantos millones de personas que la demanda de licores generó la formación de miles de negocios clandestinos dedicados a contrabandear bebidas de todo tipo con los cuales se hicieron millonarios centenares de hombres cuya única virtud era saber usar una arma que matara rápidamente. El gran personaje de esos años fue Al Capone. En Cuba los gánsteres no mataban por razones de competencia en el negocio de las bebidas; mataban para aniquilar a un competidor político o si alguien pagaba para que le liquidaran a un adversario político. En el caso a que estoy aludiendo, los personajes gansteriles fueron dos cubanos que se me presentaron de buenas a primeras en Santiago de Chile en horas de la noche.

De Santo Domingo a Molinos de Niebla

Los cubanos que llegaron a Santiago de Chile y se presentaron en el hotel donde vivíamos mi hijo León y yo eran Eufemio Fernández y Jesús González Cartas, conocido por el apodo de El Extraño. El primero había sido en Cayo Confites el jefe del
Batallón Guiteras, pero un buen día se fue a La Habana; de La Habana, según se dijo, fue a Miami, y cuando tuvimos que abandonar el Cayo no había vuelto. Eufemio Fernández era, para mí, un hombre sin dominio de sí mismo, que no podía contener la necesidad de actuar violentamente ni la de vestir con la mayor elegancia y al mismo tiempo vivir bien sin llevar a cabo algún trabajo. Yo tuve siempre la sospecha de que en la desaparición de un archivo en el que guardaba todos los documentos importantes de mi vida y de la vida del Partido Revolucionario Dominicano, Eufemio Fernández había tenido algo que ver. En cuanto a El Extraño, ése estuvo al servicio de Trujillo cuando fue a Costa Rica por mandato del dictador dominicano a cumplir el plan de matar a José Figueres.

¿A qué habían ido a Chile Eufemio Fernández y El Extraño? ¿Quién les había pagado los pasajes desde Estados Unidos hasta Santiago de Chile, y con los pasajes el dinero de estancia en ese país donde ninguno de los dos tenía función alguna que desempeñar?

Eufemio Fernández y El Extraño se hospedaron en el mismo hotel donde vivíamos León y yo; estuvieron tres días allí, fueron al taller de baterías y lo observaron de manera cuidadosa, como si buscaran algo que se les había perdido, y al cuarto día dijeron adiós para volver a Cuba, según me explicaron; pero algunos años después, cuando retorné a la República Dominicana supe que Eufemio Fernández y El Extraño estuvieron aquí y que el primero recibió en Cuba, adonde había vuelto, un cargamento de armas de las que se hacían en la armería de San Cristóbal. Curiosamente, la fecha aproximada de su presencia en la República Dominicana coincidía con la de su misterioso viaje a Chile.

La vida que yo hacía en Chile no tenía sentido para mí. El país era bello, sus hijos, hombres y mujeres, eran encantadores, bien educados; pero mi mujer y mis hijos estaban en Cuba, y aunque en Cuba estaba también la dictadura de Batista, allí se vivía en un ambiente de actividad política en el cual yo me había formado, en Cuba estaba la dirección del Partido Revolucionario Dominicano, y seguramente sus miembros Ángel
Miolán, Alexis Liz, Virgilio Mainardi, y hasta cierto punto el Dr. Romano Pérez Cabral— debían estar recibiendo noticias del país, al menos, las que podían llegar desde las secciones perredeístas de Nueva York, Puerto Rico, Curazao, Aruba. Para tener la seguridad de que los dos obreros que trabajaban conmigo en la pequeña fábrica de baterías no se equivocarían al montar las placas inventé un instrumento que me hizo un mecánico checoeslovaco, y ese aparato, simple pero llamado a dar buenos rendimientos, le dio valor al taller a tal punto que recibí propuestas de compra ventajosas; vendí el taller, le di dinero a Pompeyo Alfau para que volviera a Cuba o se fuera a Venezuela y me  fui con León a la bahía de Corral, en cuya orilla norte había un lugarejo llamado Molinos de Niebla. Allí, en una casa humilde, habitada por una familia indígena, íbamos a pasar un mes, tiempo que yo ocuparía escribiendo el libro David, biografía de un rey, cuya primera edición iba a hacerse ocho años después en la República Dominicana, otra en España, algunas más también en el país y además fue traducida al inglés en Londres.

De Santiago de Chile a Río de Janeiro

El embajador de Cuba en Santiago de Chile era hijo de padres cubanos que habían vivido en la República Dominicana en los años finales del siglo pasado y los primeros del actual, y por esa razón nos conocimos en La Habana. Yo fui a verlo a la Embajada cubana después que despaché hacia Madrid a León adonde él quería seguir los estudios de pintura que había iniciado en la Escuela San Fernando de la capital de Cuba.

(Pido al lector una excusa pero debo explicar que mi padre, que era español y estaba viviendo en Costa Rica como quedó dicho en el capítulo anterior, tenía desde hacía muchos años dinero depositado en un banco de Madrid y desde Chile le pedí que pusiera ese dinero a las órdenes de León para que pudiera mantenerse en España dos o tres años, solicitud que mi padre atendió; el viaje lo hizo León en barco y resultó ser barato).

Desde Santiago, una vez que se me dio la visa para viajar a Cuba y después de haber planeado el viaje con paradas en Buenos aires y en Río de Janeiro, le telegrafié a Manuel del Cabral, que tenía un puesto en la Embajada dominicana de la capital argentina, informándole que viajaría por avión tal día, y cuando llegué al aeropuerto de Ezeiza, nombre que lleva la terminal aérea de Buenos Aires, allí estaba el celebrado poeta dominicano esperándome sin importarle para nada el precio que tendría que pagar cuando Trujillo se enterara de que él había ido a Ezeiza, a recibir a un enemigo suyo, pero debo decir que a su padre, Mario Fermín Cabral, tampoco le importó tomar en cuenta el peligro que corría cuando dieciocho años antes me explicó en Santo Domingo que el asesinato de miles de haitianos llevado a cabo por órdenes de Trujillo no se debió a razones políticas sino a la ira provocada en el dictador por una intervención del presidente haitiano Stenio Vincent que le impidió traer a República Dominicana una hermosa joven, miembro de una familia distinguida de Haití, de quien
Trujillo se había enamorado locamente.

Tampoco en Buenos aires había dominicanos antitrujillistas y además yo tenía entre mis planes detenerme en Río de Janeiro unos días para hablar largo con José R. Castro, el
Embajador de Honduras, con quien mantuve una larga amistad en La Habana cuando él era allí un exiliado de su patria en lucha contra la dictadura de Tiburcio Carías Andino, que duró desde 1933 hasta 1949. Mi interés en quedarme en Río de Janeiro unos días —eso sí, pocos— tenía una explicación: enterarme de manera detallada de la situación del Caribe, o mejor dicho, de los países del Caribe gobernados por dictadores. Estábamos en los días finales del año 1956 y ya Anastasio Somoza no era el dictador de Nicaragua porque había sido eliminado no sólo del poder sino de la vida ese mismo año y quien ocupaba su lugar era su hijo Luis. En Cuba, Fidel Castro había iniciado la segunda etapa de la guerra de guerrillas contra Batista hacía pocos días y José R. Castro tenía pocas noticias de lo que estaba sucediendo en la patria de José Martí, pero me aseguró que Fidel se hallaba en Cuba de nuevo. De Venezuela no había nada que decir: Pedro Estrada seguía siendo el azote de la juventud y especialmente de los jóvenes de
Acción Democrática. En cuanto a la República Dominicana sabía tanto como yo, que equivalía a no saber nada nuevo.

Poco antes de terminar el año 1955 llegaba yo a Cuba. La noticia de que Fidel Castro había vuelto a su país no era cierta; tardaría un año justo en volver, y volvería entrando no por La Habana sino por una pequeña playa de la costa Sur de la provincia de Oriente. Por esa costa Sur, pero de la bahía de Cienfuegos, saldríamos a mediados de 1956 Ángel Miolán y yo abordo de un buque alemán que iba hacia Amberes, donde lo dejaríamos para tomar un tren que nos llevaría a Bruselas, la capital de Bélgica. Allí estaba residiendo, por corto tiempo, Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que tenía en todos los países latinoamericanos un prestigio sin paralelo ganado en su lucha contra las dictaduras peruanas de Leguía y Sánchez Cerro, pero también contra todas las dictaduras que habían padecido y estaban padeciendo los pueblos de América, y para Miolán y para mí era muy importante sumar el nombre de Haya de la Torre a los de los luchadores antitrujillistas, fueran o no fueran dominicanos.
Miolán y yo íbamos hacia Viena, donde iba a celebrarse un congreso de organizaciones sindicales en el cual debíamos presentar una moción de bloqueo internacional al gobierno de Trujillo, pero llegamos a Europa antes del tiempo fijado para ese congreso porque tuvimos que adelantar nuestra salida de Cuba para aprovechar la oportunidad de viajar por vía marítima, que era más barata que la aérea. De Bruselas pasaríamos a París y de París a Viena pasando por Suiza, y esperábamos que en Ginebra o en Viena se nos sumaría Nicolás Silfa, secretario general de la seccional perredeísta de Nueva York. En París presenciamos el desfile militar del 14 de julio de ese año (1956), visitamos el Museo del Hombre y le hicimos una visita a don Eduardo Santos, persona conocida también en todos los países de lengua española de América porque era un periodista notable, propietario y director del diario El Tiempo, y naturalmente, sabíamos que en El Tiempo se denunciaba la dictadura trujillista, razón por la cual estábamos en el deber de saludarlo a nuestro paso por París.
El dinero para ese viaje había sido proporcionado por un amigo de un sargento del Ejército cubano llamado José Luis Álvarez, que vive aún en La Habana, donde residía cuando Fulgencio Batista salió de Cuba en un avión que lo traería a Santo Domingo al comenzar el mes de enero de 1959, apenas dos años y medio antes de la muerte de Trujillo. El amigo de Álvarez era un coronel de apellido Blanco que debía tener acceso a secretos de Estado y cuando se trataba de secretos relacionados con la dictadura de Trujillo se los transmitía a Álvarez para que éste me los diera a conocer. Uno de esos secretos era el de un desembarco de armas dominicanas que habían llegado a Cuba dirigidas a Eufemio Fernández, rumor al que me referí en el capítulo anterior de esta serie. Eufemio Fernández, había desaparecido de los sitios que frecuentaba, y de acuerdo con lo que contaba el amigo de José Luis Álvarez, Batista le daba a la noticia de la llegada de esas armas una importancia desusada, tanto que con frecuencia hablaba de Trujillo calificándolo de hombre peligroso y enemigo de Cuba.
Álvarez oía a su amigo decir esas cosas y me informaba de ellas, y cuando me vio preocupado porque se acercaba la fecha de salir hacia Viena y ni Miolán ni yo teníamos dinero para hacer ese viaje, decidió pedirle a su amigo 5 mil dólares, que el coronel Blanco llevó a su casa.

De Cuba a Venezuela

Aunque el coronel Blanco le entregó a Álvarez el dinero en billetes norteamericanos, y por tanto de esa entrega no quedó ningún documento probatorio de que yo había recibido dinero de Batista, cuando Álvarez puso en mis manos los dólares temí que al aceptarlos estuviera cometiendo un error, pero de momento, como si se tratara de un rayo que cruzaba por mi cerebro, recordé que el hombre a quien Martí llamó hermano, Federico Henríquez y Carvajal, había recibido de Ulises Heureaux dinero para ser gastado en las actividades independentistas de Cuba, y ese dinero le fue entregado por Henríquez y Carvajal nada menos que a José Martí. Con 5 mil dólares Miolán y yo hicimos el viaje a Viena donde se nos unió Nicolás Silfa, que pudo ir desde Nueva York a la capital de Austria porque la seccional neoyorquina del PRD no tenía las limitaciones económicas que tenía la de La Habana.

En el orden político el viaje fue un fracaso porque a las delegaciones sindicales de los países de Europa no les importaba lo que estaba sucediendo en un país del Caribe cuyo nombre no conocían. Miolán retornó a Cuba y Silfa volvió a Nueva York, pero yo me fui a Italia animado por la invitación de uno de los delegados sindicales de ese país que habían tomado parte en el congreso de Viena, el cual me aseguró que la central sindical a la que pertenecía su sindicato ayudaría al PRD en su lucha contra la dictadura de Trujillo. Esa ayuda no se concretó, aunque se me dio la necesaria para mantenerme en Roma un mes y para viajar a Israel a bordo de un pequeño barco y con pasaje de tercera; así mismo hice el viaje de Haifa a Marsella, y de Marsella, en ferrocarril, a Madrid, y de Madrid a La Habana en avión gracias a dos préstamos que me hicieron una cubana y un español; ella, Maritza Alonso, que vive todavía, y él Ángel Lázaro, los dos, amigos de muchos años. Lázaro, en cuya casa me hospedé mientras estuve en Madrid, me acompañó en el viaje Madrid-Habana, pues aunque lo hallé en Madrid su lugar de residencia durante muchos años fue la capital de Cuba.

Cuando retorné a Cuba Fidel Castro estaba en la Sierra Maestra donde encabezaba la acción guerrillera destinada a sacar del poder a Fulgencio Batista, pero todavía Batista era el jefe del Estado cubano y seguía preocupado por lo que pudiera hacer contra él Rafael Leónidas Trujillo. Esa preocupación le llevó a proponerle a Rolando Masferrer, que era senador, la organización de un comité dedicado a denunciar las actividades anticubanas de Trujillo, y Masferrer pretendía que yo fuera al Senado a hacer el papel de relator de los crímenes del dictador de nuestro país. De haber accedido a las repetidas solicitudes que me hizo Masferrer yo me hubiera faltado el respeto a mí mismo porque todos los cubanos sabían que Masferrer era lo que en Cuba se llamaba un jefe de gánster.

La seccional de La Habana del Partido Revolucionario Dominicano seguía trabajando, pero su campo de acción era muy reducido, pues aunque las autoridades batistianas no nos perseguían debido a los recelos que su jefe tenía de Trujillo y de su política agresiva, los que dirigíamos al PRD sabíamos que en cualquier momento una, dos o tres de esas autoridades iban a actuar contra nosotros si Trujillo les ofrecía buenas recompensas a cambio de que nos persiguieran. Por esa razón Ángel Miolán se fue a vivir a Venezuela tan pronto como pudo hacerlo después de la caída de Marcos Pérez Jiménez y su dictadura y poco tiempo después yo me vería obligado a hacer lo mismo.

Detenido por el comandante Ventura

La agitación política producida por la persistencia de la guerra de guerrillas que mantenían Fidel Castro y sus acompañantes en la Sierra Maestra, agravada por la crisis económica de carácter mundial que se había originado en Estados Unidos en 1956 y se hacía en Cuba en 1957, me llevó a dedicarme a un trabajo que no fuera de naturaleza pública, o dicho de otra manera, que no consistiera en escribir para Bohemia. Ese trabajo, que conseguí rápidamente, fue el de jefe de redacción de una agencia publicitaria que tenía sus oficinas cerca del Hotel Nacional, en el barrio del Vedado. Como mi trabajo, al cual iba desde mi casa a pie, estaba a una cuadra de una cafetería que había en la porción de la calle 23 llamada La Rampa, yo salía de mi oficina y me iba a La Rampa a tomar café, pero un día de los últimos de marzo (1958) al salir de mi casa advertí que se me vigilaba y cuando iba, a media mañana, a la cafetería de La Rampa, le pedí a uno de los compañeros de trabajo que me siguiera a diez o doce pasos y si me sucedía algo anormal, que se lo dijera inmediatamente a uno de los propietarios de la publicitaria.

Lo que yo me temía sucedió. En el momento en que iba a bajar de la acera a la calle 23 se me acercó un hombre, me presentó una tarjeta que sacó del bolsillo de su chacabana y me ordenó que lo siguiera. Era un agente de la policía que me invitó a subir a un automóvil y me condujo a una estación policial conocida como un antro de crímenes porque su jefe, el comandante Ventura, era un asesino que figuraba en el pináculo de los batistianos sanguinarios. Durante todo ese día, la noche y la mitad del día siguiente, se me mantuvo sentado de cara a una esquina de una habitación en la que había varios detenidos. Estuve allí todo ese tiempo sin comer nada ni tomar un vaso de agua. Poco antes de las 12 del segundo día me llevaron a la comandancia, esto es, el lugar  que ocupaba Ventura, quien al verme llegar me invitó a sentarme frente a él de manera que quedamos encarados, con su mesa escritorio en medio de los dos; durante por lo menos un minuto me miró fijamente y pasó a decir:

—Señor Bosch, prepárese a salir de Cuba, que a usted se le acabó aquí el jueguito. Esta misma tarde sale usted para Santo Domingo.

Yo no me detuve a mirarlo porque estaba mirándolo cuando él dijo lo que acabo de escribir; lo que hice fue usar una voz suave, tranquila, para responder así:

—Comandante Ventura, yo no soy un huérfano. A mí se me conoce en Cuba, pero también fuera de Cuba; en toda la América Latina y más allá. Si usted me manda a Santo Domingo me manda a la muerte porque Trujillo ordenará que me maten antes de que yo llegue a la ciudad capital, y tenga la seguridad de que eso no va a agradecérselo a usted el general Batista, a quien en toda América acusarán de responsable de lo que a mí me pase.
En el mismo momento en que terminaba de decir esas palabras empezaron a suceder cosas que no contaré porque no tienen nada que ver con la historia del Partido Revolucionario Dominicano, pero todas ellas culminaron en mi salida de la estación de la Policía que se hallaba bajo el mando del comandante Ventura sin que él pudiera evitarlo.
Al quedar liberado de las garras del comandante Ventura pedí asilo en la Embajada de Venezuela y allí fue a visitarme un alto funcionario del Ministerio de Estado, como se llamaba en Cuba al de Relaciones Exteriores. Ese funcionario, amigo mío desde hacía largo tiempo, era descendiente del general Carlos Roloff, un militar polaco que había participado en la primera etapa de la guerra de independencia cubana, la conocida en la historia con el nombre de “la Guerra de los Diez Años”. Roloff había ido a verme para cumplir una misión que se le había encomendado: convencerme de que me quedara en
Cuba, y para convencerme me ofrecía todas las garantías que yo pidiera; se esforzó en explicarme que el comandante Ventura había actuado por decisión personal, no obedeciendo órdenes del general Batista o de alguna autoridad militar o civil, a lo que respondí diciendo que precisamente por eso estaba yo en la Embajada de Venezuela, porque no sólo Ventura sino cualquiera de los varios jefes policiales que había en La Habana actuaba por cuenta propia, como lo había hecho en mi caso Ventura, y todavía tenía que agradecerle que no ordenara mi muerte.

Protegido por el Derecho de Asilo fui conducido al aeropuerto, donde por segunda vez en cinco años me despedí de mi familia desde la escalera del avión porque en ninguno de los dos casos se me permitió entrar por donde lo hacían los viajeros que salían del país de manera normal, y cuando llegué a Maiquetía, nombre del aeropuerto de Caracas, allí estaban esperándome Ángel Miolán, César Romero y Virgilio Gell. De esos tres perredeístas, uno, Ángel Miolán, era el secretario general del Partido y había salido de Cuba, donde residía, hacía apenas mes y medio. De Maiquetía pasamos a Caracas, a un barrio nuevo llamado Santa Mónica, donde vivía Miolán. Al día siguiente fui a las oficinas del periódico El Nacional donde me esperaba Miguel Otero Silva, quien me recibió con una pregunta, la de cuándo sería derrotado el gobierno de Batista, a lo que respondí diciendo. “A fines de año, entre el 15 de diciembre y el 15 de enero”, y como Otero Silva se sorprendiera con esas palabras mías le di una explicación, que fue la que sigue: “La zafra azucarera comienza en Cuba el 15 de diciembre, y en este año no habrá zafra porque ni los capitalistas ni los obreros cubanos van a admitir que se prolongue la situación de parálisis económica en que está viviendo su país”.

Batista cayó exactamente al terminar los primeros quince días de diciembre de 1958 y al comenzar los primeros quince de 1959, y a partir de ese momento empezó a formarse entre los exiliados dominicanos una atmósfera delirante que llevó a la mayor cantidad de ellos a creer que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en su país. La primera de las manifestaciones de ese delirio fue la formación de varios grupos, cada uno con un nombre que presentaba a sus componentes como revolucionarios. Hasta entonces, sólo el PRD había tenido nombre y organización en varios países a la vez, pero la victoria de Fidel Castro y sus columnas guerrilleras ilusionó a los exiliados antitrujillistas con la idea de que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en la República Dominicana. Unos cuantos de ellos habían vivido en Cuba pero no se dieron cuenta de que entre la sociedad cubana y la de nuestro pueblo había diferencias insalvables, y esas diferencias convertían a la historia de Cuba en irrepetible para los dominicanos.

Los efectos de la Revolución cubana

La expedición conocida con el nombre de Cayo Confites hubiera podido derrocar a Trujillo porque era una fuerza militar entrenada, equipada con buenas armas y con barcos y disponía de un número de hombres lo suficientemente grande como para operar al mismo tiempo en varios lugares, y la suma de los grupos que se formaron de manera precipitada creyendo, cada uno, que podía repetir en nuestro país lo que el Movimiento 26 de Julio había hecho en Cuba, no llegaba ni a trescientos.

Por sí sólo, lo que se acaba de decir da base para afirmar que los que pretendieran hacer en la República Dominicana lo que hicieron en Cuba Fidel y sus hombres irían al fracaso, un fracaso altamente costoso en vidas, pero hay que agregar a lo dicho que los que soñaban con la posibilidad de llegar a nuestro país con armas para iniciar una guerra de guerrillas contra la dictadura de Trujillo ignoraban que si llegaban al país no podrían contar con el apoyo de los campesinos como lo tuvo Fidel Castro cuando penetró en la región de la Sierra Maestra. Al contrario: los campos de Cuba y los que los poblaban estaban lejos de parecerse a los de la República Dominicana en la misma medida en que la historia de la patria de José Martí era diferente a la de la patria de
Juan Pablo Duarte.

Caracas se convirtió en el centro de la agitación que produjo entre los exiliados dominicanos la victoria de la revolución cubana porque en esa ciudad, la capital de Venezuela, estaba el hogar de Enrique Jiménez Moya, el hijo de una familia de exiliados antitrujillistas bien conocida porque el padre, de igual nombre, había participado de manera destacada en las guerras civiles que abundaron tanto en el país en los primeros dieciséis años de este siglo; pero además de lo dicho sucedía que Jiménez Moya se había ido a Cuba a combatir contra la dictadura batistiana como soldado a las órdenes del Movimiento 26 de Julio, y fue herido en combate, por cierto de gravedad, lo que le dio una categoría de jefe de cualquiera acción guerrillera que se llevara a cabo en la República Dominicana, de manera que al volver a Caracas, donde habían seguido viviendo sus familiares —madre, esposa e hijos—, quedó convertido para los exiliados dominicanos radicados en Venezuela, en la segunda edición de Fidel Castro.
Enrique Jiménez Moya nos envió mensajeros a Miolán y a mí cuya misión era convencernos de que el Partido Revolucionario Dominicano debía sumarse a los grupos que iban a participar en una acción guerrillera llamada a decapitar la tiranía trujillista, pero tanto Miolán como yo pensábamos que no había posibilidad de que en nuestro país se repitiera lo que había sucedido en Cuba. En varias ocasiones, él por su lado y yo por el mío, y algunas veces los dos juntos, recibimos presión de dirigentes de Acción Democrática y hasta de José Figueres, para que complaciéramos esas solicitudes. La última solicitud nos fue hecha personalmente por Jiménez Moya, quien se presentó en el pequeño hotel donde yo vivía acompañado por José Horacio Rodríguez, el hijo de Juan Rodríguez que estuvo a punto de ser asesinado en Cayo Confites por un grupo de seguidores de Rolando Masferrer. En ese momento Miolán estaba hablando conmigo y participó en la conversación, que estuvo dedicada al tema de la cercana invasión del país por una columna armada que estaría dirigida por Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez. Según dijo Jiménez Moya el ataque partiría de Cuba y los participantes dispondrían de armas.
La República Dominicana no era Cuba Según dijo Jiménez Moya y repitió varias veces, el éxito de esa operación dependía de que el Partido Revolucionario Dominicano participara en ella, y mi respuesta, apoyada por Miolán, fue que esa acción sería una aventura en la cual el ganador sería Trujillo, y apoyaba mi criterio de la siguiente manera: Era un error creer que en nuestro país podía repetirse lo que había sucedido en Cuba. Desde que pisó tierra cubana seguido por sólo doce hombres, Fidel Castro contó con el apoyo de los campesinos de Sierra Maestra, que estaban organizados desde hacía varios años para llevar adelante una lucha contra los propietarios de tierras de esa región, los campesinos tenían líderes a los cuales respetaban y seguían, y Fidel Castro, que estaba al tanto de esas luchas, les ofreció apoyo en sus planes como lo demostró el hecho de que estando en la Sierra Maestra Fidel había puesto en vigor la ley de la reforma agraria que el gobierno de Batista no aplicó ni en la Sierra Maestra ni en ningún otro lugar de Cuba; en cambio, en la República Dominicana no había organizaciones campesinas ni cosa parecida, pero tampoco se hablaba, siquiera, de poner en vigor una reforma agraria, y en consecuencia con esa realidad los campesinos dominicanos no iban a respaldar a los que llegaran al país con el propósito de derrocar el gobierno trujillista; al contrario, decía yo, “los campesinos los atacarán a ustedes por miedo de que Trujillo los mate acusándolos de complicidad con ustedes”. Mi conclusión era que como la dirección del PRD compartía el criterio que yo estaba exponiendo, no podíamos autorizar la participación de los perredeístas en los planes que habían expuestos ellos (Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez).

La conversación duró más de media hora y Miolán mantuvo el criterio que yo había expuesto. Nuestra posición disgustó a Jiménez Moya, que se levantó de la silla que estaba ocupando y salió, seguido por José Horacio Rodríguez, de la habitación
donde habíamos estado reunidos, sin hacer ni siquiera un gesto de despedida y mucho menos, desde luego, sin decir “adiós” o “hasta luego”. Desgraciadamente para él así como para la mayoría de los que le siguieron en sus planes y de otros que llegaron a territorio dominicano por lugares diferentes al que habían escogido Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez, todos murieron. Entre los caídos hubo algunos perredeístas que no compartían el criterio de la dirección del Partido. Uno de ellos fue Silín (Víctor) Mainardi, hermano de Virgilio. Con Silín murió su hijo de 16 años, que era cubano, nacido en Guantánamo.
En Caracas se supo que de Cuba estaban saliendo hacia la República Dominicana grupos de antitrujillistas, pero no se tenía información de quiénes los formaban ni de cuántos de ellos habían salido de Venezuela, y numerosos venezolanos que habían mantenido relaciones con los dominicanos que residían en Caracas me asediaban con preguntas sobre la suerte de los expedicionarios. Para responder a esa preocupación escribí un artículo que se publicó en el diario El Nacional. Lo que decía ese artículo quedó desmentido cuando empezaron a llegar noticias sobre la aniquilación de los expedicionarios que pudieron pisar territorio dominicano.
Desgraciadamente la tesis de la dirección del PRD era correcta: nuestro país no era Cuba, y en consecuencia, lo que había sucedido en Cuba no iba a suceder en la República Dominicana.
 Las matanzas de los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo fueron golpes muy duros para los antitrujillistas del exilio. Durante largos meses estuvimos como aletargados y en cierto sentido fue un milagro que el PRD se conservara unido, sobre todo si se toma en cuenta que Batista había sido sacado del poder y en Cuba había un nuevo gobierno que les daba acogida a los dominicanos perseguidos por Trujillo. El jefe de la tiranía más feroz que ha conocido América respondió a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo ordenando el asesinato del presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt.
Lo que acabo de decir puede parecer descabellado porque los que llegaron al país en esas expediciones no habían salido de Venezuela sino de Cuba, y si piensan así no saben cómo reaccionaba Trujillo a cualquier actividad política de personas y gobiernos que se le oponían. Para Trujillo, él era el Estado dominicano, y en consecuencia una agresión, o un mero ataque político o personal, verbal o escrito, era un ataque al Estado llamado República Dominicana. Trujillo ha sido el único dictador del Nuevo Mundo que ordenó la muerte de hombres y mujeres por delitos que consistían en opiniones negativas sobre la persona del tirano o de alguno de sus familiares más cercanos, por ejemplo, los ataques que se le hacían a María Martínez. Por expresiones acusatorias contra él y contra su mujer fueron asesinados Jesús de Galíndez, José Almoina y Francisco Requena, el primero secuestrado en Estados Unidos y traído a la República Dominicana para ser muerto aquí, y Almoina y Requena pagaron con sus vidas, uno en México y otro en Nueva York, el delito de haber expuesto opiniones personales contra María Martínez y Trujillo. En el caso de las tres hermanas Mirabal, fueron asesinadas no porque estuvieran participando en acciones armadas o en conspiraciones que podían poner en peligro la dominación del Estado por parte de Trujillo; les dieron muerte a tiros porque predicaban sentimientos y actitudes antitrujillistas.
El atentado contra la vida de Rómulo Betancourt fue llevado a cabo el 24 de junio —día de San Juan— de 1960. Betancourt salvó la vida milagrosamente y el intento de asesinato marcó el inicio de la caída de Trujillo porque a partir de ese momento el gobierno norteamericano comenzó a elaborar una política que culminaría, once meses después, en la muerte del terrible dictador.

Trujillo fue ajusticiado el 30 de mayo de 1961. La noticia no me sorprendió porque cuando escribía mi libro Póker de Espanto en el Caribe, en Santiago de Chile y en el año 1955, dije que Somoza y Trujillo tendrían el mismo tipo de muerte. Eso no podía decirse ni de Batista ni de Pérez Jiménez, del primero, porque en ese año —1955— la oposición al dictador cubano era una fuerza poderosa que el terror batistiano no podía controlar, pero además en 1955 yo conocía en conjunto y en detalle la historia de Cuba y había estudiado su composición social, y la historia y el tipo de composición social del pueblo cubano indicaban de manera clara que la dictadura de Batista no podría prolongarse mucho tiempo. Otro tanto podía decirse de la dictadura de Pérez Jiménez, que según entendía yo estaba destinada a ser derrocada en cualquier momento por los militares de su país porque el ejército venezolano no estaba compuesto, como el dominicano de esos años, por campesinos analfabetos. Para mí, la dictadura Pérez jimenista sería derrocada el día menos esperado, y así sucedió.

Envío al país de delegados del PRD

La noticia de la muerte de Trujillo llegó a Costa Rica el día 31 de mayo de 1961, y yo estaba viviendo en ese país, por segunda vez, desde hacía varios meses. Me la dieron los estudiantes del Instituto de Estudios Políticos y Sociales en el cual daba clases a jóvenes y hombres maduros de varios países de América Latina, todos miembros de partidos de tendencias socialdemócratas, entre los cuales estaban Rodrigo Borja, actual presidente de Ecuador, y Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua*. Para asegurarme de que podía confiar en lo que me decían esos estudiantes y me confirmó el embajador de Honduras al responder una llamada telefónica que le había hecho, me fui a San José, la capital costarricense, pues el Instituto estaba en un lugarejo llamado San Isidro Coronado, y me dirigí en el acto a la casa de José Figueres, desde donde el propio Figueres llamó al gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien confirmó la muerte del terrible dictador. Inmediatamente, usando el teléfono de la casa de Figueres llamé a Ángel Miolán, que estaba en Caracas, y le pedí que llamara a Nicolás Silfa, secretario general de la seccional neoyorquina del PRD, y a Ramón Castillo, que estaba ocupando la secretaría general del partido en Puerto Rico, a fin de que celebráramos una reunión en Costa Rica para adoptar una política que nos permitiera tomar parte en los acontecimientos que iba a desatar en el país la muerte de Trujillo.

* Es decir, en 1989, al publicarse la primera edición de este libro (N. del E.).
La situación no era fácil. El PRD se había comprometido con Vanguardia Revolucionaria Dominicana, un partido dirigido por Horacio Julio Ornes, a mantener una alianza que nos obligaba a actuar en forma conjunta en casos como el que se había presentado, y en cumplimiento de ese compromiso Ornes o un delegado suyo debía ser convocado a participar en la reunión de San José; y por otra parte mi posición había sido tomada de antemano dado que en el libro Trujillo, causas de una tiranía sin
ejemplo, publicado en Caracas en 1959, yo decía que en vista de que Trujillo era un producto del subdesarrollo de la historia dominicana, el régimen trujillista estaba tan estrechamente ligado a su creador que no podría sobrevivir a la muerte de su jefe, y el día primero de junio de ese año 1961 se agrupó en el Parque Central de Costa Rica, de manera espontánea, una cantidad de por lo menos 250 personas, si no más, que me pidieron hablarles de los efectos que tendría en la República Dominicana la muerte del dictador, y recuerdo vivamente haber terminado lo que dije afirmando que en la República Dominicana no sucedería lo que pasó en Nicaragua, donde la muerte de Somoza no significó el fin del régimen. “Muerto Trujillo, con él desaparecerá el trujillismo porque ninguno de sus herederos tienen condiciones para ocupar su puesto”, afirmé.
Como ésa era mi opinión, mi plan era proponer en la reunión de San José, cuando ésta se llevara a cabo, el envío inmediato a Santo Domingo de una delegación del PRD, y esa propuesta fue apoyada por Ángel Miolán, cuyo criterio político era superior al de otros dirigentes de los que tenía el partido en los años del exilio. La propuesta acabó siendo aprobada por Silfa y Castillo; no así por Horacio Julio Ornes, quien alegó que no había podido hacer contacto con los compañeros
de Vanguardia Revolucionaria Dominicana sin cuya aprobación no podía respaldar la decisión de ir a la República Dominicana que había adoptado la dirección del PRD. Lo acordado por Miolán, Silfa, Castillo y yo fue el envío de una delegación perredeísta a Santo Domingo.

Los delegados del PRD

Para poner en práctica lo acordado se les enviaron al Dr. Joaquín Balaguer, que desempeñaba el cargo de presidente de la República, y al representante de la Organización de Estados Americanos (OEA) que se hallaba en Santo Domingo, sendos
telegramas en los que anunciábamos nuestra disposición de trasladarnos a Santo Domingo, que seguía llamándose Ciudad Trujillo, para iniciar una época nueva en el país, la de actividades políticas democráticas que habían sido perseguidas durante más de treinta años con saña criminal por la tiranía trujillista. Los dos contestaron con telegramas aceptando lo que habíamos propuesto, pero con la aclaración de que la delegación del PRD que viajaría al país lo haría sobre la base de iniciar discusiones con el gobierno, y aunque eso nos pareció, o por lo menos así lo pensé yo, que para aceptar la propuesta que le habíamos hecho, el Dr. Balaguer debió tratar el tema con Ramfis Trujillo, se tomó la decisión de enviar la delegación perredeísta al país. Recuerdo vivamente que Miolán se propuso como el primero de los delegados, lo que significaba
que la representación del Partido estaría encabezada por su secretario general, y como eso garantizaba la unidad de criterio de la delegación cuando estuviera operando en el país, yo aprobé inmediatamente lo que proponía Miolán y a seguidas Silfa y Castillo dijeron que ellos querían ser parte del grupo. Como encargado de solicitar el respaldo político y la ayuda económica de los partidos y los gobiernos de América Latina
con los cuales mantenía relaciones el PRD, yo debía permanecer en Costa Rica, y finalmente, yo propuse que Buenaventura
Sánchez, secretario general de la seccional perredeísta de Caracas, fuera también miembro de la delegación, pero por razones que no recuerdo porque no tuve contacto directo con él, no formó parte de los delegados —Miolán, Silfa y Castillo— que llegaron al país el 5 de julio de 1961, día en el cual yo estaba en Caracas, invitado por el presidente de Venezuela para participar en los festejos que se celebraban año por año en esa fecha en conmemoración de la independencia nacional.
Diez días después me llamaba Miolán a San José de Costa Rica para decirme que al día siguiente se llevaría a cabo el primer acto político del Partido en la República Dominicana: un mitin que tendría lugar en la capital de la República y sería transmitido por Radio Caribe. Ya se había transmitido por Radiotelevisión Dominicana una corta grabación mía que Miolán había llevado de Costa Rica en la que presentaba a los
delegados del Partido Revolucionario Dominicano como lo que eran: unos denodados luchadores por la libertad de su pueblo que debían ser recibidos por éste con respeto y confianza en lo que ellos harían.

La transmisión del mitin del 16 de julio costó 3 mil pesos, y como en esos tiempos el peso valía un dólar, y era difícil que el partido pudiera recaudar esa cantidad de dinero cuando hacía menos de dos semanas que habían llegado a Santo Domingo, en el país no se tenía la menor idea de su existencia, y al darme la noticia de que iba a celebrarse el mitin Miolán me pidió que hiciera lo posible por enviarle dinero suficiente para pagarle a Radio Caribe y para cubrir otras necesidades.

El Partido Revolucionario Dominicano estaba abriendo las puertas del futuro de nuestro pueblo, pero los exiliados antitrujillistas que quedaban en Estados Unidos, Puerto
Rico, Venezuela, Cuba, México, Curazao, Aruba, creían que los perredeístas estábamos equivocados y no respaldaban los esfuerzos que hacíamos para sembrar en el país la semilla de la libertad.
La política es una ciencia y un arte. En su condición de ciencia requiere que la sociedad en la que se ejerce sea debidamente estudiada porque el estudio hace posible que se le conozca en varios, sino en todos sus aspectos, dos de los cuales son el histórico y el que tiene cuando se está operando o va a operarse en ella. Sobre la sociedad dominicana de
1960, todo el que pretendiera actuar políticamente en su seno debía saber, en primer lugar, que además de estar dividida en clases lo estaba en campesinos y centros urbanos, y aunque el peso de la tiranía trujillista caía sobre unos y otros, era diferente en el campo, que todavía en 1960 tenía la mayor parte de la población nacional, y de campesinos estaban compuestas las Fuerzas Armadas y la Policía, cuyos miembros, en una proporción que podía estimarse superior al 90 por ciento, vivían en los cuarteles de los cuales la mayor parte se hallaba en los centros urbanos, pero estaban adheridos emocionalmente a los campos donde vivían sus familiares — padres, madres, hermanos, abuelos y tíos—; sus amigos y compañeros de la infancia, con todos los cuales mantenían los soldados y los campesinos relaciones muy estrechas, y no en condición de subalternos sino todo lo contrario, lo que creaba un firme vínculo político entre la dictadura y el campesinado porque los campesinos creían a pie juntillas que los familiares suyos que vestían uniformes militares y de policías y usaban armas eran unos privilegiados gracias a que Trujillo los había escogido para que le sirvieran en condición de soldados y policías. Esa creencia les daba a los hombres y las mujeres de los campos una solidez de sentimientos favorables a la tiranía que compartían con ellos sus hijos, sobrinos y en general sus familiares, pero además los hacía creer que eran socialmente superiores a las familias campesinas que no tenían hijos, sobrinos y primos vestidos de militares y de policías; y esa sensación de superioridad se crecía cuando sus deudos eran ascendidos, aunque fuera al mínimo grado de cabos.
El campesinado era, debido a lo que acaba de decirse, la base militar del régimen trujillista, situación que no se daba ni remotamente en Cuba, y por saber, como los sabíamos Miolán y yo, que esa base era de puro granito y no podía ser destruida por 250 ó 300 hombres habituados a vivir en ciudades populosas desde que salieron del país, algunas tan pobladas como Nueva York y México, la dirección del PRD no participó en las expediciones que en el año 1959 llegaron a las costas de la provincia de Puerto Plata, y esa negativa a entrar en el país armas en mano hizo del PRD una reserva histórica puesto que dada la fortaleza de la base militar del trujillismo si el PRD hubiera sumado sus miembros a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo a la desaparición de Trujillo el país se hubiera encontrado totalmente huérfano de hombres que tuvieran experiencia de organizadores políticos. Los exiliados decían que para liberar el país de la tiranía era necesario combatirla militarmente hasta derrotarla porque mientras Trujillo viviera no habría posibilidad de que el pueblo dominicano adquiriera desarrollo político, y tenían razón, pero no se daban cuenta de que el triunfo de la revolución cubana había iniciado un cambio profundo en la región del Caribe, cambio que estaba llamado a convertir en irrespirable para Trujillo y su gobierno el aire político en el cual vivía el pueblo dominicano.

La carta a Trujillo

Lo que acabo de decir fue expuesto en la carta que escribí en Caracas, Venezuela, publicada en el diario La Esfera, de la cual envié copias, además del original destinado a Trujillo, a su hijo Ramfis, al hijo de Marina Trujillo de García —José García Trujillo— y al Dr. Joaquín Balaguer. Copio a seguidas esa carta: “General: En este día, la República Dominicana que usted gobierna cumple ciento diecisiete años. De ellos, treinta y uno los ha pasado bajo su mando; y esto quiere decir que durante más de un cuarto de siglo de su vida republicana el pueblo de Santo Domingo ha vivido sometido al régimen que usted ha mantenido con espantoso tesón. ‘Tal vez usted no haya pensado que ese régimen ha podido durar gracias, entre otras cosas, a que la República Dominicana es parte de la América Latina; y debido a su paciencia evangélica para sufrir atropellos, la América Latina ha permanecido durante la mayor parte de este siglo fuera del foco de interés de la política mundial. Nuestros países no son peligrosos, y por tanto no había por qué preocuparse de ellos. En esa atmósfera de laisez faire, usted podía mantenerse en el poder por tiempo indefinido; podía aspirar a estar gobernando
todavía en Santo Domingo al cumplirse el sesquicentenario de la República, si los dioses le daban vida para tanto’.
‘Pero la atmósfera política del hemisferio sufrió un cambio brusco a partir del 1º de enero de 1959. Sea cual sea la opinión que se tenga de Fidel Castro, la historia tendrá que reconocerle que ha desempeñado un papel de primera magnitud en ese cambio de atmósfera continental, pues a él le correspondió la función de transformar a pueblos pacientes en pueblos peligrosos. Ya no somos tierras sin importancia, que pueden ser mantenidas fuera del foco del interés mundial. Ahora hay que pensar en nosotros y elaborar toda una teoría política y social que pueda satisfacer el hambre de libertad, de justicia y de pan del hombre americano’.
‘Esa nueva teoría será un aliado moral de los dominicanos que luchan contra el régimen que usted ha fundado; y aunque llevado por su instinto realista y tal vez ofuscado por la desviación profesional de hombre de poder, usted puede negarse a reconocer el valor político de tal aliado, es imposible que no se dé cuenta de la tremenda fuerza que significa la unión de ese factor con la voluntad democrática del pueblo dominicano y con los errores que usted ha cometido y viene cometiendo en sus relaciones con el mundo americano’.
‘La fuerza resultante de la suma de los tres factores mencionados va a actuar precisamente cuando comienza la crisis para usted; sus adversarios se levantan de una postración de treinta y un años en el momento en que usted queda abandonado a su suerte en medio de una atmósfera política y social que no ofrece ya aire a sus pulmones. En este instante histórico, su caso puede ser comparado al del ágil, fuerte, agresivo tiburón, conformado por miles de años para ser el terror de los mares, al que un inesperado cataclismo le ha cambiado el agua de mar por ácido sulfúrico: ese tiburón no puede seguir viviendo’.
‘No piense que al referirme al tiburón lo he hecho con ánimo de establecer comparaciones peyorativas para Usted. Lo he mencionado porque es un ejemplo de ser vivo nacido para atacar y vencer, como estoy seguro piensa usted de sí mismo. Y ya ve que ese arrogante vencedor de los abismos marítimos puede ser inutilizado y destruido por un cambio en su ambiente natural, imagen fiel del caso en que usted se encuentra ahora’. ‘Pero sucede que el destino de sus últimos días como dictador de la República Dominicana puede reflejarse con sangre o sin ella en el pueblo de Santo Domingo. Si usted admite que la atmósfera política de la América Latina ha cambiado, que en el nuevo ambiente no hay aire para usted, y emigra a aguas más seguras para su naturaleza individual, nuestro país puede recibir el 27 de febrero de 1962 en paz y con optimismo,
si usted no lo admite y se empeña en seguir tiranizándolo, el próximo aniversario de la República será caótico y sangriento; y de ser así, el caos y la sangre llegarán más allá del umbral de su propia casa, y escribo casa con el sentido usado en los textos bíblicos’.
‘Es todo cuanto quería decir, hoy, aniversario de la fundación de la República Dominicana’”.

Al final iba mi firma, el nombre del lugar donde esa carta había sido escrita, y la fecha: 27 de febrero de 1961, y exactamente tres meses después de ese día Rafael Leónidas Trujillo caía abatido a tiros, o lo que es lo mismo, su sangre llegó “más allá del umbral de su propia casa”.

La expulsión de Nicolás Silfa

Con el mitin celebrado en la capital de la República el 16 de julio de 1961 el Partido Revolucionario Dominicano iniciaba una etapa en la historia política de nuestro pueblo; una etapa que estaba a mucha distancia no sólo de lo que había sido la dictadura trujillista sino de lo que habían sido todos los partidos que conoció el pueblo en los 128 años transcurridos desde el 27 de febrero de 1844. Hasta el día en que sus representantes pisaron tierra dominicana, el 5 de julio de 1961, las organizaciones políticas de masas eran conocidas con el nombre de sus caudillos o de los símbolos que los representaban, se era santanista y baecista, colorado y verde, horacista y jimenista o rabú o bolo, y por último, trujillista o antitrujillista, pero desde el primer momento los miembros del PRD tuvieron un nombre partidista: eran perredeístas, y esa manera de denominar a sus partidarios con el nombre de las organizaciones políticas que se formaron inmediatamente después de la llegada al país del PRD se hizo un hábito, pues siguiendo ese modelo los del 14 de Junio se llamaron catorcitas y los de la Unión Cívica Nacional se llamaron cívicos. La excepción fueron los seguidores del Dr. Joaquín Balaguer, que se proclamaban balagueristas.
A pesar de lo que acaba de decirse el Partido Revolucionario Dominicano no estaba libre de los males propios del subdesarrollo que aquejaban a la sociedad en que iba a actuar. Yo llegué al país el 21 de octubre de ese año 1961 y pocos meses después, sin haber consultado a la dirección del partido y ni siquiera informar a sus compañeros de largos años de lucha, Nicolás Silfa pasó a ser secretario de Estado de Trabajo en el gobierno del Dr. Balaguer. Esa manera de comportarse uno de los tres miembros de la comisión que la dirección del PRD había enviado al país pocos meses antes no fue un golpe mortal para el perredeísmo porque el atraso del pueblo dominicano le impedía hacer juicios políticos correctos.
Nicolás Silfa fue expulsado del partido a propuesta mía, pero esa sanción no impidió que en el seno del PRD siguieran dándose sorpresas como la que dio Silfa.
El caso de Nicolás Silfa no fue el único. Los perredeístas llegados del exilio éramos pocos y los que se nos sumaron en el país no tenían la menor idea de cómo se organizaba un partido; en consecuencia, no había manera de elegir un Comité
Ejecutivo Nacional que dirigiera al PRD a nivel nacional, y en esas condiciones estábamos cuando llegó el día de elegir el candidato a la presidencia de la República porque las elecciones se celebrarían el 20 de diciembre de 1962. El candidato elegido fui yo, pero antes de que se hiciera la elección propuse, y fue aceptado por la mayoría del Comité Político Nacional, que si el candidato presidencial era un perredeísta llegado del exilio el candidato a vicepresidente debía ser uno de los que se incorporaron al partido después del 5 de julio de 1961. Los argumentos que explicaban la razón de ser de esa propuesta fueron varios, pero el primero fue la necesidad que tenía el partido de demostrarle al pueblo que los que estuvimos luchando año tras año contra la dictadura de Trujillo no debíamos dar la impresión de que lo habíamos hecho para beneficiarnos políticamente tomando para nosotros las posiciones más importantes del país.
(En realidad, aunque no se lo dije a nadie, lo que perseguía con ese argumento era evitar que tomara cuerpo una campaña de susurros que había desatado Buenaventura Sánchez, a quien había oído decir varias veces, en mis viajes por Venezuela, que él sería presidente de la República porque así se lo hizo saber a su señora madre la comadrona que lo había parteado basando su profecía en el hecho de que él —Buenaventura Sánchez— había nacido en una casa que fue propiedad de Buenaventura Báez, el político que ocupó cinco veces la posición de presidente de la República. Al retornar al país Buenaventura Sánchez contaba la historia de su nacimiento en la que había sido una casa de Báez y lo que le dijo a su madre la comadrona que la parteó, y con ese cuento fue formando un grupo de familiares y amigos de su familia que al mencionar su nombre agregaban: “El futuro presidente”). Esa actividad de Buenaventura Sánchez culminó en su elección como candidato vicepresidencial del PRD en violación del acuerdo que había sido tomado por el Comité Político Nacional, la más alta autoridad del partido, violación que yo no podía aceptar porque con ello se establecería el derecho de cualquiera de los perredeístas a irrespetar los estatutos de la organización y las decisiones de sus autoridades, y como no veía en los miembros del Comité Político inclinación a desconocer la elección de Buenaventura Sánchez como candidato vicepresidencial decidí aislarme de todos ellos mientras durara esa situación y me trasladé, de la casa de la calle Polvorín donde estaba viviendo desde que llegué al país, a una de Arroyo Hondo, propiedad de un amigo a quien había conocido en Cuba.
La única persona que sabía dónde estaba yo era mi hermana Angelita, y la fecha de celebración de las primeras elecciones libres que tendría el país en 38 años se acercaba rápidamente, pues las elecciones estaban convocadas para el 20 de diciembre (1962) y mi aislamiento había comenzado en el mes de octubre. En esa ocasión, el peso de la dirección del partido cayó sobre Ángel Miolán que condujo la crisis hasta su solución, iniciada con la renuncia de Buenaventura Sánchez a su candidatura a vicepresidente y a la elección para ese puesto del Dr. Armando González Tamayo.

El PRD, partido populista

Todos los dominicanos en edad adulta saben que yo fui elegido presidente de la República, hecho que sucedió el 20 de diciembre (1962), pero seguramente la inmensa mayoría de ellos no sabe que el secretario de Estado de Educación del gobierno que presidí fue Buenaventura Sánchez, dato que ofrezco para que el lector sepa que un líder político, y sobre todo un jefe de Estado, no adopta posiciones por razones personales.
Una vez resuelto el problema que había provocado el compañero Sánchez al violar un acuerdo de la máxima autoridad del partido, él pasaba a ser merecedor del mismo trato que se les daba a todos los perredeístas, y su historia en el partido era la de un trabajador incansable desde que ingresó en el PRD.
Ahora debo aclarar que he estado haciendo la historia del PRD porque ese partido fue el vientre materno en que se formó el PLD, pero no voy a hacer la historia del gobierno que encabecé durante siete meses debido a que mientras estuve desempeñando las funciones presidenciales el PRD era dirigido por Ángel Miolán y los miembros de su Comité Ejecutivo Nacional. El 25 de septiembre de 1963 los jefes militares derrocaron el gobierno, yo fui enviado a Guadalupe en un buque de guerra; de ahí pasé a Puerto Rico y volví al país dos años  después. Al retornar hallé el partido prácticamente en desbandada porque la ocupación militar norteamericana fue, de hecho, una acción antiperredeísta. La debilidad orgánica del PRD hacía imposible que como candidato a presidente de la República en las elecciones que debían celebrarse el 1º de junio de
1966 pudiera hacer una campaña nacional y ni siquiera limitada al territorio que ocupaba la ciudad de Santo Domingo.
Pasadas las elecciones, en las cuales el PRD sacó algunos senadores y diputados así como síndicos y regidores, me dediqué a planear una reorganización del partido, tarea en la que trabajaron conmigo el escritor Bonaparte Gautreaux y el contador
Público Manuel Ramón García Germán.
El tipo de organización que había concebido era la división del territorio, empezando por el de la capital del país, en zonas geográficas que llevarían los nombres de las letras del alfabeto: Zona A, Zona B, Zona C, y así sucesivamente; cada zona estaría bajo la dirección de un comité zonal elegido por los miembros del partido que vivieran en su jurisdicción, pero esa elección sería peculiar porque debían escogerse candidatos que representaran los diferentes sectores sociales de la zona correspondiente; además, a la dirección nacional debía agregarse una Comisión Nacional de Disciplina con autoridad para juzgar a todos los miembros que fueran acusados de violar los estatutos del partido.
La intención que me movía a proponer el nuevo tipo de organización tenía su origen en la necesidad, que a mi juicio era de vida o muerte para un partido político que sustituía los nexos ideológicos inexistentes que debían unir a todos sus miembros con una suplantación de la relación que hay entre padres e hijos de una sociedad formada por grandes mayorías de gentes muy pobres; o dicho de otro modo, el PRD era un típico partido populista formado por gentes a quienes la alta dirección tenía que resolverles sus problemas personales, los que se originaban en sus miserables condiciones materiales de existencia, no los problemas políticos del país.

El traslado a Benidorm

Siguiendo ese criterio, yo pensaba que los comités zonales del PRD tendrían en su seno hombres y mujeres del pueblo ignorantes de lo que es el trabajo político, pero al mismo tiempo en cada uno de ellos habrían dos, tres, cuatro personas de condición social diferente a los que componían las bases partidistas, y por ser diferentes entre ellos se hallarían maestros de escuela, incluso hasta profesores universitarios, estudiantes, técnicos, abogados, médicos, ingenieros; pero todavía no me daba cuenta de que la conciencia política no se forma por contagio; eso acabaría descubriéndolo más tarde, como resultado de un proceso de meditación, estudios y trabajo intelectual que me llevó a salir del país para dedicarme a escribir dos libros en los que me proponía exponer los juicios que me había ido formando acerca de la sociedad dominicana a lo largo de su historia y el proceso de formación de las sociedades del Caribe a partir de la integración en ellas de los elementos que participaron en su formación. Esos libros serían
Composición social dominicana y De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe frontera imperial.
Me decía a mí mismo que la redacción de esos dos libros, pero sobre todo el primero, era una obligación sagrada que tenía con el pueblo dominicano porque los textos de historia que leían sus niños, sus jóvenes y hasta sus mayores eran sólo relatos de los sucesos que tenían categoría histórica; relatos hechos con la suma de numerosos relatos de los cuales podía haber pruebas pero no hacía falta que las hubiera porque de todos modos las pruebas posibles no eran analizadas para sacar de sus entrañas la verdad o la mentira que tuvieran. Para mí, lo que importaba era que los dominicanos conocieran no sólo cuáles y cuántos hechos históricos se habían producido a lo largo de los siglos que tenía nuestro pueblo, sino cómo y por qué se produjeron esos hechos, cuáles fueron las fuerzas que los formaron. En síntesis, lo que yo perseguía era iluminar la mente de los dominicanos describiendo, mediante el análisis de los acontecimientos históricos, las causas que los provocaron. Para escribir los libros dedicados a esos fines era necesario salir del país por dos razones; la primera, debía situarme en un lugar donde se me hiciera fácil tener a mi disposición todas las obras y los documentos, o por lo menos una parte importante de ellos, en que se relataran hechos sucedidos en la región del Caribe, incluyendo, como era natural, los relativos a la República Dominicana y Haití; y segundo, disponer de todo el tiempo que requeriría el trabajo de estudiar detenidamente todos los documentos y las obras que pudiera adquirir.
España era el único lugar donde podía contar con el material de estudio y con el tiempo necesario para emplearlo, y decidí ir a España, donde contaba con amigos excelentes, a la cabeza de los cuales se hallaba Enrique Herrera Marín. Una vez decidido el lugar donde iba a residir envié a Madrid a doña Carmen y a Bárbara y con ayuda de mis cuñados Pipí Ortiz y Osvaldo Orsini reuní dos mil dólares que me servirían por lo menos para mantenernos en España el primer año. El viaje sería en barco desde Venezuela adonde llegué a fines de diciembre de 1967 acompañado por Domingo Mariotti, y desde el puerto venezolano de La Guaira partimos hacia España para llegar al comenzar el año 1968.
El lugar de España donde iba a escribir los libros que me parecían indispensables para conseguir que los dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano adquirieran una dosis de conciencia política indispensable para hacer del PRD el instrumento de cambio mental que el país requería fue Benidorm, pueblo de la provincia de Alicante, donde Enrique Herrera Marín nos brindó hospitalidad en una propiedad suya.
Composición social dominicana fue escrito en poco tiempo pero quedó terminado en noviembre de 1968 porque tuve que viajar a Francia, a Inglaterra, a Suecia y Dinamarca, a Holanda, Bélgica, Alemania, Yugoeslavia y Rumanía. Su primera edición
se hizo en la República Dominicana en febrero de 1970, cuando todavía yo no había regresado al país; en cuanto a De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, su primera edición se hizo en España, en abril de 1970, a pesar de que yo había hecho la última corrección de pruebas en París, a mediados de junio de 1969. Además de escribir esos libros y otros más —El Pentagonismo, sustituto del imperialismo, que fue traducido a varias lenguas—, yo tenía que dedicar tiempo a contestar la correspondencia, que me llegaba de varios lugares, y a recibir visitas, entre ellas la del coronel Francisco Alberto Caamaño y la del Dr. Jottin Cury, y dos veces la de José Francisco Peña Gómez, que todavía no era doctor, y sucedía que de lo que pasaba en la República Dominicana los que dirigían el PRD no me daban cuenta. A tal extremo llegó mi aislamiento de la política nacional que un día envié a la prensa la noticia de mi renuncia a la presidencia del Partido Revolucionario Dominicano.
Los efectos de esa renuncia fueron el envío inmediato a Benidorm de un grupo de dirigentes del partido entre los cuales estaban dos líderes obreros; uno de ellos era el veterano luchador Miguel Soto y el otro Pedro Julio Evangelista, un agricultor y ganadero que diez años después sería elegido presidente de la República —Antonio Guzmán—, y otro que sería Canciller en el gobierno de Guzmán, Ludovino Fernández; además, entre esos estaba Peña Gómez.

El resultado del viaje a Benidorm de la comisión del PRD enviada a conseguir que yo retirara mi renuncia a la presidencia del partido no fue conocido ni por los comisionados ni por nadie porque yo no lo dije nunca. Es ahora, más de veinte años después, cuando voy a hacerlo público: exactamente un día después de haberse ido ellos hacia Madrid, donde tomarían el avión para volver a Santo Domingo empecé a elaborar el plan de reformas del PRD que no pudieron ponerse en vigor en el PRD pero se pondrían en vigor en el PLD.

Voy a explicar lo que acabo de decir. Lo que expusieron los comisionados, con la excepción de Miguel Soto, me impresionó negativamente a tal punto que me dejó convencido de que el pueblo dominicano no podía esperar del PRD nada bueno porque sus dirigentes ignoraban totalmente los problemas del país y ninguno de ellos tenía interés en conocerlos. El trabajo de reorganización del partido que había hecho yo, con la ayuda de Gautreaux y García Guzmán, no había sido aplicado sino en sus aspectos superficiales, como el de denominar con las letras del alfabeto los comités perredeístas. Para los líderes del PRD la política se había reducido a actividades de tipo personal, llevadas a cabo a niveles de amigos o enemigos. Mis conclusiones eran realmente negativas y deprimentes, pero yo no podía darme por vencido; no podía abandonar a las masas del pueblo renunciando al partido que me había hecho su líder y me había llevado a la presidencia de la República, y al fin tomé la decisión de luchar para convertir el PRD en una organización viva, creadora, consciente de que tenía un compromiso con los fundadores de la República: el de convertir en hechos lo que ellos soñaron cuando organizaron La Trinitaria. Mi estado de ánimo era indescriptible porque sabía que tenía que tomar decisiones muy serias, pero ignoraba cómo tenía que actuar, qué planes elaborar, qué líneas seguir.

Una desorganización política

En ese estado de ánimo, nos fuimos Carmen y yo a París y allí nos alojamos en la casa que ocupaba Héctor Aristy, y fue en esa casa donde empecé a concebir las reformas que debían hacérsele al PRD. Lo primero que pensé fue en la formación de círculos de estudio que se encargarían de enseñarles a los miembros de los comités de base, empezando por los de la Capital, qué era la actividad política, cómo debía ser llevada a cabo y con qué métodos debía ser aplicada en cada caso, esto es, cuando se trataba de gente del pueblo analfabeta o de profesionales y estudiantes universitarios. Yo ignoraba que Lenín había formado círculos de estudio en Rusia en los primeros años del siglo XX, de manera que la idea de crear unos cuantos en la República Dominicana fue una idea mía; pero no me quedé en eso. En primer lugar, los círculos de estudio del PRD tendrían como material de estudio folletos que escribiría yo, y fundamentalmente esos folletos serían de temas históricos, en cierto sentido, una adaptación de lo que había dicho en Composición social dominicana pero presentada en pocas páginas y además pequeñas. El primer círculo sería organizado con una parte de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional, que era el organismo más alto del partido, y pensaba que con una parte nada más porque sabía que entre ellos los había que carecían de la base cultural indispensable para leer y asimilar el material que iba yo a escribir.

Yo había vuelto al país el 17 de abril de 1970 y el folleto número uno fue escrito el 2 de agosto de ese año; el 10 de ese mes escribí el número dos, el número tres fue escrito en septiembre y el cuarto en octubre; el número nueve lo fue un año después. Los folletos se vendían sin beneficio para el partido ni, naturalmente, para su autor, pero los círculos de estudios no se formaban, excepto en el caso de los cuatro o cinco que organicé yo mismo. La dirección del PRD no se daba cuenta de la importancia que tenía, para un partido político, formar intelectual e ideológicamente a sus miembros. La creación de métodos de trabajo, que debía ser una tarea de los círculos de estudios, no se llevaba a cabo, salvo en el caso del denominado unificación de criterios que ha sido tan fecundo en el PLD.

El PRD que encontré a mi vuelta al país era, en vez de una organización política, una desorganización política y social. La Casa Nacional, local de la dirección partidista, estaba prácticamente en ruinas; en la parte baja de una construcción de dos plantas que había en el patio, unos vivos pusieron un expendio de mercancías de mesa, y en la parte alta vivía, con toda su familia, el secretario de asuntos campesinos del Comité Ejecutivo
Nacional; por lo demás, en la parte principal vivían y dormían hombres y mujeres; si llovía, el agua caía en el piso como caía en el patio o en la calle. Para reparar el edificio les pedí a mis hermanos que vendieran una de las propiedades que nos habían dejado en herencia nuestros padres y de la parte que me tocaba yo quería sólo 2 mil pesos —entonces el peso equivalía al dólar estadounidense—, cantidad que usé en reparar la Casa Nacional, de la cual ordené sacar, cargado, al secretario de Organización del Comité Ejecutivo Nacional porque compartía su puesto en la alta dirección del PRD con
la dirección del PACOREDO (Partido Comunista de la República Dominicana) y lo hacía con un desparpajo increíble.

De la oficina secreta a la revista Política

A Domingo Mariotti, que salía de España hacia Santo Domingo, le pedí que me trajera cien ejemplares del libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, para venderlos a quienes pudieran pagar por cada uno de 50 a 100 pesos porque el partido no había organizado una recaudación de fondos que le permitiera pagar la renta del local, la luz eléctrica, el teléfono y un salario para las dos mecanógrafas que echaban allí sus días y a menudo también los sábados y los domingos, y mucho menos se le cubrían sus necesidades a la persona que actuaba como director de la Casa Nacional. Los libros se vendieron, pero del dinero que me enviaron los compradores llegaron a mis manos sólo 250 pesos. El desorden era de tal naturaleza que para agenciar fondos con que atender a las necesidades de la dirección del partido monté una oficina secreta, que establecí, bajo la dirección de Nazim Hued, en el último piso del edificio de la calle del Conde donde estaba la Ferretería Morey y ahora está la Ferretería Cuesta. En el montaje de esa oficina se trabajó con tanta sutileza que ningún dirigente del PRD se enteró de ello, ni siquiera los que yo sabía que eran honestos porque alguno podía contarle a otro que no tuviera esa condición que en el tercer piso del edificio ocupado por la Ferretería Morey estaba funcionando un local del partido dedicado a la recaudación de fondos, y nadie sabía lo que podía pasar si esa noticia caía en oídos de gente como ciertos perredeístas de cuyos nombres no quiero acordarme.
Para crear la afluencia de fondos, aunque fueran reducidos pero seguros, organicé con algunos amigos, entre ellos médicos respetados, reuniones semanales en las que participaban posibles cotizantes, la mayoría de los cuales aceptó comprometerse
a dar una cuota mensual para el PRD, y de los miembros de fila del partido dos fueron escogidos para llenar las funciones de cobradores, y uno de esos dos sustrajo 800 pesos —que insisto, equivalían a dólares— que cobró de los cotizantes pero no llevó a la oficina secreta que dirigía Nazim Hued. Empeñado en producir al mismo tiempo educación y fondos para el partido ordené la publicación de un libro mío, escrito en 1959 en Venezuela, donde tuvo dos ediciones: Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo, y la publicación de la revista Política: Teoría y Acción, Organo Teórico del Partido Revolucionario Dominicano, cuyo primer número correspondió a mayo de 1972. De esa revista se publicaron doce números, todos ellos no sólo dirigidos sino hechos por mí a tal extremo que lo que se publicaba en sus páginas sin firma era obra mía, y los artículos traducidos del inglés y del francés también eran obra mía porque yo tenía que hacer el papel de mecanógrafo, de traductor, de director, de corrector de originales y composición debido a que en el PRD, salvo algún que otro artículo de Franklin Almeida, Arnulfo Soto, Amiro Cordero Saleta, Máximo López Molina y uno de José Francisco Peña Gómez, que ya era doctor y lo firmó con ese título, nadie se ofreció a colaborar para mantener en circulación la revista. Hasta la sección titulada “Teoría y acción en el ejemplo histórico”, que apareció en diez de los doce ejemplares de la revista que se publicaron, tuve que escribirla yo, así como la contraportada de las carátulas de los doce ejemplares.
Esa revista demandaba trabajo, porque era de cien páginas, pero ningún dirigente perredeísta se ofreció a escribir para ella. Es más, Peña Gómez hizo su único artículo a petición mía.
Peña Gómez había vuelto al país, desde Nueva York, tras una larga estancia en Francia y luego en Estados Unidos. Creo recordar que su regreso tuvo lugar el 2 de noviembre de 1972, y a poco de llegar anunció en Puerto Plata que pronto iban a sonar en la capital de la República los estampidos de las metralletas. Eso sucedía en los primeros días de enero de 1973, y en febrero llegaba al país Francisco Alberto Caamaño. El día de su llegada se supo en Santo Domingo, por transmisión de rumores, no porque Caamaño se lo hiciera saber a alguien.
Ese día era lunes y para analizar el cúmulo de rumores que se movía con la rapidez y el secreto de los ríos subterráneos nos reunimos en la casa de Jacobo Majluta varios miembros de la dirección del PRD, entre ellos Peña Gómez, que desapareció de la sala después que él y Majluta se separaron del grupo para ir a esconder sendos revólveres que habían estado exhibiendo de manera ostentosa seguramente con la intención de impresionar a los que estábamos reunidos con ellos haciéndose pasar por hombres dispuestos a morir combatiendo como leones si se aparecían por allí agentes de la fuerza pública. Cuando se nos dijo que la policía estaba registrando la casa vecina, yo, y conmigo dos personas más, pasamos a la casa que se hallaba en dirección opuesta a la que estaba siendo registrada, y en la que entramos había buscado refugio Peña Gómez, que salió de esa casa, a poco de llegar nosotros, y fue a refugiarse a varias cuadras de distancia. A partir de ese momento, Peña Gómez, secretario general del PRD, y yo,
presidente del mismo partido, el único presidente que había tenido esa organización política, mantuvimos alguna relación, muy débil y al mismo tiempo muy desagradable debido a que él se sentía respaldado por una fuerza superior, un poder extrapartido que lo llevó a proclamar que él era un astro con luz propia, palabras arrogantes con las cuales se situaba en un mundo aparte, ocupando un trono que lo colocaba por encima de los estatutos y por tanto de las autoridades legítimas del PRD.
No había que ser un lince para darse cuenta de que las arrogancias de Peña Gómez estaban dirigidas a mí, y ni él ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del partido se daban cuenta de que yo sabía ya que el PRD había dejado de ser lo que diez años atrás creí que podía ser. La posibilidad de ir al poder con el PRD de 1973 era algo que me preocupaba seriamente. ¿Cómo podía yo exponerme a ser candidato presidencial perredeísta para las elecciones de 1974? ¿Qué podía sucederme si era elegido presidente de la República? ¿Con quiénes iba a gobernar si en el
PRD no llegaban a cien los hombres y las mujeres que tuvieran desarrollo político, conocimiento de los problemas del país y que además fueran incapaces de usar los cargos públicos en provecho propio?

Ni Peña Gómez ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PRD se dieron cuenta de cuál era mi estado de ánimo, y por ignorarlo varios de ellos se quedaron petrificados cuando en la reunión del 14 de noviembre de 1973, al lanzarse Peña Gómez contra mí en lenguaje irrespetuoso y con la mirada cargada de odio respondí sin palabras, poniéndome de pie y saliendo del pequeño salón en que se reunía el Comité Ejecutivo Nacional, que formaba parte de la construcción de la que yo había sacado al secretario de Asuntos Campesinos del partido y a su familia. Salí de allí y del
PRD para siempre, y a los cuatro días de eso hice llegar a los periódicos la noticia de que había renunciado a la presidencia y a la militancia del Partido Revolucionario Dominicano.


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